domingo, 24 de diciembre de 2006

La conjura de los idiotas que molan (cuenta)

Según el Diccionario de la Real Academia un idiota es un individuo corto de entendimiento o falto de instrucción; pero, si además ese individuo es una persona convencida de que vale mucho, ¿qué es lo que tenemos? Pues aunque pudiera parecer mentira alguien así tendrá muchas posibilidades de erigirse en un idiota de éxito, en un idiota molón. Porque el idiotismo, ese tipo de idiotismo, mola desde hace tiempo y no cesa de ganar adeptos; de hecho se ha convertido casi en una religión, pagana desde luego, aunque no por ello menos exigente y tóxica. Los idiotas molones nos rodean, están por todos lados. Te reto a que observes a tu alrededor y descubras alguno; no es nada difícil. Suelen ser gente apañadita que se complace en sonreírnos satisfecha desde el imaginario púlpito de su molicie intelectual y que al menor descuido te estrechan la mano con un movimiento estudiado, ni enérgico ni muelle. El idiota apañado no solo mola, es que hasta podría pasar por encantador si no fuera porque un tarugo envuelto en celofán no deja por ello de ser un tarugo. El peligro está en dejarse seducir por el celofán, o por los abalorios, como indios precolombinos, que no eran nada idiotas pero eran muy precolombinos.

De todos modos, calma, que no cunda el pánico porque en verdad no es para tanto; aunque tampoco deberíamos dormirnos en los laureles. Hay conjurar el peligro y reaccionar contra la idiotez molona sea organizada o vaya por libre, porque sino dentro de unos años puede que ya sea demasiado tarde. ¿Exageraciones? Invito al escéptico a ponerse a prueba regalando a alguien querido un tarugo envuelto en celofán, y no una sola vez sino tres veces consecutivas por lo menos. El resultado, aparte de arriesgarte a que a la tercera con solo ver el paquete te sacudan en la cabeza con él, será la pérdida irremediable de la amistad, de la relación, de la fama o de lo que sea. Puedes dar la pérdida por segura y el descalabro por muy probable. Y es que si regalas tarugos repetidamente acabarás solo, sin remedio, aunque los envuelvas en papel de seda, y además infame, que no sé qué es peor. Pues bien, eso es todo lo que pueden ofrecer los idiotas molones una y otra vez: tarugos adornados, camuflados, embellecidos. Tarugos de Navidad. Tarugos al fin.

El idiota molón suele ser un listillo mayormente afortunado porque, quieras o no, la carrera de idiota molón se te puede ir al traste cuando te rompen la cara un par de veces, ¿verdad? Pero dado el caso no todo estaría perdido. El idiota molón frustrado (o cariroto) tiene bastantes números para acabar convirtiéndose en un enterado, una especie que siendo distinta de la primera comparte con ella numerosos aspectos; a título de ejemplo podríamos decir que se trata de carreras con un primer ciclo común. La genética de lo simplón, posiblemente. El enterado (enterao o enteraillo, son algunas variantes populares) es una inveterada figura del paisaje humano de nuestros pueblos y ciudades que se encontraba algo alicaída y que se ha visto gozosamente beneficiada con el auge de los idiotas molones pues sus filas se nutren con bastantes de los que van quedando en el camino. Pero de los enterados ya hablaremos otro día. Quizá. Ya veremos.

Conozco unos cuantos idiotas molones aunque por fortuna aún son una minoría entre mis conocidos. Suelo encontrármelos a menudo y en los lugares más insospechados. Aconteceres de Girona, la pequeñita, la que enamora. Y los hay de ambos sexos y variadas condiciones. Mira: ellos, en lugar de sexo dirían género, que mola más; para que veas. Estos idiotas pululan donde menos te lo esperas y, ¡zas! aparecen de repente con su tarugo envuelto en celofán dispuestos a encajártelo a la que te pillan despeinado.

