miércoles, 16 de mayo de 2007

Días de cerveza y rosas (cuento)

«Hace varios días que me encuentro mal, muy mal, y no parece que esto vaya a mejorar mucho. Hay momentos en que mi cabeza está a punto de explotar, y no hay manera de poder dormir más de dos horas seguidas. Hoy, lejos de aminorar, las cosquillas del estómago son cada vez más intensas y desagradables… Si no salgo pronto de aquí acabaré vomitando». Un Jordi al borde del ataque de diarrea observaba a aquella chica con el gesto torcido y la mirada perdida. Llevaba sólo unos minutos en la floristería y sin embargo se sentía como si hubiera nacido allí. Los dedos se le hacían huéspedes y no sabía qué hacer con la tarjeta de crédito en las manos mientras la dependienta se esmeraba en adornar un ramo de rosas y lo acondicionaba para regalo. Su impaciencia por salir de allí le agobiaba, le hacía sudar.

«Cuanta parsimonia, joder… No tuve la menor duda. Fue verlas y quererlas. Esas rosas rojas enamoran a primera vista; espero que Teresa piense lo mismo. Son colombianas, según la florista. Y yo diría… Sí, diría estas flores que parecen más grandes de lo corriente… ¿Y no serán demasiadas, dos docenas…? En fin, tratándose de flores siempre será mejor que sobren a que falten, pienso yo… Son hermosas sí, pero también es verdad que carecen absolutamente de aroma; no he encontrado rastro alguno de perfume en ellas, y resulta triste… ¿Por qué no se le habrá ocurrido a nadie inventar una esencia que pueda vaporizarse sobre las flores justo antes de ser entregadas al comprador? Esencia de narcisos a los narcisos, y a las azucenas esencia de azucenas…, y a los tulipanes, y a las orquídeas... Y a las rosas esencia de rosas, por supuesto. Míralas…, aterciopeladas, majestuosas, y a pesar de todo todas sin alma. Hay algo preocupante en todo esto, sí. Los perfumes en las perfumerías, atrapados en minúsculos frasquitos como el genio de la lámpara. Mientras, las flores resisten como pueden, huérfanas de fragancia, empeñando toda su energía en ser hermosas, sólo hermosas. Resulta paradójico y terrible al mismo tiempo… Cómo esta chica no acabe pronto me largaré; necesito que me dé el aire, y quiero tomar algo fresco… No sé que tienen estos tiempos que todo el mundo se ha acostumbrado a conformarse con muy poco. Con casi nada, a decir verdad. Y a nadie perece importarle. Es suficiente con reparar en la simple apariencia de las cosas para juzgar la bondad o no de lo que se nos ofrece. ¿Es bonito? pues me vale. Y es una pena. Las flores, la fruta..., la gente. Sí, sobre todo la gente… Recuerdo, cuando niño, que las rosas, todas las rosas, dejaban sentir su perfume y su presencia allí donde estuvieran; en el jardín, en un simple jarrón…»

―Bueno, ¡ya está! ¿Qué le parece el bouquet? Le he puesto cintas doradas porque van muy bien con los verdes naturales y el tul lila. Y con el rojo intenso de las rosas, claro está. Tenga cuidado con el fondo del embalaje; es de cartón reciclado y tiende a humedecerse con cierta facilidad. Manténgalo un poco inclinado. Así, muy bien. Bueno, serán 60 euros.
―Sí; es muy bonito, la verdad, aunque es más grande y pesa más de lo que imaginaba. Será mejor que ustedes mismos se encarguen de hacerlo llegar a su destinataria, ¿habrá algún problema?
―Por supuesto que no, aunque el precio se incrementará en seis euros.
―Muy bien. Déjeme escribir la dirección en la tarjeta; es muy cerca de aquí.

Al salir de la floristería, Jordi cogió Rambla arriba y se encaminó con paso ligero hacia el puente de San Agustín. Sin embargo, al llegar a la Plaça de la Independència, giró en redondo y volviendo por donde vino, ahora más tranquilo, se adentró de nuevo en el Barri Vell. Callejeó durante un buen rato sin rumbo, sin ideas y sin prisa; carrer de la Força, vacío y húmedo como el propio Jordi. Plaça de la Catedral, un millón de escalones arriba hasta la Plaça dels lledoners. Un minuto para respirar y abajo de nuevo hasta acabar en Pou Rodó, y vuelta al río. Pont nou, la madera mojada y Passeig de Cànoves: el penetrante aroma de los tilos lo sacó del estupor vaporoso y muelle en el que estaba sumido desde buena mañana. «Vaya, menos mal, no todas las flores han perdido la fragancia. Uf, no hace ni veinte minutos que doy vueltas y tengo la impresión de levar caminando toda la eternidad. ¿Habrá recibido ya las rosas? A lo mejor todavía es algo pronto. Aquella chica estaba sola en la floristería, no había nadie más y no creo que ella… Tendrán un repartidor, supongo… Creo que me quedaré un rato en el Royal; son más de las once.»

