martes, 1 de septiembre de 2009

El desencanto (fragmento de "Rodez")

           
Nada es para siempre, ¿no es eso lo que se suele decir? Y por lo demás, son tan pocas las cosas verdaderamente extraordinarias que conservan indefinidamente esa cualidad... Todo..., las sensaciones y las emociones incluso... Todo acaba convirtiéndose en algo rutinario después de un tiempo y de haberse experimentado repetidas veces.  Pero la rutina no es más que el preludio del aburrimiento... Del desencanto en realidad. Y lo peor de esto último es que no puedes liberarte fácilmente de las servidumbres que se van creando a medida que trillas el camino...
Más de una vez me he preguntado si habrá cosas peores que la rutina...; y haberlas ya lo creo que las hay, pero... ¿mejora eso las cosas...? No, yo creo que no, porque cuando te aqueja un dolor de cabeza de mil demonios, ¿acaso te alivia saber que tu vecino sufre un tumor cerebral...? Sólo un idiota encontraría consuelo en algo así.
Cuando era adolescente y pasaba las vacaciones de verano en mi pueblo tuve un buen amigo —Agustín, se llamaba—, del que aprendí algo muy importante sobre la rutina en general y sobre su rémora, que como antes decía no es otra cosa que el aburrimiento.  Muchos de aquellos días, cuando todo el mundo descansaba después de la comida y el pueblo entero se sumía en una quietud y un silencio como jamás he conocido en ningún otro lugar, solía ir a su casa para hacer cualquier cosa con tal de entretenerme y sobrellevar mejor la abulia que me asaltaba cada tarde hasta bien entradas las ocho; que de eso se trataba al fin y al cabo.
Agustín tocaba la guitarra y a menudo me lo encontraba sentado en el tranquillo de la puerta que abría su casa al patio, bajo la parra, ensayando algunos acordes o tocando algo de los Beatles. Recuerdo que lo hacia rozando apenas las cuerdas con las yemas de los dedos para no molestar a nadie ya que cualquiera que tuviera dos dedos de frente, algo que por supuesto no nos incluía a nosotros, no hacía en ese momento otra cosa que no fuera la siesta.
Después de recorrer bajo un sol de justicia la distancia que separaba su casa de la mía, acostumbraba a entrar por el chambao y desde allí llegaba al patio. Si era el caso y en efecto lo sorprendía con la guitarra en las manos, me limitaba a coger un pequeño taburete de madera y sin apenas pronunciar palabra me sentaba frente a él. Y lo miraba..., porque más que prestar atención a la música lo que yo hacía en realidad era observar sus gestos, sus movimientos pausados mientras dejaba volar mi imaginación hacia cualquier lugar… Sólo a veces y en todo caso como fondo a mis pensamientos, prestaba atención a lo que realmente hacía Agustín; a sus acordes... Michelle, my belle... Sont des mots qui vont très bien ensemble..., Très bien ensemble...
Mis tardes allí... podría decirse mi vida en realidad..., eran planas..., tan simples como un abecedario de tres letras. Era una vida libre de complicaciones que se desenvolvía sin prisa..., a paso de tortuga.  En aquel estado de cosas a nadie sorprenderá que casi cada tarde y antes de que pudiera darme cuenta, acabara sumido en un letargo tan aplatanado como bobalicón, en una especie de..., de nirvana para majaderos. Nunca me ha dado por calcular cuánto tiempo llegaba a permanecer en ese estado, aunque estoy convencido de que era bastante más de lo que cualquiera hubiera considerado prudente, o normal.
Una de aquellas plomizas tardes, no sé cómo reuní el ánimo suficiente para preguntarle a Agustín: oye, ¿es que tú no te aburres nunca...? Y él, con toda la parsimonia de la que era capaz, acabó unos acordes y sin levantar la cara de la guitarra sentenció: no.
Tras lo dicho el escenario no sufrió cambio alguno; al fin y al cabo allí no había pasado nada relevante; de hecho jamás pasaba nada relevante. Él, al menos en apariencia, continuaba concentrado en la guitarra y yo permanecía callado, como siempre, medio idiotizado por una perdiz abotagada que se me antojaba enorme por estar encerrada en una jaula de madera demasiado pequeña para el tamaño del animal. Sin embargo, pasado un buen rato y cuando ya me había olvidado por completo de la pregunta, Agustín, sin mirarme, soltó: no me aburro nunca porque siempre sé lo que tengo que hacer...
¿...? Después de darle vueltas y más vueltas —ignoro si por la blandenguería mental que me provocaba el asfixiante calor o simplemente por mis escasas luces—, pude desentrañar al fin lo que en un principio me sonó a proverbio de rimbombancias confucianas..., y es que saber siempre lo que tienes que hacer no significa que siempre tengas que hacer algo.
Era un buen tipo, aquel Agustín; llegué a apreciarlo sinceramente y quizá la razón deba buscarla en que era hombre de pocas palabras, una virtud nada común. Ha pasado mucho tiempo de aquello y la vida se ha encargado de ir matizando las cosas, de adelgazar algunos significados y engordar otros, de descolorar convicciones... De hacernos más viejos en definitiva.
A pesar de los pesares cuando se viene haciendo algo una vez y otra desde hace mucho, mucho tiempo, y sabes que mañana las cosas serán más o menos la mismas, ¿quién es el guapo que podría reprocharte que te invada un aburrimiento de solemnidad y que con el desencanto subsiguiente pierdas todo interés en el asunto?
Jodida rutina... cualquier cosa, cualquier satisfacción que pueda ofrecer la vida acaba de ese modo a poco que se le meta mano algo más de la cuenta...