lunes, 17 de septiembre de 2007

La última casilla IV (cuento)

VI

El descenso del puerto del Verá exige prestar mucha atención para no pasarse el sendero que lleva a los Mastines, pero Ana conoce perfectamente el recorrido. Son casi las nueve y media y el camino rural parece tocar a su fin. La espesura ha ido despejándose poco a poco dejando a la vista una estrecha y ondulada llanura salpicada de restos ruinosos de adobe, piedra y madera podrida. Tras sortearlos con algo de dificultad el Mazda se ha parado al llegar a un muro, justo delante de un vetusto portón oscuro cerrado a cal y canto; el motor del coche no deja de ronronear suavemente mientras Ana retira la cadena herrumbrosa que lo mantiene afianzado. Este portón franquea el paso a una polvorienta explanada cuyo perímetro está protegido por un muro de dos metros y medio de altura invadido en algunos tramos por una masa verduzca que recuerda la hiedra. Dentro del recinto, ocupando la práctica totalidad del cuadrante superior derecho cuando es observada desde el portón de entrada, se levanta la casa, un cuerpo central de dos plantas con dos estructuras anexas, una a cada lado y de una sola planta, casi gemelas, que acogen el viejo molino de aceite y lo que fueron las cuadras, ahora transformadas en garaje. Todo el conjunto se encuentra perfectamente conservado gracias a que Servando dedicara el último tercio de su vida a dar vida a un lugar que siempre arrastró fama de maldito y cuyas leyendas sirven, todavía hoy, para asustar a los niños traviesos de la región. También hay un pozo hondo y seco cuya boca, casi a ras de suelo, permanece cubierta con dos robustas planchas metálicas que alejan la posibilidad de cualquier accidente. Nadie recuerda que este pozo sirviera nunca para apagar la sed de un cristiano, pero ahí sigue. Los vecinos más piadosos de Caralta cuentan que este negro agujero acoge las almas de los milicianos masacrados en el treinta y ocho, todos ateos, todos anarquistas. Todos condenados. También se dice que en las noches más frías de invierno sus espectros se concentran en la explanada para encender un fuego con el que calentarse. Pero las conciencias pías de Caralta se equivocan al menos en un punto. Y es que el fuego de los Mastines se remonta a tiempos tan remotos como olvidados. Antes de los milicianos frioleros ajusticiados después de muertos, hubo frailes frioleros ahorcados como illuminati por otros no menos iluminados que ellos; y aún antes, por haber hubo hasta brujas frioleras ajusticiadas gracias a la impagable intercesión del Santo Oficio. Y con estas no se acaban los frioleros. En los Mastines siempre hizo mucho frío.

El coche avanzó pesadamente por la explanada hasta detenerse ante el emparrado que precede la puerta principal de la casa. Hace por lo menos cinco años que ni Ana ni su madre pasan unos días aquí, aunque nadie lo diría gracias a que Antonia se desplaza cada martes desde Caralta para ventilar y procurar que todo siga en orden. Y lo cierto es que una vez ventilada y recogidos los lienzos blancos que normalmente cubren los principales muebles, solo la fina capa de polvo acumulada en el escaso mobiliario desprotegido podría delatar que la casa permanece normalmente deshabitada.

Lo primero que hizo Ana fue abrir de par en par las ventanas del salón y retirar todas las telas que encontró a su paso de camino a la cocina, donde puso a calentar agua en un cazo. Luego salió de nuevo para cerrar el portón y meter el coche en el garaje, y volvió a la cocina justo a tiempo para verter el agua hirviente en la tetera. Apenas hacía diez minutos que había llegado y ya estaba tumbada en el viejo diván de su abuelo, descansando y disfrutando del silencio mientras la taza de té se enfriaba, complacida en observar el caprichoso ballet de visillos azules que colgaban de las ventanas. Y fue inevitable, poco a poco fue invadiéndole una tristeza profunda, sosegada. Los recuerdos iban y venían atropelladamente uno tras otro; viejos recuerdos de vacaciones adolescentes revueltos con otros mucho más recientes y bastante menos gratos. La lagartija del estomago que despertaba de nuevo y el té, que se enfría. Pero Ana no pudo vencer al agotamiento y quedó dormida a pesar del creciente malestar que le invadía. Vaya mierda de noche, fue su último pensamiento coherente.