Precisamente, hace unas semanas estuve a punto de cargar con un tarugo encelofanado. Fue a la hora del desayuno, en el Rex. La hora del desayuno es sagrada para mi. Muchos años ya de matutinos rendez-vous conmigo mismo, con un café con leche y un croissant como testigos y El País como tercero en advenediza y silenciosa discordia. Un leve alborozo a mi espalda me rescató de una lectura poco complaciente: desde la tribuna que le ofrece regularmente El País el señor Vargas Llosa intentaba por enésima vez convencernos de las bondades del neoliberalismo. Alguien saludaba con efusividad a otra persona y hablaba como si una multitud ahogara cualquier posibilidad de ser escuchada. Era la voz de una mujer que acababa de entrar acompañada por alguien a quien en cambio a penas se oía. En el Rex a esa hora solo se escucha el ruido de la cafetera y una música que a veces es estupenda y otras espantosa porque la bondad musical depende del camarero que llega antes al reproductor de CD; que se le va a hacer, en eso no tienen término medio pero lo compensan largamente con los croissants, que son casi franceses. Pues bien; allí estaba ella, oculta en el anonimato de mi retaguardia, jubilosamente entretenida en saludar a los camareros y a varios clientes a quienes presumiblemente debía conocer. Bla, bla, bla hasta que llegó a la altura de mi mesa y por fin pude saber quien era. “Hola Joan, com estàs? Què? Què diu el diari? I la feina que tal, bé? Me’n alegro, me’n alegro”. Lo largó todo de una tirada mientras yo, asombrado y mudo, observaba sin poder parpadear la radiante cara de felicidad de mi inesperada, eufórica y ametrallante amiga. Por mi parte solo tuve tiempo de decir hola porque cuando quise añadir algún convencionalismo más la chica ya había pasado a la mesa de enfrente con el mismo desparpajo alegre y parlanchín para repetir ruidosamente el mismo ritual. En menos de un suspiro acabó su periplo y regresó a la mesa de su acompañante como quien regresa victorioso de una enconada contienda. Ni siquiera me miró al pasar de nuevo a mi lado. En el espacio que alcanzaba mi campo visual tan solo dejó de saludar a una señora que observaba impertérrita el espectáculo que se le ofrecía. Y es que contando la mía se paró en tres mesas a las que cabría sumar las mesas saludadas a mis espaldas. ¿Dos, tres mesas más? Nuestra bulliciosa visitante era una chica feliz, sin duda alguna. Y así, feliz, continuó durante el ratito que estuvo en el Rex antes de marcharse tan ruidosamente como entró. Ignoro si llegó a tomarse algo porque mi posición me impedía verla, pero de lo que si doy fe es que no dejó de hablar ni por un instante. De poco me fue ese día; con tanto celofán casi me quedo el tarugo.

Pocos días más tarde aunque ahora en la Llibreria, pude asistir a la repetición del espectáculo. No podía dar crédito a mi suerte. En esta ocasión no supe cuando entró la muchacha; simplemente la localicé en pleno proceso saludatorio. La Llibreria es mucho más grande que el Rex y mi mesa estaba en un rincón así que pude seguirla con la mirada hasta que ella también me vio; entonces sonreí y le hice un leve gesto con la mano. Ella respondió con un gesto parecido y tras entretenerse unos minutos con la dueña del bar y con una camarera optó por marcharse. Pero ese día no me encontraba solo y alguien entre los que me acompañaban se interesó por la chica y por la razón de esa sonrisa tonta que se asomaba a mi cara sin que yo mismo fuera consciente. Y lo expliqué. Y lo escucharon. Y hubo quien se santiguó porque conocía a la chica tan bien como yo, y eso dice mucho de un ateo recalcitrante. Y durante unos instantes se nos quedó a todos cara de bobo. Era el tarugo encelofanado. Ahora si.

jueves, 30 de noviembre de 2006

Trabajar es un placer, a veces (cuenta)

Con solo verlo he sabido que hoy sería diferente. Conrad ha llegado con la sonrisa puesta y su andar a lo House, el brazo izquierdo aparatosamente envuelto en una gruesa chaqueta de punto gris y la carpeta de siempre en el derecho. Ha debido esperar un poco porque a la hora que tenía concertada la cita aún no había marchado la clienta que le precedía; casi media hora de retraso que a pesar de todo no ha conseguido borrar la sonrisa de su cara. Cuando fui a recibirlo lo encontré solo en la sala de espera, sentado y con sus cosas esparcidas sobre una mesa, entretenido con un aparatito que parecía un walkman. “Hola Conrad, lamento haberte hecho esperar pero ha sido inevitable. ¿Me acompañas al despacho?”

