viernes, 14 de noviembre de 2008

Últimas palabras (cuento)

Todo el mundo espera su discurso con expectación, con impaciencia incluso. Antes, sin embargo, seré yo quien haga una breve alocución. No deja de ser sintomático que las últimas palabras de un presidente deban ser necesariamente vacuas y estúpidas... Malos tiempos, estos. Pero es la costumbre. Cosas del protocolo, del maldito protocolo. Bueno, no hay problema, improvisaré unas palabras corteses sin olvidar, por supuesto, mis mejores deseos para el futuro. Mil veces he hecho mil cosas parecidas y no es algo que me quite el sueño; pura rutina, después de todo. Y siendo así, a pesar de los pesares me resulta difícil entender el porqué de esta perplejidad y la razón por la cual se acentúa más y más a medida que se acerca el momento. Esto es lo qué en verdad me desconcierta porque a lo largo de mi carrera he pasado por situaciones mucho más delicadas con la más absoluta de las tranquilidades. En fin, sólo espero que la voz no me traicione; me sentiría tan avergonzado… Una hora por delante aún… Mucho tiempo; demasiado.

Echaré de menos esta vista, sobre todo en invierno. Desde que llegué siempre he sentido una debilidad difícil de explicar por la naturaleza gris y desolada de este parque. Han sido tantos, los momentos de reflexión ante de esta ventana, mirando allá, a lo lejos, el incesante torrente de coches y su inútil obsesión por llegar a su destino antes de las ocho. Observando a la gente, arriba y abajo cada mañana, con aquella prisa aplicada y ordenada que equivocadamente sólo atribuimos a las hormigas. Echaré de menos muchas cosas desde luego, pero no van a ser las cosas que todo el mundo imagina. Ni mucho menos. Añoraré las cosas simples. Este despacho, sin ir más lejos. Creo que con los años nos hemos ido haciendo el uno al otro. Recuerdo aquellas primeras semanas y cómo me costó adaptarme. No me podía concentrar y el asunto se convirtió en un auténtico dolor de cabeza para unos cuantos. Y esto pese a las reformas que se hicieron para acomodar el espacio a mis gustos y necesidades… Tonterías. Todo el mundo sabía que el problema no era el despacho sino yo, pero claro, estas cosas no se pueden decir si no es cuando ya perteneces a la categoría de expresidentes. Pondría la mano en el fuego a que no pasará mucho antes de que alguien lo recuerde. Son muchas, las horas que he pasado entre estas paredes… Y es curioso, hasta hoy nunca había pensado en ello bajo este punto de vista.

Cualquier cambio supone abrir una puerta al miedo y a la incertidumbre. Siempre. Me lo decía mi padre como advertencia primero y después como premisa educativa: nunca, jamás des la espalda a un problema, recuerdo que acababa. Lo que no me decía es que a menudo también significa tener de afrontar una pérdida…, y poco importa que en mi caso se trate de una pérdida a plazo fijo, porque no por esperada resulta menos dolorosa. Mis ojos no van a poder engañar a nadie; lo presiento. Casi lo deseo en realidad. Es verdad que nunca he sido un de esos meapilas de lágrima fácil, pero mis ojos van a ser espejo del alma; estoy convencido. ¿Y qué decir de esta especie de galimatías mental que me confunde, del choque de sentimientos cruzados...? Me sorprende sentir algo así después de tanto tiempo, de tantas guerras. Me creía vacunado y ya ves. Y la edad… creo que el paso de los años no me ha hecho más sabio sino más listo. Sólo algo más listo; un poquito sólo. Y mucho me temo que lo acabaré pagando porque esta clase de ganancias se acaban perdiendo si no se reinvierten. De hecho creo que empecé a pagarlo hace tiempo. Sin ir más lejos, este último año ha sido un infierno; sobre todo los últimos tres o cuatro meses. Se me ha faltado al respecto de manera casi obscena y nadie ha movido un miserable dedo en mi favor. Últimamente no he sido más que un vulgar convidado de piedra en mi propio festín. Y a la vista de todo el mundo, para acabarlo de joder. No sé como he podido ser tan estúpido; no me explico cómo he podido tolerar que me rodee esa pandilla de hipócritas insolentes, con sus sonrisas tan reverenciales como falsas. Es odioso y no le deseo a nadie nada parecido.