VII

Al saber que Ana se retrasaría Carli cenó sola; además, tenía prisa porque esta noche tenía reunión de comité de la Plataforma y la esperaban a las diez y media. A pesar de todo se encontraron en la puerta del garaje de casa, entrando una y saliendo la otra. Ana debió recular para permitir que el Micra de Carli pudiera pasar. Carli franqueó la puerta levadiza pero se detuvo a la altura del Mazda, puso el freno de mano y salió del coche. No quería despedirse con un simple gesto. No era de su estilo.
- Hola guapa. Te he preparado una ensalada para cenar, y en el frigo todavía quedan fetuchinis; solo hay que añadir más salsa. Yo únicamente he cenado fruta. Bueno, ¿como te ha ido? ¿A qué se ha debido el retraso?
- Bien, todo iba muy bien hasta que apareció Jordi. Fue justo a la hora de cerrar.
- ¿Otra vez? ¿Y qué, te molestó?
- Como siempre. Esta vez le di cincuenta y se conformó.
Ana resumió a Carli lo que había pasado. También le dijo que había estado reflexionando detenidamente y que había decidido hablar en serio con Jordi. Esta noche lo había invitado a venir para dejar las cosas claras. De una vez por todas. Era necesario afrontar el problema ya, de inmediato. Cuanto antes mejor.
- Pero... ¿Cómo has podido invitarlo a casa? ¿Estás loca? Y todavía lo entiendo menos después de lo que me acabas de explicar. De verdad, creo que has perdido el sentido común Ana. Y, ¿qué piensas hacer?
- Mira, no puedo quedarme con los brazos cruzados esperando a ver qué ocurre. Me niego a continuar así. Pienso hablar con él muy seriamente; creo que podemos llegar a un acuerdo. Le ofreceré dinero si hace falta.
- ¿Dinero? Pero, ¿dónde tienes la cabeza? Ese tío es un cabrón que solo quiere joderte. Tienes que denunciarlo y olvidarte de lo demás, y tienes que hacerlo ya. Te acosa, ¿no te das cuenta? Cada vez que le permites una le das ánimo para montarte la siguiente.
- Creo que podré entenderme con él, no te preocupes. Antes era razonable...
- Jordi es un borracho sin remedio. Y antes tampoco era razonable, Ana. ¿Acaso lo has olvidado? Cuando vivías con él eras una desgraciada. Jordi siempre ha sido un mierda, un maltratador. Te hará daño. Más daño.

Carli lo sabía de primera mano; ella también había tenido que soportar su acoso. Un día se presentó en la escuela primaria donde trabaja como administrativa y allí, en el distribuidor que da acceso a las clases y ante un nutrido grupo de niños y niñas, la puso de vuelta y media. La sujetó por los hombros, la insultó y la llamó bollera y otras lindezas. También intentó agredir al bedel y a un compañero de Carli que acudieron alarmados por el griterío, y solo accedió a marcharse cuando la directora del centro hizo ademán de llamar a la policía. Tras un acalorado debate entre la dirección y el claustro, se optó por no presentar denuncia en el convencimiento de que entonces el escándalo público sería inevitable.
- No puedo dejarte sola con él. No quiero. Me quedo.
- Pero yo prefiero que te vayas, Carli. No temas, no va a pasar absolutamente nada. No te preocupes, anda, márchate tranquila. Te esperan y llegarás tarde.

Pero Carli no respondió. Volvió a su coche y dio marcha atrás hasta dejarlo justo donde lo había cogido pocos minutos antes. Ana entró a continuación y aparcó el suyo. Luego bajaron entre las dos la puerta de garaje y una tras otra, sin cruzar palabra, desfiló por la estrecha escalera de acceso a la planta baja de la casa para dirigirse directamente a la cocina. Mientras Ana sacaba los fetuchinis del frigo y los metía en el microondas Carli se excusaba por teléfono a una compañera de la Plataforma. En pocos minutos ambas estaban sentadas a la mesa, sin mirarse. Dos cocas ligth las observaban mientas Ana se comía la ensalada con desgana. Los fetuchinis esperaban turno en el microondas. Las once tocadas y seguían sin pronunciar media palabra.