«El tiempo corre que vuela; hace casi una hora que estoy aquí y apenas he hecho nada que no sea fijar la vista en el caprichoso baile de burbujas de mi jarra de cerveza. Resulta hipnotizador. Me atonta. Y tenía razón la camarera. ¡Joder, qué calor hace aquí dentro! Debería haber seguido su consejo; estaría mucho mejor en una mesa de la terraza... ¿Cómo estará Teresa…? Hace ya tanto tiempo que no la veo... Recuerdo que su debilidad eran las rosas. Le encantaban. Espero que estas sean de su agrado... Si lo pienso, en el fondo no sé qué estoy esperando. Lo peor, lo jodido es que no puedo evitar que pasen por mi cabeza esas putas imágenes de los últimos momentos que pasé con Cancedo. Son como…, como recortes de mi vida que se presentan en un flash tras otro. Van y vienen, surgen tozudamente, como fogonazos irritantes. Dios, otra vez el estómago… Aunque, quien sabe..., es posible que tampoco es eso. ¡Vete tú a saber...! A lo mejor lo que me provoca esta sensación de ansiedad es la expectativa de incertidumbre, de vacío. …Oye, ponme otra caña cuando puedas, por favor. ¡Ah, y estaré en la terraza...! Esto es una mierda.»

Jordi salió del Royal y se instaló en una mesa protegida del sol por uno de los pilares de la plaza. Desde allí podía observar a la gente que compraba el periódico en el quiosco, a los repartidores de bebidas descargando cajas en los muchos cafés que se refugian en los porches, a los grupitos de mujeres que pasaban la mañana de compras… Pero en realidad no tenía ojos para nadie. Su estomago se encogía por momentos y su mente se aceleraba, se dividía. Hacía rato que Jordi no dejaba de dialogar calladamente consigo mismo, en apasionado debate con su propia su sombra. Ahora, sin embargo, empezaba a gesticular con las manos, a mover la cabeza y acompañar las frases con los labios. «Cancedo, ya lo sabes, ¿verdad? es el jodido marido de Teresa. Bueno, su pareja. No, no: su ex-pareja. Y también el director-gerente y máximo accionista de Mamunia S.A., el negocio que fundó mi padre en los años sesenta. Pobre papá, ¿te acuerdas? Cuando se jubiló hacía ya tiempo que había perdido toda capacidad de decisión en los asuntos de la empresa. Él, que la creó y la hizo grande. El paso de sociedad de responsabilidad limitada a sociedad anónima tuvo la culpa. Sin embargo mi padre la achacaba a dos socios traidores que vendieron a quien no debían. Y tenía razón. ¡Claro que tenía razón! Murió sólo un año más tarde. Menudo hijo de puta, ese Cancedo. De empleado de confianza pasó a accionista mayoritario al tiempo yo hacía el camino inverso y de heredero in pectore descendía a la simple condición de empleado. Así, de un día para otro. Veintiséis años tenía entonces y apenas hacía dos que Teresa y yo nos habíamos casado».

«Sí; estuvimos casados otros tres años, ¿recuerdas? ¿Te acuerdas? ¡Tres, sí! Hasta que ella solicitó el divorcio para regularizar su situación con Cancedo, con quién ya hacia dos que convivía. Una regularización que por otro lado jamás llegó a producirse porque Cancedo, aunque se lo había prometido un millón de veces, nunca se divorció de Julia, una prima lejana de Teresa que por entonces también trabajaba para Mamunia. Y un divorcio y medio no hacen ecuación de la que pueda resultar un nuevo matrimonio, ¿verdad?»

«Lo de Cancedo y Teresa ha durado demasiado. Cuatro largos años ha necesitado Teresa para darse cuenta de que ese tipo es un gilipollas. Cuando me abandonó para irse a vivir con él me dijo: “Jordi, eres un cretino”. No, Teresa, no te equivoques. El cretino es él, créeme, le respondí. Pero me ignoró por completo. Hacía ya mucho tiempo que yo era invisible para ella. Jordi, eres un cretino de carreras, insistió de nuevo rompiendo el silencio glacial que acompañó nuestros últimos instantes, antes de cerrar la puerta y marcharse para siempre».