Conrad vive solo, tiene alrededor de 37 ó 38 años y desde hace un par de meses viene a charlar un rato cada miércoles a las once. Es un tipo con algo especial y la suya es una historia conmovedora, hermosa y terrible al mismo tiempo. Cuando vino por primera vez lo hizo acompañado de su hermano pero para mí no era un desconocido ni mucho menos, o no lo era del todo. Hace algunos años solía encontrármelo cada mañana en el Boira más o menos a las ocho, acomodado junto a la única mesa redonda del bar con su café con leche y El Punt entre las manos. Recuerdo que solía levantarse a menudo para cambiar de periódico con su andar raro y el semblante serio, entre concentrado y molesto. Por entonces me parecía un individuo curioso con apariencia de científico atribulado. También creo recordar un bastón, aunque no estoy muy seguro. Cuando yo entraba en el Boira él ya estaba allí, y si por caualidad aún no había llegado no tardaba más de unos minutos, siempre, sistemáticamente. Media hora más tarde él seguía ensimismado hojeando el periódico de turno cuando yo me marchaba; en mi memoria aparece alguna vez enredado con las páginas del periódico. Hubo ocasiones, justo antes de pagar mi desayuno - la caja y su mesa eran vecinas -, que llegué a cruzar alguna mirada con él. Fugaz, desde luego. Pero yo, cosas de una camarera tan incompetente como malcarada, cambié el Boira por l'Arcada y acabé olvidándome del personaje. Y así fue hasta el pasado mes de septiembre, cuando Conrad y su hermano aparecieron por mi despacho interesándose en saber si el primero podría acogerse a algún programa asistencial habida cuenta de la situación de precariedad en la que se encontraba desde hacía tiempo. Y es que Conrad es pensionista de invalidez y la pensión a duras penas le permite llegar a final de mes, casi casi como la señora Esperanza Aguirre, dicho sea sin ánimo de comparar pues como es público y notorio los problemas de la señora Aguirre para llegar a final de mes son verdaderamente importantes. Cosas de los techos altos, ya se sabe.

Pero, ¿quien es Conrad, y qué le hace especial? Conrad es víctima de circumstancias tan dispares como adversas; pero, cuidado, porque no es víctima de si mismo ni mucho menos. Es justamente lo contrario. Conrad es un músico frustrado; un excelente músico frustrado por la irresponsabilidad homicida de un automovilista ebrio que una madrugada embistió su coche y lo envió a él a la UVI y su futuro al limbo. Conrad es contrabajista; acabados sus estudios en España marchó a Suiza y obtuvo el grado de virtuoso con el número dos de su promoción - equivalente al doctorado universitario en cualquier otra área del conocimiento - en un reputado conservatorio de Basilea. Trabajó en Alemania y tenía unas excelentes expectativas de crecimiento personal y profesional hasta que un hijo de puta, pronto hará diez años, lo retiró como músico y lo relegó a la periferia de la sociedad, lejos, allí donde cohabitan sin remedio los modestos con los molestos. Conrad salvo la vida milagrosamente pero las secuelas lo han convertido en un hombre adolescente; la incapacidad es física y intelectual. Su cuerpo ha resistido maltrecho y su cerebro sufre lo que él llama desconexiones, causadas - me explica - por coágulos que impiden un correcto riego sanguíneo. Hoy, Conrad maneja como un artesano un instrumento en el que llegó a ser un maestro y vive de una modesta pensión no contributiva mientras el borracho que cambió el curso de su vida probablemente ya ni se acuerde del episodio.

Conrad y yo hablamos de sus problemas, de su estado anímico, de sus expectativas..., pero también hablamos de política, de libros, de cine - lo cierto es que va poco, prefiere el DVD. Y de música, claro; a veces se entusiasma y otras prefiere cambiar de asunto. A ambos nos gusta el Barroco; yo saco el tema y él me ilustra. Un placer observarlo y escucharlo; se apasiona. Conrad quiere aprender cosas, muchas cosas. Hace un curso de introducción a la informática que le va regular, también yoga y meditación, y lee a Alfred Tomatis. Y por supuesto, quiere trabajar en algo. De conserje, de acomodador en el teatro..., cosas así dice él, que no le exijan muchas horas y que le permitan hablar y relacionarse con la gente. Y tiene problemas, claro: económicos, de vivienda - pronto finalizará el contrato de alquiler y teme, no sin razón, que le propongan renovar con una renta que no pueda pagar. Y dudas, inquietudes y miedos, como casi todo el mundo.

