domingo, 24 de diciembre de 2006

La conjura de los idiotas que molan (cuenta)

Según el Diccionario de la Real Academia un idiota es un individuo corto de entendimiento o falto de instrucción; pero, si además ese individuo es una persona convencida de que vale mucho, ¿qué es lo que tenemos? Pues aunque pudiera parecer mentira alguien así tendrá muchas posibilidades de erigirse en un idiota de éxito, en un idiota molón. Porque el idiotismo, ese tipo de idiotismo, mola desde hace tiempo y no cesa de ganar adeptos; de hecho se ha convertido casi en una religión, pagana desde luego, aunque no por ello menos exigente y tóxica. Los idiotas molones nos rodean, están por todos lados. Te reto a que observes a tu alrededor y descubras alguno; no es nada difícil. Suelen ser gente apañadita que se complace en sonreírnos satisfecha desde el imaginario púlpito de su molicie intelectual y que al menor descuido te estrechan la mano con un movimiento estudiado, ni enérgico ni muelle. El idiota apañado no solo mola, es que hasta podría pasar por encantador si no fuera porque un tarugo envuelto en celofán no deja por ello de ser un tarugo. El peligro está en dejarse seducir por el celofán, o por los abalorios, como indios precolombinos, que no eran nada idiotas pero eran muy precolombinos.

De todos modos, calma, que no cunda el pánico porque en verdad no es para tanto; aunque tampoco deberíamos dormirnos en los laureles. Hay conjurar el peligro y reaccionar contra la idiotez molona sea organizada o vaya por libre, porque sino dentro de unos años puede que ya sea demasiado tarde. ¿Exageraciones? Invito al escéptico a ponerse a prueba regalando a alguien querido un tarugo envuelto en celofán, y no una sola vez sino tres veces consecutivas por lo menos. El resultado, aparte de arriesgarte a que a la tercera con solo ver el paquete te sacudan en la cabeza con él, será la pérdida irremediable de la amistad, de la relación, de la fama o de lo que sea. Puedes dar la pérdida por segura y el descalabro por muy probable. Y es que si regalas tarugos repetidamente acabarás solo, sin remedio, aunque los envuelvas en papel de seda, y además infame, que no sé qué es peor. Pues bien, eso es todo lo que pueden ofrecer los idiotas molones una y otra vez: tarugos adornados, camuflados, embellecidos. Tarugos de Navidad. Tarugos al fin.

El idiota molón suele ser un listillo mayormente afortunado porque, quieras o no, la carrera de idiota molón se te puede ir al traste cuando te rompen la cara un par de veces, ¿verdad? Pero dado el caso no todo estaría perdido. El idiota molón frustrado (o cariroto) tiene bastantes números para acabar convirtiéndose en un enterado, una especie que siendo distinta de la primera comparte con ella numerosos aspectos; a título de ejemplo podríamos decir que se trata de carreras con un primer ciclo común. La genética de lo simplón, posiblemente. El enterado (enterao o enteraillo, son algunas variantes populares) es una inveterada figura del paisaje humano de nuestros pueblos y ciudades que se encontraba algo alicaída y que se ha visto gozosamente beneficiada con el auge de los idiotas molones pues sus filas se nutren con bastantes de los que van quedando en el camino. Pero de los enterados ya hablaremos otro día. Quizá. Ya veremos.

Conozco unos cuantos idiotas molones aunque por fortuna aún son una minoría entre mis conocidos. Suelo encontrármelos a menudo y en los lugares más insospechados. Aconteceres de Girona, la pequeñita, la que enamora. Y los hay de ambos sexos y variadas condiciones. Mira: ellos, en lugar de sexo dirían género, que mola más; para que veas. Estos idiotas pululan donde menos te lo esperas y, ¡zas! aparecen de repente con su tarugo envuelto en celofán dispuestos a encajártelo a la que te pillan despeinado.

Precisamente, hace unas semanas estuve a punto de cargar con un tarugo encelofanado. Fue a la hora del desayuno, en el Rex. La hora del desayuno es sagrada para mi. Muchos años ya de matutinos rendez-vous conmigo mismo, con un café con leche y un croissant como testigos y El País como tercero en advenediza y silenciosa discordia. Un leve alborozo a mi espalda me rescató de una lectura poco complaciente: desde la tribuna que le ofrece regularmente El País el señor Vargas Llosa intentaba por enésima vez convencernos de las bondades del neoliberalismo. Alguien saludaba con efusividad a otra persona y hablaba como si una multitud ahogara cualquier posibilidad de ser escuchada. Era la voz de una mujer que acababa de entrar acompañada por alguien a quien en cambio a penas se oía. En el Rex a esa hora solo se escucha el ruido de la cafetera y una música que a veces es estupenda y otras espantosa porque la bondad musical depende del camarero que llega antes al reproductor de CD; que se le va a hacer, en eso no tienen término medio pero lo compensan largamente con los croissants, que son casi franceses. Pues bien; allí estaba ella, oculta en el anonimato de mi retaguardia, jubilosamente entretenida en saludar a los camareros y a varios clientes a quienes presumiblemente debía conocer. Bla, bla, bla hasta que llegó a la altura de mi mesa y por fin pude saber quien era. “Hola Joan, com estàs? Què? Què diu el diari? I la feina que tal, bé? Me’n alegro, me’n alegro”. Lo largó todo de una tirada mientras yo, asombrado y mudo, observaba sin poder parpadear la radiante cara de felicidad de mi inesperada, eufórica y ametrallante amiga. Por mi parte solo tuve tiempo de decir hola porque cuando quise añadir algún convencionalismo más la chica ya había pasado a la mesa de enfrente con el mismo desparpajo alegre y parlanchín para repetir ruidosamente el mismo ritual. En menos de un suspiro acabó su periplo y regresó a la mesa de su acompañante como quien regresa victorioso de una enconada contienda. Ni siquiera me miró al pasar de nuevo a mi lado. En el espacio que alcanzaba mi campo visual tan solo dejó de saludar a una señora que observaba impertérrita el espectáculo que se le ofrecía. Y es que contando la mía se paró en tres mesas a las que cabría sumar las mesas saludadas a mis espaldas. ¿Dos, tres mesas más? Nuestra bulliciosa visitante era una chica feliz, sin duda alguna. Y así, feliz, continuó durante el ratito que estuvo en el Rex antes de marcharse tan ruidosamente como entró. Ignoro si llegó a tomarse algo porque mi posición me impedía verla, pero de lo que si doy fe es que no dejó de hablar ni por un instante. De poco me fue ese día; con tanto celofán casi me quedo el tarugo.

Pocos días más tarde aunque ahora en la Llibreria, pude asistir a la repetición del espectáculo. No podía dar crédito a mi suerte. En esta ocasión no supe cuando entró la muchacha; simplemente la localicé en pleno proceso saludatorio. La Llibreria es mucho más grande que el Rex y mi mesa estaba en un rincón así que pude seguirla con la mirada hasta que ella también me vio; entonces sonreí y le hice un leve gesto con la mano. Ella respondió con un gesto parecido y tras entretenerse unos minutos con la dueña del bar y con una camarera optó por marcharse. Pero ese día no me encontraba solo y alguien entre los que me acompañaban se interesó por la chica y por la razón de esa sonrisa tonta que se asomaba a mi cara sin que yo mismo fuera consciente. Y lo expliqué. Y lo escucharon. Y hubo quien se santiguó porque conocía a la chica tan bien como yo, y eso dice mucho de un ateo recalcitrante. Y durante unos instantes se nos quedó a todos cara de bobo. Era el tarugo encelofanado. Ahora si.