«Pero ahora Teresa ha comprendido que yo tenía razón. Antesdeayer, en cuanto supe que ella lo había dejado no perdí un segundo en llamarla. Me sentía raro, excitado. No sabía si felicitarla o consolarla. Menos mal que no cogió el teléfono porque no hubiera sabido qué decirle. Pero me habría conformado con oír su voz. Me hubiera gustado».

«Menudo cabrón, ese Cancedo. Cuanto tiempo de silencio forzado, de sometimiento, de tortura. Haciendo buena cara por los pasillos de la oficina; cara de hombre civilizado, comprensivo. Pero, ¡Dios! Mi satisfacción fue tanta cuando supe que Teresa lo había abandonado que no pude contenerme más y me lancé. Dos dobles de coñac y entré en su despacho y se lo solté de golpe, a bocajarro. Bueno, en el despacho de mi padre. En el que fuera de mi padre, mejor dicho. ¡Eres un cabrón Cancedo, y te lo mereces! ¡No sabes cómo me alegro de que Teresa te haya dado por fin la patada! ¿Y qué…? ¿Donde te la ha dado…? ¿Ha sido en los huevos? ¿A qué duele? ¡Ahora sabes como me sentí cuando me la robaste, hijo de puta! ¿Es que no tuviste bastante con quitarme la empresa? ¿Con quitársela a mi padre...?»

«¡Joder, cómo me quedé! Fueron apenas tres o cuatro minutos pero me supieron a gloria. Los mejores de mi vida, desde luego. ¿Y el desgraciado de Cancedo? Se mantuvo en silencio mientras yo le cantaba las cuarenta, reclinado en su cómodo sillón de piel mirándome con su cara de perro viejo, impertérrito ante mis gritos. Pero la procesión iba por dentro, ¡ya lo creo que sí! Sólo cuando ya me había desahogado se atrevió ese mamón a abrir la boca. Todavía resuenan en mi cabeza sus palabras… Jordi, siempre supe que eras un pobre desgraciado y por eso te he tratado con benevolencia a lo largo de todos estos años, pero esto es demasiado. Tú sabes, y de sobra, que han sido muchas las veces que he tenido que sacarte las castañas de fuego ante el Consejo, y que he tenido un sinfín de problemas por ello. Y también sabes que a pesar de tu incompetencia te he mantenido en la empresa únicamente por el respeto que me merece la memoria de tu padre. Pero se acabó. No te aguanto más; estás despedido, ¡largo de aquí!»

«Largo de aquiií, ¡laaargo! Pero, ¿qué coño su ha creído ese cabronazo? Estoy mejor así. Mucho mejor. En el fondo me ha hecho un favor. Ahora, sin la losa que me aplastaba por fin podré trabajar en lo que de verdad me gusta. Me siento libre, y feliz, y me siento así por primera vez en muchos años… Joder, pienso en Teresa y mi corazón se acelera, ¿habrá recibido ya las flores?» Oye, ponme otra, por favor. Gracias. ¡Mierda, pero si es mi teléfono! Todos suenan igual… ¿Sí, hola?

―Hola Jordi.
―¿Teresa…? Hola, ¿cómo estás? Cómo me alegro de oírte, ¿has recibido ya las rosas?
―Escucha Jordi... Sí, sí, las he recibido. Unas rosas muy bonitas. Pero… Oye, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien? Andrés (Cancedo) me explicó lo de hace dos días. Me ha dicho que tuvo que despedirte; que te habías vuelto loco y no le dejaste más alternativa. Y ahora lo de las flores... ¿De verdad te encuentras bien?
―Nunca estuve mejor, Teresa. Créeme. Hacía mucho tiempo que deseaba hacerlo. ¡No te imaginas cuanto! Sólo me faltaba un pequeño estímulo, ese empujón que fue saber que por fin te habías decidido a enviarlo a la mierda. ¿Sabes? Siempre supe que acabaríais así, y no lo digo por ti sino por el gilipollas de Cancedo. Debe haber sido muy duro, ¿verdad? Ahora, imagino que te encontrarás un poco aturdida. Ese tipo de cosas afectan quieras o no; ya sabes. Es normal. Pero no debes preocuparte porque puedes contar conmigo para lo que necesites, sin condiciones...
―Oye, oye... ¡Jordi! Escucha Jordi, pero.., ¿qué estás diciendo? ¿Quién te ha dicho que Andrés y yo hemos roto? ¿De donde lo has sacado?
―Pues..., fue Julia. Me llamó el otro día al despacho para darme personalmente un presupuesto que días antes había solicitado en una de sus tiendas. Una sorpresa que ella se encargara precisamente de mi asunto, de algo tan banal como el tapizado de un sofá. Pero así fue. Aprovechamos el momento para recordar los viejos tiempos y así, casi por casualidad, me dijo que habías dejado a Cancedo una semana antes. ¡Joder; no te puedes imaginar lo que pasó en ese momento por mi cabeza...!
―Jordi, ¿quieres parar, por favor? ¿Recuerdas lo que te dije cuando nos separamos? ¿Te acuerdas, verdad? Eres un cretino, Jordi. No has cambiado en absoluto. Continúas siendo un pobre imbécil. El campeón de los imbéciles. Un momento Andrés, ya voy…, estoy hablando con una amiga. ¡Ahora bajo! Oye Jordi, Andrés y yo nos casaremos el mes que viene. Él y Julia se divorciaron hace algo más de seis meses… Por cierto, ¿quieres que le envíe tus rosas a Julia? Creo que ella sí que se las ha ganado. Y con creces, ¿no crees?
―...

