lunes, 17 de septiembre de 2007

La última casilla VI (cuento)

IX

Ana preparaba café en la cocina procurando no quitarle ojo a Jordi, todavía ensimismado en el sofá, hundido en cualquiera de los sentidos posibles. Puesta la cafetera sobre el fuego cogió dos tazas del aparador, las cucharillas correspondientes... La leche en una pequeña jarra, dentro del microondas, de donde antes tuvo que sacar los fetuchinis y ventilarlo un poco haciendo aire con una rodilla de cocina. Hacía olor a boloñesa de bote. El azúcar, de caña; en sobrecitos alargados recolectados en las cafeterías por Carli, que tomaba el café amargo y se guardaba los sobres en el bolso.

Mientras tanto Jordi ya se había levantado, cansino, como un sonámbulo. Tras dar una ojeada alrededor fue a la chimenea y se entretuvo mirando, sin verlos realmente, algunos trastos que Ana había ido coleccionando de resultas de sus viajes. Luego le llamó la atención la estantería que hay a la derecha: rebosaba de libros y hojeó uno, al azar. No dejaba de darle vueltas a lo que Ana acababa de decirle. ¿Por qué insistirá tanto en que la deje en paz? Al fin y al cabo lo único que él pretende es captar de nuevo su atención, que le escuche. ¿Como puede sentirse molesta por algo tan inocente? Está completamente seguro de que si le escuchara sabría entender porqué rompió y le perdonaría. ¿Por qué no quiere escucharle? ¿De qué tiene miedo? Él la quiere y nunca le haría daño, ¿por qué le teme? La culpa la tiene esa tortillera de mierda, esa hija de puta de quien no recuerda el nombre. Si no hubiera aparecido en la vida de Ana, en la vida de los dos, Ana volvería con él. Estaba totalmente convencido. Era eso, claro. La culpable de que Ana no quiera escucharlo es la puta lesbiana. «Un día tendré que hablar muy seriamente con ella», rumiaba Jordi, «quizá mañana mismo lo haga. Mañana hablaré con esa putita».

Enfrascado en sus pensamientos Jordi había llegado a la puerta de la cocina, de donde repentinamente asomó la cabeza de Ana en su intento de controlarlo. Ambos se sobresaltaron y sus caras estuvieron a punto de tocarse. Ana notó el aliento de Jordi y se retiró con un movimiento brusco, repelida. Apestaba.
- Joder, Jordi, aún no he acabado. Vuelve al salón que ahora mismo voy. Te he preparado un poco de leche, ¿creo que es así como te gusta, verdad? Por cierto, ¿desde cuando no te lavas los dientes? Deberías tener más cuidado con estas cosas...
- ¿Los dientes? Pero, ¿a qué viene eso, Ana? ¿Es que no vas a dejar de tocarme los huevos? No has parado ni un momento desde que he llegado. Es que no me das ni un respiro, joder. Que me dejes en paz, que te vayas, que te esfumes... No has escuchado nada de lo que te he dicho. Nada. Te veo muy mal, Jordi, ¿quieres un psiquiatra? Pero bueno, ¿qué coño te pasa? ¿Me has invitado para joderme, para insultarme? ¿Quién esta loco aquí? ¿Sabes una cosa? Es esa puta que vive contigo, que te tiene encoñada. ¿Qué mierda ves en esa desgraciada de metro y medio? Dime, ¡si por no tener, ni siquiera tiene tetas! Y no me digas que ya no te van las pollas porque cuando yo te la metía no tenías ninguna quej...

Jordi no pudo acabar la frase. ¡Bam! Carli había bajado a hurtadillas y después de coger con las dos manos la botella de Chivas que Ana había dejado en la mesa de la cocina le sacudió un fuerte golpe en la espalda, entre los hombros, que le hizo caer de rodillas, como un saco. Ana, que acababa de coger la bandeja con el café, la leche y lo demás, se giró al oír el golpe y asistió horrorizada y sorprendida a la estampa que se le ofrecía. Muda. Paralizada.

