lunes, 17 de septiembre de 2007

La última casilla VIII (cuento)

XIV

Ana acercó el coche al pozo tomándose el cuidado de situarlo de forma que el maletero estuviera lo más cerca posible de la boca pero, al abrirlo, el primer intento fue suficiente para comprobar que ella sola no podría manipular el cadáver de Jordi. Y menos aún sacarlo del maletero para lanzarlo al pozo. Se quedó mirando aquel bulto decepcionada, ¿cómo había pasado por alto algo tan evidente? Casi noventa kilos de humanidad inerme envueltos en dos mantas que ahora parecían novecientos. Demasiados para sus cincuenta y ocho. Además, el cuerpo de Jordi ya no era tan flexible como hacía unas horas: estaba hecho un cuatro, con los brazos cruzados sobre el pecho sujetos con vueltas y más vueltas de cinta de embalar, y con los pies ligados de la misma manera. Para acabarlo de rematar la abertura del maletero es más bien estrecha y sacarlo sin ayuda era una tarea imposible. Había que volver al garaje y encontrar una solución.
Sentada en un banco de madera y con el llanto de la desesperación a punto de estallar Ana clamaba por su mala suerte. Pero no hubo lugar para el llanto porque al levantar la vista se fijó en el techo para redescubrir el viejo riel de hierro que lo recorría de punta a punta, y las poleas móviles que su abuelo hacía servir para levantar grandes pesos y manejarlos en su taller. Servando le ofrecía la solución, como siempre. Solo tenía que procurarse la cuerda necesaria y hacerla pasar al menos por... «...dos poleas. No; creo que como mínimo harán falta tres». El adolescente que se aplica en física no se arrepiente nunca.

«Supongo que veinte metros serán suficientes. Puede que alguno más. ¿Y de dónde saco yo veinte metros de cuerda lo bastante resistente?» Ana ojeaba alrededor impaciente por encontrar una cuerda entre el millón de trastos que colgaban de las paredes, inmóviles y polvorientos después de tantos años. «¿Dónde encuentro yo... »
Qué pregunta Ana, ¿es que has olvidado que te encuentras en el taller de tu abuelo? Pues en aquel rincón, mujer, junto a aquella manguera enroscada, justo al lado de la bobina de madera que recoge la cadena. ¿Los ves? son varios rollos de cuerda de distinto grosor, apilados uno sobre otro. Y hay más de veinte metros de la que necesitas, seguro. Únicamente falta que sepas hacer pasar la cuerda por las poleas.

Al localizar las cuerdas a Ana le vino a la mente la imagen de su abuelo, un hombre alto, fuerte y enjuto, y listo como el hambre. «¿Qué haría él en esta
situación?» Y sin dar tiempo a responderse ya había desenrollado la cuerda y trepado como una gata por una escalera de mano para encajarla en las poleas, dos en el techo y la tercera acoplada en el borne metálico que a tal efecto dispuso Servando en su propio banco de trabajo, cerca de un motor eléctrico que al girar transmite el movimiento de rotación a un torno que a su vez, sirve de anclaje al cabo de cuerda y sostén de la misma. Solo cabía acercar en la medida de lo posible la boca del maletero al banco, atar firmemente la sirga a la cintura de Jordi y tirar a mano o con el auxilio del motor hasta tenerlo suspendido. A partir de ahí, todo lo demás vendría por añadidura y Jordi, por fin, podría descansar en el pozo. Dios mediante y el carretón de la leña, por supuesto.

XV

Extenuada, Ana miró su reloj y comprobó que era mucho más temprano de lo que pensaba. Y es que era noche cerrada a pesar de ser solo poco más de las seis de la tarde, algo sorprendente cuando en esta época del año no oscurece hasta cerca de las ocho. Empezaba a llover con fuerza y Ana tuvo el tiempo justo de asegurar la plancha que cubre el pozo antes de volver corriendo a casa. Hacía rato que no dejaba de pensar en coger el sofá. Ahora comenzaba a tomar consciencia del enorme esfuerzo físico que había realizado a lo largo de todo el día. Y durante toda la noche. Entró, dio dos vueltas al cerrojo de la puerta y se sacudió el agua del cabello mientras caminaba pesadamente hacia la cocina. Ansiaba tomar un vaso de leche caliente y reparadora pero al abrir el frigorífico recibió una bofetada inesperada al comprobar que estaba totalmente vacío. Más dolida que frustrada, Ana cerró secamente la puerta de la nevera y se dejó caer en una silla de enea sollozando como una niña, maldiciendo de nuevo su suerte. Vaya mierda de día, sollozaba. Fue la antesala de una llantera desconsolada, intensa, amarga. Qué mierda de día, gritó una y otra vez, observando sus manos con una tristeza que jamás había experimentado. Nunca se había sentido tan sola. Ni tan miserable. Ni tan sucia. Sus manos estaban tiznadas de óxido rojizo y sus uñas rotas o resquebrajadas, ennegrecidas casi todas. Y aquella sensación de estar ida...; y la lagartija, otra vez la lagartija... En su mente bullían en conflicto mil sentimientos: ira, rabia, miedo, dolor, sobretodo desconsuelo... Y ahora, además, hambre. Al recordar que apenas había comido nada desde ayer la llorera se hizo más dolorosa y vehemente. El ánimo se derrumba más fácilmente con el estómago vacío ¿verdad?. Qué congoja, qué desolación, qué soledad tan asquerosa. Asco, sí; era asco lo que sentía. Si Servando estuviera allí la sentaría sobre sus rodillas y la consolaría. La mimaría. Y Carli; si Carli estuviera allí para abrazarla...