Pero hoy, con solo verlo, he sabido que nuestro encuentro sería diferente. Nada más entrar en el despacho Conrad ha desvelado lo que ocultaba bajo la gruesa chaqueta de punto: era una copa de cava. Observo, tomo nota mental y procedemos como de costumbre. Él se sienta al otro lado de la mesa y esparce ordenadamente sus cosas: el pen drive donde guarda sus escritos y otros archivos, la carpeta de plástico transparente con papeles diversos y algun folleto, su walkman, su teléfono de última generación... y hoy, claro está, su copa de cava. Por mi parte coloco la pantalla del ordenador en situación visible para ambos - está muy interesado en internet y en ocasiones buscamos reseñas de libros, alguna traducción, recursos educativos o formativos... La entrevista sigue los cánones establecidos por la costumbre; una primera y breve conversación sobre asuntos banales nos lleva al curso de informática: Conrad esperaba algo distinto y se siente un poco decepcionado, pero es un hombre acostumbrado a la disciplina y asiste puntualmente cada día de clase. Y son tres horas por sesión. Mientras los demás ensayan el excel o el powerpoint bajo la supervisión del profesor él se evade y viaja mentalmente; o machaca el word, que es su alternativa a la huída mental. Conrad acude siempre a clase y allí se queda, sentado ante la pantalla las tres horas con el intervalo de un cuarto. Aunque lo cierto es que va y viene y su mente entra y sale constantemente. A pesar de todo esta experiencia le está resultando extremadamente provechosa. Me cuenta que aprende por igual cuando atiende las indicaciones del profesor que cuando no es así, es decir cuando vuela; y lo explica con detalle y con el sentido común que solo puede tener alguien muy inteligente. Y yo estoy de acuerdo con él. Aprende cosas distintas desde luego, pero aprende.

Después del obligado entremés informático - Conrad necesita ponerme al corriente - suelo imprimir un giro a la conversación para dirigirla hacia aspectos más prosaicos de su vida cotidiana, pero hoy no podía ser así. "Oye, Conrad, ¿donde vas con la copa? Me tienes intrigado". Y me lo ha explicado.

Conrad se ha propuesto crear su propia tarjeta de felicitación navideña. Me indica qué archivo del pen drive debo abrir y una vez abierto el documento la pantalla nos muestra una composición en tres partes: la primera es un icono navideño que representa el pesebre bajo un cielo estrellado acompañado del título de un cuento; la segunda es el propio cuento, la conocida historia de dos ranas debatiéndose entre la nata (creo intuir por algún lado al charlatán de Bucay); y la tercera debe ser una foto, su propia foto brindando por la navidad, por el nuevo año, o por otra cosa diferente porque Conrad aún no ha tomado una decisión sobre el asunto.

El debe ser; esa era la cuestión. Conrad había pedido una copa prestada en el Boira - al oírlo concluyo, algo avergonzado al recordar mi propia experiencia, que ni siquiera la madre de todas las estulticias disfrazada de camarera podría con él - con la intención de hacerse una foto brindando y trasladarla después a su tarjeta de felicitación. Y aquí es donde entro yo en sus planes. Conrad baja un poco la voz y me pregunta si puedo hacerle una foto con la cámara de su teléfono móvil. Dos segundos de perplejidad y... ¡claro que si! Me pareció genial, así que salimos del despacho de las entrevistas y pasamos al de trabajo, justo al lado, donde tengo una lámpara halógena que por potencia pasaría por un foco de estudio. Pero no teníamos cava. Disponíamos tan solo de una triste copa vacía y para hacer convincente el brindis necesitábamos algo con que brindar. Quizá agua con algo más. Con cocacola, si; la proporción justa hasta llegar al tono freixenet adecuado. Perfecto. Ya teníamos luz, cámara y cocacola con agua. Lo suficiente.

Y mira por donde me encuentro haciéndole un book a Conrad. De pie, sonriendo mientras levantaba la copa: foto de medio cuerpo. Ahora casi de perfil y algo más serio: perfecto. A ver; sentado, con la misma sonrisa de antes..., eso es. Levanta más la copa, hombre. No tanto, no tanto. Muy bien. Y una más; y otra... Ambos lo pasamos estupendamente. Conrad resulta muy fotogénico; siempre sale bien el bandido. Que suerte tiene. Y que suerte la mía, desde luego. A veces trabajar es un placer, y eso en mi profesión es algo de lo que no puedo ufanarme cada día. Que más querría yo.

viernes, 17 de noviembre de 2006

La mala educación y el tiempo (cuenta)