El tiempo parecía haberse congelado. Jordi estaba arrodillado y dejaba escapar un gruñido sordo, largo y amenazante. Con una mano se cogía la nuca y con la otra manoteaba en su intento de agarrarse a una silla para levantarse. Estuvo así cuatro, cinco segundos, tambaleándose, ansiando alzar torpemente una rodilla mientras las mujeres permanecían a su lado calladas, con los ojos clavados en él, sin parpadear, una temblorosa, sosteniendo milagrosamente una bandeja llena de cachivaches que no dejaban de tintinear; la otra desquiciada, esgrimiendo en alto, como una maza, la reluciente y achatada botella de Chivas.
- Hijas de la gran putaaa. Bramó Jordi violentamente. Os voy a...
¡Crac! Un segundo impacto en la cabeza, justo por detrás, le quebrantó el occidental y lo lanzó bruscamente hacia delante, pero el brutal choque de la frente con el filo del mármol de la encimera hizo que rebotara para quedarse exactamente como antes; arrodillado, con el torso sorprendentemente erguido. Su cara después de los golpes ofrecía un imagen muy distinta de la habitual. La frente, blanquísima, aparecía dividida transversalmente en dos por un fino surco, un pliegue sanguinolento por encima de las cejas que anunciaba una grave lesión del hueso frontal, quizá su fractura. El ojo izquierdo se había salido de su órbita y parecía a punto de descolgarse mientras el derecho permanecía firmemente cerrado, enterrado entre mil arrugas formadas por los párpados. Por la boca, descomunalmente abierta, se asomaba flácida la lengua, como la un ternero acabado de degollar. Jordi, todavía de rodillas, se balanceó mansamente adelante y atrás antes de dejarse caer en vertical y sentar el culo sobre los talones. Al caer, del fondo de su garganta surgió un ruido ronco y agónico, semejante al producido por un tuberculoso, y al instante, comenzó a escaparse un chorrito de sangre por el resquebrajamiento del hueso del occipucio evocando un dispositivo de riego automático, de esos que se colocan en los jardines. Y por si todo era poco, ¡parecía que la cara, esa cara, se ponía azul! Ana y Carli se miraron incrédulas y horrorizadas, preguntándose, ¿y ahora qué?

Pero, ¿qué rayos mantenía erguido a ese cabrón en tan lamentable estado? ¿Por qué no se desplomaba de puñetera una vez? Y lo cierto es que quizá hubiera podido continuar así durante toda la noche si no es por Carli, que con un tercer porrazo, ahora en plena oreja derecha, lo derrumbó sin paliativos. Jordi cayó como un fardo, medio de costado, y al caer su barbilla fue a golpear contra el borde lateral del respaldo de la silla que instantes antes había tirado al suelo en su intento de levantarse. ¡Ñac! La boca se cerró como un cepo seccionando un colgante de lengua que salió despedido y llegó rebotando como una pelotita de goma hasta el fondo de la cocina. En respuesta Jordi abrió por sorpresa el ojo que le quedaba sano, al menos en apariencia, y comenzó a claquetear compulsivamente con el pie izquierdo.