Pero ahora no siento rencor. Ya no. Sólo pienso en irme, rápida y discretamente, y desaparecer al menos durante unos meses. Alejarme de todo y de todo el mundo y recuperar la soledad. Volver a saber qué significa estar solo. Hablo de una soledad sana, radicalmente distinta a la que he vivido encerrado en esta torre de marfil, dónde han sido demasiadas las ocasiones en que me he sentido aislado, abandonado por aquellos que primero me empujan a tomar decisiones controvertidas y después desaparecen cuando asoma el primer nubarrón por el horizonte. La que yo añoro es una soledad expansiva, comprensiva…, propia. Elegida por mí entre el montón de posibilidades que ofrece un mundo tan complejo y tan vacío a la vez… Pero no; no debería engañarme. Creo que lo mejor sería olvidarlo todo y no preguntarse siquiera si una expectativa tan deseada podría convertirse en realidad algún día. Porque, ¿lo era, aquella soledad de mis años de juventud? ¿Aquella, de feliz ignorancia, de irresponsabilidad?… ¡Ya lo creo que no! La que yo anhelo no es esta clase de soledad sino la del observador distante, la del lector relativo, intemporal… La de aquel cuya presencia resulta imperceptible porque su hábitat se encuentra en la periferia de los deseos, de las envidias, en el punto más remoto y al margen de cualquier asunto mundano… Una soledad blanca y sorda es la que yo quisiera...

Libre, sí; me siento liberado, sin tensión, pero también es verdad que me invade la melancolía. No lo puedo evitar. Y no es abatimiento, es… creo que es cansancio. Estoy muy cansado. Y harto, muy harto además. El ejercicio del poder causa una atracción magnética, casi irracional, y abandonarlo para dejar sus resortes en manos de otro me produce una sensación de liberación y de tristeza al mismo tiempo. Y de rabia contenida también, no nos engañemos. Es algo que ni siquiera imaginaba cuando llegué, hace ocho años. Y es que cuando das tus primeros pasos por este camino nunca piensas que deberás parar algún día para ceder el paso a otro. Cuando empiezas lo sabes, claro que sí, pero lo percibes lejos, muy lejos y lo ignoras despreocupadamente. Interesadamente, mejor dicho. Pero el tiempo pasa inexorable y todo acaba llegando. Cualquiera sabe que abandonar a alguien que aprecias o saberse abandonado supone morir un poco. Sentirse abandonado por el poder no resiste comparación alguna porque supone morir del todo, completamente. Es la muerte social, civil; la peor de las muertes.

Ahora, mi único rastro por estas dependencias será mi retrato. Un retrato vulgar y anodino confundido entre decenas de retratos vulgares y anodinos, olvidados incluso por el tiempo. Un retrato expuesto para no ser visto. Colgado en algún lugar invisible, como el resto. Inerte… Encartonado… Mi único consuelo es que a este hijo de puta le pasará exactamente lo mismo de aquí a unos años…

Un cuadro…; ni siquiera el eco de un fantasma…

Bien…, me parece que ya es la hora.

miércoles, 29 de octubre de 2008

La suerte aborrece a los cagones (cuento)