domingo, 6 de mayo de 2007

El accidente (cuento)

Conocí a alguien a quien todos creían afortunado por tener cuatro amantes, cuatro. Contrariamente a lo que suele ocurrir en estos casos cada una de sus mujeres era muy diferente de las otras. Mucho. Por edad, apariencia física, nivel cultural..., y también, puestos a decirlo, en cuanto a habilidad y complejidades amatorias. Cada mujer, al fin, era un mundo abierto por donde mi amigo vagaba a su antojo descubriendo sorprendentes paisajes, degustando aromas…, haciendo, mágico entre los magos, que el tiempo se manifestara generoso y dócil siguiendo fielmente el impulso de las emociones, de los deseos. Incluso de los más sutiles y livianos. No había sensación que desconociera ni experiencia que le fuere ajena; mi afortunado amigo disfrutaba de una prodigiosa alfombra persa que le conducía, apenas sin esfuerzo, por los mejores barrios de la vida en una descubierta que parecía no tener fin. Mi amigo era un personaje providencial envidiado por los hombres y admirado por las mujeres. Hasta que llegó un día, y luego otro, y otro... y todas le dejaron, y su vida se convirtió en una sucesión de despropósitos. De repente se descubrió incapaz de llenar una simple taza con su tiempo, de leer la página de un libro, de inspirar un mínimo sentimiento que no fuera de piedad o lástima. Y no se gustó. Después de unos meses sin noticia alguna sobre él, un amigo común me explicó que en su desesperación fue tanto lo que decayó su figura que al final desapareció engullido por el desagüe de la bañera. Aunque otros dicen que se lo comió una gata. Lo cierto es que nada se ha sabido de él desde hace más de un año. La de mi amigo no fue vida sino mero accidente en la vida de cuatro mujeres, y cuando pienso en él no puedo evitar que mi pensamiento gire hacia ellas sin remedio. Aún me pregunto qué pudo ocurrir en realidad.

Creo que la más joven de sus amantes se llamaba Desirée. Me acuerdo perfectamente de su aspecto. Era una mujer hermosa hasta la ofensa y, lo mejor de todo, un libro por escribir. Llamaba la atención su mirada clara, celeste, inquisidora, y de su boca, grande, cuarto creciente desvanecido, tan solo salían preguntas cuyas respuestas, cuando las había, generaban más y más preguntas. Incertidumbre insaciable la suya, manos torpes de nácar, cuerpo de seda. Desirée podía despertar la lívido de un muerto tan solo con su voz, pero carecía de la mínima habilidad y, por lo demás, su interés en ese campo era del todo irrelevante. Podía decirse que aquella mujer era caolín en estado puro, el juguete preferido para un niño con imaginación, esa cerveza helada en la barra mientras esperas a quién no acaba de llegar. Pero con el tiempo Desirée acabó por irse. Pasó de la admiración al aburrimiento como saltamos de domingo a lunes porque una noche blanca descubrió que en sus páginas no había más que garabatos y, después de todo, ella se bastaba sola para plantear el problema adecuado a cada solución. Todo lo demás era superfluo, innecesario. Fue al cabo de un tiempo; Desirée se perdió y nunca más se encontró.