Hoy, por fin, el tiempo comienza a mejorar. Amenaza con llover y ya era hora; ojalá acabe siendo algo más que una amenaza y con la lluvia también bajen un poco las temperaturas. Por lo general me sienta mal el calor, sobretodo el calor fuera de contexto. Y es que a tocar de diciembre me deprime que ni siquiera haga fresco por las noches. Entiendo que el frío es un buen catalizador para muchas cosas; la reflexión, el recuerdo... y también para el sentido del humor. Para lo que yo interpreto por sentido del humor, claro está, que es algo que dista bastante de lo que quizá pudieran representar (y no estoy muy seguro, después de todo) Chiquito de la Calzada o los Morancos, por ejemplo. El frío, cuando aprieta un poco y lo hace con algo de continuidad, tiene una incidencia en la conducta de la gente que se ve y se nota. Entre otras cosas mejora eso que a veces llamamos armonía social, es decir, la relación calidad-precio del producto resultante de la colisión entre dos modelos o sistemas relacionales: uno basado en la práctica generalizada de hábitos sociales civilizados y otro basado en su desconocimiento, o en la relajación interesada de los mismos, que viene a ser igual. Se diría que con el frío la mala educación se contrae, se arruga y busca refugio, contrariamente a lo que sucede con el calor, que desata la lengua y anima a los habituales de los malos modos. Resulta paradógico comprovar como la mala educación es friolera por naturaleza, casi, casi, como el buen buen humor. Porque el mal buen humor es algo sensiblemente distinto, no nos engañemos. Es posible que esto no sea más que una torpe manera de ver las cosas, pero así es como lo veo y lo vivo. Y así es como me gustaría que fuera en realidad.

viernes, 10 de noviembre de 2006

Sociedad anónima (cuenta)

Esta mañana, muy temprano, tuve ocasión de cruzar unas palabras con un viejo conocido. Ocurrió en el puente de Sant Agustí y no fueron más de tres o cuatro minutos que a pesar de todo me llenaron de una inesperada alegría. Al verlo a lo lejos, uno a cada lado del puente, mi primera intención fue ignorarlo pensando que él haría exactamente lo mismo; pasaríamos el uno junto al otro sin mirarnos, como habíamos hecho en ocasiones precedentes. Pero hoy ha sido diferente. De aquí mi alegría y sobretodo mi sorpresa.

Cuando caminas por una ciudad tan pequeña como Girona siempre ves la misma gente si es que quieres verla. Casi todo el mundo circula por el mismo sitio y ocupa los mismos espacios de manera que el factor tiempo es la variable que determina o condiciona cualquier posible encuentro. Unos madrugan más que otros a la hora de trabajar, de comprar, de comer, de divertirse... y esto es lo que influye verdaderamente en la regulación del tráfico de encuentros; y lo que los decide, claro. Cuando formas parte de un engranaje como este desarrollas un curioso mecanismo que permite ver o no ver las personas en función del interés que te mueve en aquel momento preciso, haciendo de esa práctica, que es colectiva, una peculiar virtud que pasa a formar parte de tu carácter, del carácter de la gente, sobretodo la que ha nacido y crecido en ciudades pequeñas. En resumen, que aquí uno solo ve por la calle a quien quiere ver y solo se ven los que quieren verse. Y esto cuenta hasta para la família. Mi problema es que yo vengo de Barcelona y veo a todo el mundo. No puedo evitarlo, o no sé; ves a saber. Hasta hoy mismo esta es la única actitud que ha contado en mi práctica cotidiana. Pero no me rindo, quiero aprender, mejorar, porque no puedo pasarme la vida disimulando y hacendo ver que no veo. Al final alguien se va a dar cuenta y se incomodará. ¿Qué hace ese, viéndome, cuando yo a él no lo veo? Difícil papeleta. ¡Qué complicado es eso del anonimato!

En las grandes ciudades cuando vas por la calle lo corriente es no ver a nadie ni aun queriendo; el anonimato es una cualidad que en esos lugares viene instalada por defecto y eso influye en la forma de ser de la gente y en manera de construir las relaciones sociales: por lo general más abiertas y menos intensas. Superficiales muchas veces, al mejor estilo americano. Mientras en Barcelona el anonimato crece solo y forma parte tanto del paisaje como del paisanaje urbanos, en Girona debe cultivarse con esmero y con tesón, y aun así el resultado parece estar lejos del pretendido. Lo digo después de observar el empeño que la gente pone en la empresa, a todas luces desproporcionado en vista de la ganancia. En Girona el deseo de anonimato nunca llega a ser satisfecho del todo y por eso es anhelado apasionadamente, a diferencia de Barcelona, donde no exige ningún esfuerzo y no se aprecia como debiera.