I

Como cada lunes y como todos los días desde hace más de un año, Andreu será el primero en llegar a la oficina de recaudación municipal. Todavía no serán las ocho y él ya hará un rato que habrá pasado su tarjeta magnética por la ranura del artilugio electrónico que controla la jornada de los empleados. Don Marcial, el veterano jefe de departamento, viene observándolo discretamente desde hace meses. Está muy satisfecho de Andreu y lo tiene por un joven prometedor a quien no conviene perder de vista. Moderado, pulcro, eficiente… y puntual, por supuesto. Callado por añadidura y los ojos siempre abiertos para no perder detalle de cuanto ocurre a su alrededor. Este es Andreu, veintiocho recién cumplidos, apenas un año y medio de antigüedad y a decir de don Marcial, un brillante futuro por delante.
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Como casi cada lunes y como casi cada día del año, Meritxell irrumpirá presurosa en la oficina. Pasará por delante de la mesa de Andreu como una loca descerebrada, hablando consigo misma mientras busca su tarjeta en el bolso con los nervios a flor de piel. Durante dos o tres minutos se plantará delante del reloj marcador jurando que había dejado la tarjeta en aquel bolsillo lateral de su bolso, como siempre. Y como siempre la tarjeta no aparecerá jamás en ese bolsillo sino en las profundidades abisales de una bolsa que de tan grande, desbordante y desordenada, se asemeja más al zurrón de maese Rouco que al complemento de mano de una brillante economista. Al fin lo consigue. Una sonrisa para Andreu y venga, corriendo hacia su despacho, al otro lado del pasillo. Hoy, once minutos sobre la hora, algo menos que ayer; no tendrá más remedio que recuperarlos a la salida. Es el ritual que se repite cada mañana. La puntualidad extrema de uno, la caótica llegada de la otra y entre ambos los demás empleados de la oficina municipal de recaudación. Dieciséis, para ser exactos. Andreu lleva un año y medio siendo testigo de la ceremonia. Un año y medio de madrugones para ser espectador privilegiado la atropellada llegada de Meritxell. Dieciocho meses de ávida espera cotidiana para disfrutar de dos raquíticos minutos de íntima satisfacción.
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Que hermosa es, la puñetera Meritxell. Andreu no pierde detalle de sus movimientos, de sus gestos. La adora en silencio. Desde el primer día quedó deslumbrado por su manera de ser, por su alegría... por esa sonrisa... Y su voz…, ese tono de voz, tan.... Pero hay algo que le fascina, y es verla de espalda clavada ante el reloj gesticulando ligeramente encorvada y maldiciéndose por ser tan desordenada. ¿Y qué decir del día que cambia los pantalones por una falda o un vestido...? Ese día vale por cinco. Y no falla: lunes y martes el cabello suelto. Castaño claro, brillante, ondulado… Como aquella actriz del Hollywood de los cincuenta, hija de asturianos... ¿Cómo se llamaba…? Margarita; eso es, Margarita Cansino. Un cabello precioso, deslumbrante. Pero eso es para los lunes y los martes,porque los miércoles sucede algo misterioso que el pobre Andreu no acierta a comprender. Él lo llama el dilema de los miércoles. ¿Qué es lo que hace que algunos miércoles Meritxell aparezca con el pelo suelto, y otros no? ¿Y por qué esa incertidumbre nunca se anticipa a los martes? ¿O se pospone a los jueves? Porque, eso sí, a partir del jueves el cabello siempre recogido. Una cola, algunas veces alta como la de un potro y otras veces desmayada, dejando reposar el cabello sobre la espalda. Nunca un moño, menos mal; le recordaría a su madre y echaría por alto todo el encanto.
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Andreu se siente cohibido por Meritxell. Abrumado más bien. A lo mejor por esa magia avasalladora que la sigue allí a donde va; o quizás por su marcada personalidad y ese carácter siempre emprendedor. Por todo, probablemente. Don Marcial es tolerante con sus retrasos porque hasta que ella llegó y se hizo cargo de la sección, nunca fue tan productiva. Además, como jefa de sección Meritxell no admite parangón alguno. Esta mujer es metódica y rigurosa en todo lo referente a su trabajo, algo que hace del todo incomprensible el ceremonial de cada mañana. Pero don Marcial lo acepta como una excentricidad inocua y piensa que ante su ya cercana jubilación no habrá nadie mejor que ella para substituirlo al frente del departamento. En más de una ocasión ya ha hablado del asunto con la jefa de área; será la primera candidata a pesar de su temprana edad: tan sólo treinta y un años.

II

Hay noches que Andreu no puede quitarse a Meritxell del pensamiento; da vueltas y más vueltas en la cama pensando en ella. Suele imaginarse que salen juntos, que van a la playa, que se la presenta a sus amigos…, a su mamá. Y esos sueños húmedos... cada vez más frecuentes... ¡Y mira que hace todo lo posible por expulsarla de su imaginación siempre que la tentación se le hace irresistible! Andreu, de una manera o de otra se duerme con Meritxell en la cabeza y eso es algo que le complace más que cualquier otra cosa en el mundo. Lo jodido es que últimamente al despertar ella sigue allí tras un sueño por lo general liviano y nada reparador. Esta fijación, inócua los primeros días, comienza a provocarle un sentimiento ambivalente porque si bien es verdad que pensar en Meritxell le produce una felicidad tan embriagadora como tonta, no es menos cierto que pasar las noches en blanco empieza a pasarle factura.
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El primer síntoma fue aquella irritante acidez de estómago, a menudo acompañada de sequedad de boca y una leve halitosis. Luego vinieron las ojeras y la mala cara en general; los cambios de humor... Y ahora los gases, ¡los malditos gases! Esto es lo peor con diferencia. En los últimos días los conciertos matinales se han convertido en una constante insoportable y humillante. Empezaron como algo puntual y pasajero propio de la hora más temprana del día. Sin embargo, desde el lunes, la persistencia de esta molestia a lo largo de casi toda la mañana la ha convertido en una tortura insufrible. Desde entonces Andreu no conoce tregua ni descanso alguno. Vaya por donde vaya los ruidos de su inflado y atormentado abdomen se hacen notar a poco que se preste atención, algo angustioso para el sobrio Andreu que, en su desesperación, se ve constantemente forzado a buscar lugares solitarios donde poder aflojar la presión de su malaventurado vientre. Pero lo peor tiene lugar en la oficina. Las consecuencias del sobrevenido ataque de meteorismo ―de terrorismo, dice él― le obligan a pasar los momentos más difíciles que recuerda. Desde que el mal se hizo crónico no tiene más remedio que visitar una y otra vez el servicio ante la divertida mirada de sus compañeros y compañeras de trabajo. Le desespera no tener control alguno sobre su propio cuerpo. Menos mal que todo se limitaba a ruidos y gases inofensivos.
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Las cosas no podían continuar de esta manera y Andreu, bien aconsejado por su solícita mamá, pidió cita con su médico de cabecera. Andreu siempre había sido una persona saludable y hasta ahora nunca tuvo necesidad de acudir a su consulta; de hecho ni siquiera sabía si se encontraría con un hombre o una mujer. Menos mal que resultó ser doctor y no doctora porque, si llega a ser mujer, por nada del mundo le hubiera dicho que estaba allí por primera vez empujado por un problema de..., gases. Tras escucharlo atentamente y someterle a una breve exploración, el médico le indicó que probablemente no dormía acuciado por el estrés. Por lo demás, la falta de sueño había desencadenado la sucesión de consecuencias ingratas que ya conocía, muy fáciles de controlar, por otro lado. Los fármacos que le recetó le ayudarían a dormir mejor y recuperar cierto bienestar físico, pero él debía identificar y afrontar las causas de la agobiante tensión que perturbaba su estado de ánimo hasta el punto de quebrantar su salud. Sólo así podría superar definitivamente sus dolencias.