Al pensar en Edén me invade un sentimiento confuso, de asombro tal vez. Por la expresión de sus ojos aquella mujer podría pasar por un ser fantástico, quizá por una de esas brujas hermosas y seductoras tan alejadas de aquellos personajes terribles que nutren la iconografía infantil, Dios sabrá porqué. Edén, cincuenta esplendorosos otoños más o menos. Alta, tan pálida como la luna y el cabello rojizo, largo y ondulado, cuidadosamente desaliñado, Edén puede hechizar a cualquiera. O sumirlo, a su antojo, en la desesperación más absoluta. La miel en su mirada dice tantas cosas que apenas necesita hablar. Y es mejor así porque cuando habla te deja sin palabras. Tan sólo puedes mirarla. Y si no lo remedias a tiempo acabas pareciendo un pobre idiota balbuceando en la intimidad de tus pensamientos. Menos mal que ella lo sabe y acude siempre al rescate. Bueno; casi siempre. Recuerdo que sus maneras y la cadencia de sus movimientos te hacían ver al instante que estabas ante una mujer excepcional, única. La abeja reina. Resultaba verdaderamente difícil creer que Edén pudiera ser la amante de alguien, incluso de alguien tocado por el dedo de la providencia, como era el caso de mi amigo. Pero lo cierto es que así fue, al menos hasta que Edén decidió ser desdén y miró hacia otro lado. Entonces esa parcela de la vida de mi amigo se oscureció.

Irene, la tercera, tenía treinta y pocos años y parecía ciertamente enamorada. Mujer interesante, compleja. Mi amigo, gran conocedor del mundo del vino y muy inclinado a la metáfora fácil, a menudo la definía asemejándola a un gran reserva: "carnosa, envolvente, elegante, con un fondo balsámico que le confiere frescor, y un final de boca largo". Escuchándolo era fácil imaginarse una sonriente Irene mirándote desnuda desde el fondo de una copa grande y delicada, cristalina, de largo y afinado pié, de esas que permiten disfrutar del placer de un excelente vino. Pero al segundo despertabas; y es que el rastro de un vino en copa siempre resultará más prolongado que la fugacidad de un sueño, por embriagador que pueda ser. Pero, claro, Irene era algo más que la metáfora de un buen vino, bastante más que eso. Era una mujer casada. Y atormentada. Mi amigo se fijó en ella una mañana de invierno en el Parque del Este. Irene leía un libro sentada en uno de los bancos individuales que hay junto a la pérgola; las piernas cruzadas, el cabello castaño claro recogido atrás y unas gafas estrechas de concha que a pesar de todo no podían ocultar unos luminosos ojos verdes. Era lo que parecía. Él paseaba el perro de Edén mientras ella aprovechaba un día soleado para tomar el aire. Era su costumbre. Mi amigo sacaba el chucho hiciera sol o diluviara. Era la suya. Ese día ambos coincidieron y el perro se bastó para hacer el resto. Casi nueve meses en el jardín del edén. Hasta que el fantasma de la culpa pudo más y dejó las cosas en su sitio. Un parto verdaderamente doloroso.

Pero la más sorprendente de todas quizá fuera Lola. En los cuarenta, directora ejecutiva del Santander, el cabello negro azulado y unos ojos castaños tan grandes como penetrantes. Cerebro y curvas por igual, y aunque todo el mundo sabe que no es conveniente dejarse llevar por las apariencias lo cierto es que la exuberancia curvilínea de Lola saltaba a la vista mucho antes que lo primero, algo que solía inducir a confusión a los individuos más inclinados a la acción que a la reflexión. ¡Pobres capullos! Todo un carácter. Se podía decir que Lola no mantenía una relación con mi amigo: la gestionaba. Qué digo, la explotaba en busca del máximo beneficio. Aquella mujer sabía manejar las cosas con una seguridad aplastante: en el despacho, en la mesa..., en la cama. Una experta en cualquier materia: la jefa. Comía y bebía lo que le daba la gana y a pesar de los pesares su anatomía no sufría menoscabo alguno. Ni su privilegiado intelecto. Si aquello no se debía a un pacto con el diablo, ¿a qué diablos se debía? Fueron tantas las cosas que mi amigo aprendió a su lado que mejor será que nunca lo admita bajo pena de acabar pagando por los servicios prestados. Y es que esa mujer no desperdicia la mínima oportunidad de sacar una pasta. Después de un tiempo y una vez exprimido, Lola vio la oportunidad invertir en valores emergentes y mi amigo dejó de cotizar en bolsa. Todavía me asombra recordar como el pobre hizo mutis con la sonrisa en los labios a pesar de haber malbaratado más de la mitad de su renta en ella mientras duró su aventura. El diablo, evidentemente. Sí; quizá tengan razón los que dicen que a mi amigo se lo comió una gata.