Ahora te veo, aunque no sé si te veré mañana. En esto se resume la cuestión, y claro, de buenas a primeras es muy posible que esta práctica social pueda parecer poco civilizada al forastero; pero aun así haría mal en juzgar precipitadamente porque si observa el asunto con detenimiento pronto descubrirá que se encuentra ante la sublimación de un sistema donde la dificultad para salvaguardar el anonimato hace que se confundan irremediablemente las relaciones sociales con los intereses sociales. A su vez, esto también explica la entrada en concurso de otro elemento que suele modular, y en ocasiones hasta el exceso, lo que comúnmente se conoce por buenas maneras: me refiero a la “conveniencia”. Por lo demás y a lo que parece, la conveniencia suele estar reñida con la apariencia. Aquí por lo menos.

Si de mi caso hablamos, las cosas resultan aún más complicadas si cabe. Soy asistente social y mi larga carrera profesional en Girona me ha dado oportunidad de “conocer” alrededor de dos mil personas con sus dos mil vicisitudes. Y estoy convencido de hacer una estimación bastante prudente. Esto, en potencia, nos sitúa ante un cuadro donde dos mil y un individuos con sus dos mil y una vicisitudes circulan por los mismos sitios discriminados tan solo por el factor tiempo. Quizá un reto fácil para un estadístico, pero yo soy de letras y además de Barcelona, y gestiono mal la situación por mi escasa destreza para manejarme en el complejo arte de la esgrima social que insinuaba hace un rato, al parecer solo apto para nativos y finos estilistas. Tan difícil que han sido muchas las veces que en torpe emulación socrática he cuestionado seriamente mi propia habilidad para desenvolverme con la soltura que exige un entorno tan particular, porque ¿qué sería lo conveniente en mi situación? Es más, ¿dónde se encuentra el punto de equilibrio entre la necesidad de salvaguardar la intimidad mental y emocional de los dos mil uno, obviamente vestida de anonimato, y la necesidad, tan importante como la primera, de relacionarse educadamente en lo que podríamos llamar, un entorno de civilidad? Y añado más, ¿pueden ignorarse mutuamente dos personas un día, saludarse y charlar como si nada al día siguiente e ignorarse de nuevo un día más tarde, sin que esta práctica ponga en solfa tus principios cívico-éticos? ¿Si? ¿Sin siquiera un… buenos días, para los días que toca ignorancia?

La respuesta, por sorprendente que parezca, solo puede ser afirmativa. Y en cuanto a la explicación, esta surgirá sola a poco que se piense en el asunto, aunque sea por breves minutos.

sábado, 4 de noviembre de 2006

El agresor sin nabo (cuenta)

El pasado jueves tuve ocasión de asistir a un espectáculo que no me atrevo a calificar. Una mujer de unos cuarenta años afeó la conducta de un cretino del volante; medio minuto más tarde el descerebrado cortó el paso a la señora y bajó del coche con intención de agredirla, algo que puedo presumir sin temor a equivocarme por el tenor de los puñetazos que propinaba al cristal de la ventanilla del coche de su víctima y por las patadas que le arreaba a la puerta. Pero la agresión física directa no se produjo porque la mujer tuvo la precaución de encerrarse en su coche y porque varios testigos de la hazaña, todos motorizados, nos detuvimos también y empezamos a golpear el claxon y a recordarle al valiente que también tiene familia; todo el mundo se acordó de su madre. La reacción del letrado (un individuo moreno de treinta o treinta y cinco años, más o menos de un metro setenta y con el pelo engominado hacia arriba) fue bajarse los pantalones para convidarnos a comerle un apéndice microscópico que él llamaba "nabo" y que presumiblemente debía ser su polla porque insistía en señalar como un poseso donde los hombres solemos tenerla. El jaleo que se produjo fue de órdago: el desgraciado tenía una pollita infantil, algo que algunos de los presentes aprovecharon para sacar partido del asunto; ¿nabo? ¿qué nabo? ¿alguien ha visto un nabo? El pobre gilipollas (y esto aquí encaja perfectamente) no fue verdaderamente consciente de lo que había hecho hasta ese momento. Mientras todo esto ocurría, algunos dejamos el coche a un lado y nos bajamos para poner fin al asunto al tiempo que el valiente agresor de mujeres corría hasta su coche a trompicones, sujetados los pantalones con las manos, para salir pitando, literalmente. ¿Que pensó el mamarracho, que iríamos por él? Llegamos al coche de la mujer y entonces ella también bajó, asustada y algo llorosa, para agradecer nuestra ayuda. Y viendo que todavía durava el rescoldo del supuesto nabo tardó poco en sumarse al alboroto, feliz y amargo al mismo tiempo. Escasos minutos después todo el mundo siguió su camino. Cuando me iba no podía dejar de pensar en el episodio que había tenido ocasión de vivir; sobretodo recordaba las palabras de la víctima. Nos dijo que nunca había pasado tanto miedo en su vida y que a punto había estado de mearse encima. A esta mujer nadie le quitará el trauma sufrido y además deberá hacerse cargo de los desperfectos causados por el cretino en la puerta de su vehículo. Me pregunto que habría pasado si nadie se hubiera parado para impedir que el loco actuase a sus anchas. Me asusta pensarlo; estoy por creer que si ese energúmeno hubiera tenido una pistola a mano le hubiera pegado dos tiros a la pobre mujer cuya única falta fue afearle su agresividad al volante, y con toda justicia.