III

Andreu salio muy satisfecho de la consulta del doctor. Y muy aliviado también. El médico había sido tan comprensivo con su enfermedad como explícito en apuntar la solución. Esto le hizo ver que quizá debería comentar el asunto con Jordi, el amigo de la infancia con quien no tenía secretos. Bueno, con quien apenas tenía secretos. Quedaron en verse esa misma tarde, sobre las seis. Tomarían un café y Andreu le explicaría su problema y le pediría consejo.
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Jordi era muy diferente de Andreu. Independiente, extrovertido, atrevido... Desde niños se les conocía como la extraña pareja, de tan inseparables y desiguales que resultaban ser: Laurel & Hardy, Yogui & Bubu... La novedad para Jordi fueron los gases de su amigo, porque él ya era pleno conocedor de la debilidad de Andreu por su compañera de trabajo. Habían hablado de ello en infinidad ocasiones y siempre le había aconsejado lo mismo: invítala a salir, hombre; empieza por acompañarla a tomar un café a media mañana... Palabras vanas, Andreu era incapaz de dirigirle la palabra; ni siquiera podía sostenerle la mirada más allá de dos segundos. Sólo pensar en hablar con ella y se le hacía un nudo en el estómago. Y además, ¿qué le diría?
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Jordi tuvo ponerse muy serio con su amigo. ¿Pero es que no te das cuenta, burro? Estás loco por ella. No puedes seguir así. O le dices algo de una puñetera vez o te mueres, Andreu. Y tu muerte será vergonzosa: te cagarás por las patas abajo. Y cuando eso te ocurra no volveré a dirigirte la palabra. Jordi hablaba de muerte en sentido figurado, por supuesto, pero Andreu entendió perfectamente la metáfora. Sí, debía hacer acopio de valor e intentar ligar con Meritxell. Tenía que probarlo, por lo menos. Era una cuestión de dignidad personal... Y de salud... Y además, ¿qué podía perder?