Un poco de agua fría para refrescar los ojos y algunos resoplidos fueron suficientes para devolverle una mínima entereza. Era té o nada, que desconsuelo. Si pudiera, vomitaría.
Camino del salón té en mano, Ana recordó su último incidente con las tazas de la abuela y de inmediato descartó la idea del sofá por la más seductora de una cama. Y escalera arriba, con la mente puesta en su cama se dirigió al que había sido su dormitorio para encontrarse, tras abrir la puerta, con una habitación desconocida. Si; eran los mismos muebles de pino, los mismos pósteres de David Bowie, ahora amarillentos, su vieja Olivetti eléctrica, la colcha de flores psicodélicas... Aquella era la habitación de una adolescente, la habitación de la casa del abuelo para las vacaciones de verano, pero no la suya. Sonrió y sin asomo de nostalgia dio un portazo se fue directamente a la habitación de su madre, justo al otro lado del pasillo. Una vez allí y gracias al hilito de consciencia que todavía le quedaba, acertó a encomendar la taza de té a la mesita de noche antes de derrumbarse sobre la cama para sucumbir instantáneamente al mazazo del sueño.

XVI

La preocupación puso a Ana al borde del ataque de ansiedad. Y no podía hacer nada para frenar la impaciencia, esa horrible sensación de intranquilidad que no cesaba de crecer desde que un sobresalto la desveló un rato antes. Eran más de las diez y convenía volver inmediatamente. Había que despabilar porque mañana debía abrir la tienda a las ocho, como todos los días. Tenía que darse prisa. Lo primero, poner algo de orden en la habitación donde había dormido y lavar los trastos que fue usando a lo largo del día. Luego recoger apresuradamente sus cosas e ir al garaje con el tiempo justo de quitar la cuerda de las poleas y enrollarla. Carli seguía sin responder a sus llamadas. No había manera; había dejado tres mensajes diferentes en el buzón de voz del teléfono de casa y no daba señales de vida. Y debía tener el teléfono personal desconectado o fuera de cobertura. Ana repitió la llamada una y mil veces antes de coger el coche para iniciar el viaje de regreso. Siempre sin resultado. Y mil intentos más a lo largo del camino con idéntica consecuencia. Maldita sea, ¿dónde estás?

Ya es medianoche en la estación de servicio. Reina el mismo vacío de esta mañana; también en la cafetería, donde la misma mujer desganada permanece tras la barra, ahora con la atención puesta en una pantalla enorme y sus crónicas marcianas. Ana esta cenando; ha pedido un consomé y un plato combinado de pescado y le han servido una taza de caldo de bric y dos trozos de merluza rebozada acompañada de champiñones y ensalada rusa. Come muy rápido con los ojos puestos en el teléfono; lo ha dejado a la vista para responder inmediatamente, si es que suena. «Carli no contesta a mis llamadas ni llama, y eso no es normal. Quizá le ha pasado algo. A lo mejor ha vuelto a encontrarse mal y ha tenido que ir a urgencias. Claro. Fui estúpida dejándola sola; en su estado emocional nunca debí dejarla sola. Pobre Carli, lo ha pasado muy mal, ha sufrido demasiado. Y jamás tuvo suerte; su vida no ha sido un camino de rosas, precisamente». Son las dos de la madrugada del lunes y Ana ha llegado a casa después de más de tres largas horas de trayecto. «Joder, su coche no está en el garaje. Y ella tampoco estará en casa, claro». Ana no se equivocaba, Carli se había marchado. Apenas una hora después de que ella misma partiera hacia los Mastines con Jordi en el maletero Carli se apresuró a llenar una maleta con cuatro cosas y se largó. Tras ella dejó sus libros, su ropa, sus champús y su desorden. Y el timbre de la puerta. El juego de la oca. Tira Ana, te toca.