Todo esto ocurrió en Girona cuando aún no eran las cinco de la tarde, cerca del recinto de Fires, justo antes de llegar al puente de la Barca en dirección al centro. La cosa no duró más de cinco o seis minutos y nadie, desgraciadamente, tomó nota de la matrícula del Opel Astra negro que conducía el hijo de puta sin polla.

jueves, 2 de noviembre de 2006

The battle of evermore (cuenta)

Son las 11 de la mañana y es miércoles, el día de ir a votar l'Estatut. Me encuentro en la terraza, sentado tranquilamente mientras navego y divago un poco, Led Zeppelin 4 en el auricular, “The battle of evermore”, The Wall a la espera y todos los Cohen en el coche, maldita sea. Tres tazas de té entre pecho y espalda y de vez en cuando alguna mirada en dirección a las puertas de l’instituto, a no más de cuarenta o cincuenta metros de donde estoy, hoy, que se ha despertado vestido de colegio electoral. Veo entrar muy poca gente pero aún es temprano, supongo. Hace dos o tres años mi hija todavía estudiaba allí, genial “Stairway to Heaven”, y desde entonces sólo vuelvo para las citas electorales. Se trata de un instituto relativamente nuevo y grande, de una sola planta. Desde la terraza la impresión triste y desolada que hoy produce el recinto se aleja tanto de la imagen bulliciosa que ofrece los días de clase que muy bien podría decirse que se trata de lugares diferentes. Al traspasar la puerta te encuentras sumergido en un decorado listo para filmar las típicas y estúpidas películas norteamericanas de adolescentes, “Going to California”. El té se enfría y mi gata hoy está como el tiempo, un poco “tonta”; no cesa de reclamar mi atención. La gata tiene 48 años “gatunos” aunque no lo parece, está hecha una buena pieza y es bastante más inteligente que mucha gente que conozco. Se ha acabado el 4 de Led Zeppelin pero no quiero poner Pink Floyd sin escuchar de nuevo “The battle...”; suena como Supertramp y Supertramp siempre me ha gustado. Quizá más tarde vaya a buscar algo de esa gente.

Hace ya tiempo que no necesito reflexionar demasiado antes de ir a votar. Tiempo atrás solía valorar entre las diversas opciones de izquierda antes de decidirme por la propuesta que me parecía más ambiciosa o más práctica, más valiente, más inteligente... qué se yo. Ahora en cambio ya no tengo necesidad de hacer cábalas y todo se lo debo al esforzado señor Aznar y la pandila de descerebrados a los que dio el relevo justo a tiempo de perder las elecciones. Ahora voto pensando en fastidiar al PP con la expectativa, y ojalá fuera realista, de que nunca más vuelvan al poder. Es verdad que en Cataluña apenas sufrimos PP (el ruido nos llega desde lejos y eso peturba menos) pero a cambio padecemos CiU, "algo" muy parecido en el fondo aunque las formas pudieran indicar otra cosa. Antes votaba con el corazón y esto a menudo me conducía a opciones irrelevantes en la práctica aunque significativas por lo que representaban desde un punto de vista testimonial; mi voto era un lujo democrático que ahora, desgraciadamente, ya no me puedo permitir. Hace rato que suena “The Wall” en mi cabeza; y está bien. Y parece que la tramontana pide permiso para pasar. Que pase; a mí me gusta.

miércoles, 4 de octubre de 2006

Plan de ahorros (cuenta)

Empiezo a preguntarme cual será el precio que acabaremos pagando por asistir como convidados de piedra al espectáculo cirquense que insisten en ofrecernos día tras día determinadas tribunas políticas y mediáticas. La impunidad con la que actúan los descerebrados que se empeñan en agitar temerariamente las banderas de la mentira y la difamación, del odio en definitiva, me indigna, me hiere. La doblez de sentimientos comienza a resultar inevitable y la confusión y las ganas de abandonarse al impulso de lo más primario representa ya una amenaza tangible incluso para las mentes más lúcidas. Y es que también el pensamiento acabará desistiendo, emborronado, asfixiado bajo el peso de la rabia.