Ante aquel espectáculo ambas mujeres huyeron de la cocina como si las persiguiera el mismo diablo. Despavoridas, gesticulando como posesas atravesaron a zancadas la casa de lado a lado y salieron trompicadas al jardín comunitario. Desde allí, corriendo sin parar, saltaron los setos del recinto de la piscina como dos gacelas y la bordearon, y no pararon de correr ni siquiera cuando escucharon cerrándose tras ellas el tlac de la puerta metálica que separaba el jardín de la calle. Y todo sin soltar un solo grito, menos mal. Pero allí, junto a un gran plátano, a ocho o diez metros de la entrada al jardín comunitario, o de la salida, como era el caso, tuvieron que frenar en seco porque casi arrollan a don Antonio, su amable vecino ya jubilado, que paseaba a sus caniches. Afortunadamente ni lo tocaron. ¿Qué puñetas hacía don Antonio sacando a mear a sus asquerosos caniches a estas horas, cuando eran cerca de la dos de la madrugada? Pero don Antonio continuó charlando paternalmente con sus perritos como si nada; era bastante sordo y ni siquiera se giró. Por suerte los animales, normalmente unos histéricos insoportables, decidieron ignorarlas enfrascados como estaban en olfatear con ansia obsesiva una plasta de tamaño considerable que poco antes se había encargado de descargar alguno de sus socios. Las chicas no abrieron la boca y mirándose dieron media vuelta y se marcharon por donde habían venido tan silenciosamente como pudieron.

X

«¡Vaya mierda de día! » gritó Ana un instante después de despertase en el suelo, sobresaltada tras caer aparatosamente del sofá y quebrantada como si hubiera rodado escaleras abajo. Le dolía el codo derecho, un dolor agudo, penetrante, que le llegaba hasta el hombro. Y maldijo su suerte al comprobar desolada y cabreada como el té lo salpicaba todo. Y lo peor: la taza había salido volando y se había estrellado contra el suelo rompiéndose en minúsculos pedacitos que se escampaban varios metros a la redonda. Menos mal que el plato y la tetera continuaban milagrosamente intactos gracias a que cayeron sobre la alfombra. Lo cierto es que ya solo quedaban tres tazas de las doce que hubo en su día. Fueron de su abuela y, con esta, Ana ya sumaba en su haber por lo menos siete catástrofes taceras (que de las otras dos nunca hubo pruebas). Y es que Ana empezó muy joven en esto de romper las tazas de la abuela. Incluso Servando llegó a pensar que a su nieta la movía una mano oculta porque no era normal que la nena apareciera siempre en medio del desaguisado que precedía, invariablemente, al sacrificio de una taza. Y quien sabe; a lo mejor tenía razón. Algo debía haber, desde luego, porque la relación de Ana con las tazas estaba lejos de ser normal.

Pero la tarde se echaba encima. Era mediodía, Ana había dormido más de tres horas y probablemente aún seguiría dormida sino fuera por la caída accidental (?) del sofá. El tiempo había cambiado bruscamente; la mañana fresca y luminosa se había transformado en una tarde fría y gris que amagaba con ennegrecerse más y más en muy poco tiempo. Y además amenazaba lluvia y esto en los Mastines nunca se quedaba en simple bravata. Urgía buscar las aspirinas y hacer más té. Y había que volver al garaje y actuar deprisa, no había venido hasta aquí tan apresuradamente para pasar unos días de vacaciones. Luego llamaría a Carli; su inquietud por ella iba en aumento.

Las preocupaciones fueron el mejor remedio para el daño del brazo. Un cuarto de hora más tarde tan solo quedaba un ramalazo sordo y persistente. El té y la aspirina deberían hacer el resto aunque Ana sabía que según avanzara la tarde, ya con el frío más acentuado, el dolor seguramente volvería. Mientras masticaba dos pastillas llenó media taza que bebió de un solo sorbo y fue pensando como resolver el problema que aguardaba en el garaje.
El garaje de los Mastines es algo más que un lugar destinado a guardar el coche. Es una estancia diáfana de más de 200 metros cuadrados con dos grandes puertas y varias ventanas enrejadas que se abren a la explanada. Antes que garaje fue taller, leñera y cuarto de máquinas para el dispositivo de la calefacción, el depósito de gasoil y los cuadros eléctricos... Su abuelo trabajaba aquí y todo continua tal y como él lo dejó antes de morir. También hay un gran banco de carpintero, tres bicicletas y dos enormes congeladores de arcón, ahora vacíos, que en tiempos servían para acumular los víveres que Servando compraba en grandes cantidades.