Aquellos que hayan dejado atrás los cuarenta podrán reconocer fácilmente lo que está ocurriendo; es tan simple como estremecedor, es el dejà vu de una pesadilla en blanco y negro. Rememorando tiempos no tan lejanos, la “insensatez organizada” se esmera en imponer y extender una práctica política tan execrable como peligrosa donde la falta absoluta de reconocimiento del otro y la ignorancia interesada de la noción del respeto mutuo constituyen la parte esencial de su discurso; y en el colmo de la desvergüenza pretenden generalizar como único principio de actuación válido la destrucción del adversario, en un juego tan soez como insensato que nada tiene que ver con la legítima confrontación de intereses que permite el escenario democrático.

Observando como actúan estos sujetos no puedo evitar evocar con cierta angustia la total ausencia de escrúpulos, la mugre política y cultural de los últimos años del franquismo ―que de los otros mejor no hablar― y de los años de la llamada transición; imagino que es aquí donde cabe buscar la causa de la miseria moral en la que han sido amamantados personajes tan siniestros como Zaplana, Jiménez Losantos, Alcaraz... y tantos otros.

¿Qué acabará constándonos todo esto? Si nadie reacciona lo mejor será que comencemos a ahorrar cuanto antes porque el precio será muy caro.

viernes, 22 de septiembre de 2006

Cada miércoles, café (cuenta)

¿Qué es una costumbre, y por qué costará tanto romperla? Últimamente me hago estas preguntas u otras parecidas con excesiva frecuencia; de hecho suelo verme en esta tesitura cada miércoles por la mañana más o menos a las nueve, momentos antes de encaminarme a la cafetería para encontrarme con un grupo de compañeros y compañeras de trabajo para compartir un cortado mientras charlamos un rato. La idea de conversar con un café de por medio siempre me ha resultado interesante; en mi recuerdo puedo encontrar momentos extraordinarios comentando irónicamente algún asunto, debatiendo con pasión o argumentando plácidamente....., en compañía de amigos y amigas. Un placer que desgraciadamente resulta cada vez menos frecuente porque cuando menos en apariencia, la gente, la mayoría de la gente, ya no suele estar para estas zarandajas. Pero, la cosa está en que el café de los miércoles ya no me motiva, me aburre. El miércoles-café languidece, triste, banal, innecesario al fin. Querría dejar de ir pero algo me impide ser consecuente conmigo mismo. Y empiezo a sentirme fastidiado.

Pero esto no siempre ha sido así. La rutina de los miércoles-café nació hace cinco o seis años entre un grupo de compañeros de trabajo que necesitábamos disponer de un espacio para compartir las calamidades propias de una profesión que nos obliga a meter las manos en las miserias ajenas demasiado a menudo. La idea era encontrarse durante un rato y dentro de lo posible pasarlo bien. Hablábamos de cine, de libros, a veces de música..., también de política de vez en cuando, porque del trabajo sólo estaba permitido hablar si era para reírnos a expensas de la institución que nos paga, de la clientela o de nuestras propias torpezas en un ejercicio d’autocrítica tan necesario como reparador.

Pero de un tiempo aquí las cosas parecen ir a la deriva; se han vuelto algo prosaicas, qu’on dirait. Nuevas incorporaciones sumadas a las espantadas de algunos miembros con solera han desnaturalizado el miércoles-café para dejarlo en una aburrida reunión desprovista del mínimo interés. La prueba está en qué últimamente el hilo conductor del encuentro suele ser precisamente el trabajo, y no en clave d’ironía, desgraciadamente. Que horror. Y con el aburrimiento han aparecido los silencios, que son sepultados con sandeces propias de adolescentes. Todo hace indicar que el espíritu de la tertulia nos ha dejado definitivamente para buscar un lugar más acogedor, dónde sepan apreciarlo en lo que vale.
Cada miércoles llegadas las nueve me hago la misma pregunta, pero no falto. Y al concluir la reunión me juro que ya no vuelvo. Pero ahí se acaba todo; no hago nada más. La rutina.