IV

Tras iniciar el tratamiento el resultado no se hizo esperar. En pocos días Andreu mejoró sensiblemente su salud y su estado anímico. Empezó a dormir de un tirón y la acidez desapareció como vino. ¿Y los gases? Se evaporaron, se disiparon totalmente. Volvía a ser el de antes. Recuperó la sonrisa; el amago de sonrisa, para ser justos. Y claro, se planteó seriamente cómo abordar a Meritxell... Mmmm, saldría a su paso en cuanto llegara. El lunes, será el lunes. Se haría el encontradizo y tropezaría con ella aprovechando su atolondrada manera de entrar. Luego, lo demás vendría por sí solo. Pero..., ¿y qué era lo demás? No; así no puede ser. Mejor le pido a Martínez que me deje llevarle la propuesta de planing semanal. Entraré en su despacho y le diré que Martínez está algo indispuesto. Y luego... ¿qué le diré luego, después de entregarle la carpeta...? La miraré fijamente y le diré que la encuentro preciosa. ¡Eso es...! Pero..., pero ¿en qué estoy pensando, joder? ¿Cómo voy a decirle algo así, si nunca he cruzado con ella ni media palabra que no tenga algo que ver con el trabajo? No hombre no; qué disparate... Mejor me las arreglo para bajar a tomar el café a la misma hora que ella. ¡Eso sí que sí! Ya me lo decía Jordi. Sin duda es lo mejor. Suele salir sola y además, he notado que cuando se va, antes de cerrar la puerta se gira siempre hacia mí para decirme: bueno, bajo un momento a tomar un café, o algo parecido. Esperaré y cuando se dirija a mí estaré preparado para contestar: ¿te importa que hoy te acompañe? Es que si no bajo ahora no podré hacerlo más adelante. Hoy voy fatal de tiempo. Mmm, suena bien. Perfecto. Andreu repitió la frase en su cabeza ocho o diez veces: ¿te importa que hoy te...? Hasta que finalmente la memorizó. Estaba claro; ahí estaba la oportunidad que busca desde hace tanto tiempo. Y si todo iba bien el próximo lunes sería el día decisivo.

Es sábado y Andreu ha quedado con Jordi para dar una vuelta y explicarle su plan. Magnífico, le animó su amigo; muy bien pensado, insistió; es una idea excelente, concluyó. Han tomado unas cervezas y se han despedido. Jordi debe llevar a su novia al cine. De vuelta a casa Andreu empieza a imaginarse los acontecimientos. ¿Te importa que hoy te acompañe...? repite sin cesar, siempre con la mirada baja, primero a voz callada pero progresivamente y sin darse cuenta, de forma cada vez más audible: ¿te importa que...? es que hoy voy fatal de tiempo y... Sin embargo al poner en pie en casa sucede lo inesperado: primero nota un aguijonazo en el estómago y un cuarto de hora más tarde no puede con la cena que mamá le ha preparado. Nada; un par de piezas de fruta y es suficiente. Pero su cabeza no descansa... ¿Te importa que...? Verás, es que si no voy ahora más adelante iré fatal... Y debo hacerlo ya porque luego no tendré tiempo... Su mamá le observa, le escucha. Está preocupada, Andreu tiene muy mala cara. Otra vez. Como antes. Es solo un ligero dolor de cabeza, mamá. Un malestar general... Tras un breve estira y afloja con su madre Andreu opta por irse a la cama. Es pronto todavía pero es lo mejor. En la cama Andreu no para de moverse de un lado para otro, Meritxell en el pensamiento. El lunes se lo diré. Será el lunes...
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Andreu tiene una pesadilla: corre a ciegas por un estrecho e interminable pasillo hasta llegar a una habitación sin ventanas y sin techo donde le espera un asno peludo que le sacude una coz en el vientre... El intenso dolor de barriga le despierta sobresaltado. Es domingo y son las ocho y diez. Andreu salta de la cama y se abalanza hacia el cuarto de baño como un toro embravecido. Revienta justo al sentarse. La sacudida le despeja de inmediato. ¡Dios... es diarrea! Le explota el corazón al tomar consciencia de su penosa realidad y el ánimo se le antoja miserable. Su mamá golpea la puerta con los nudillos. ¿Te encuentras bien? Sí mamá; nada importante.

¿Te importa que hoy...? Ya es mediodía, Andreu tiene pesadez de estómago y apenas comerá nada. Hay ratos que le duele la cabeza y lo peor: tiene flato. Y se le infla el vientre, como antes. Se ha estirado en el sofá y allá encaracolado, se libera de la presión interna aprovechando que se ha quedado sólo en casa. Siguiendo una inveterada costumbre su mamá hace rato que se fue de paseo con sus amigas; comerán juntas y luego irán al cine. Él mira la tele como un zombi. Piensa: ¿te importa si hoy te acompaño? Es que voy fatal y más tarde no podré hacerlo... No; no es así. ¿Cómo era...? Pasan las horas y Andreu está cada vez peor. Se tomó la pastilla de los gases y parece que comienza a hacer efecto pero la ansiedad va en aumento. Se ha obsesionado con el café del lunes. Con el café de mañana. ¿Te importa que hoy vaya contigo...? Dos ansiolíticos; a ver qué pasa... Son las nueve y media, su mamá acaba de llegar y lo encuentra algo sudoroso pero tranquilo. Tampoco cenará. Se va a la cama, pero antes se toma el cuidado de llevarse la caja de valium de su madre, la que guarda en su mesita de noche. Se tomará una píldora. No, mejor dos.

V

Al despertar Andreu se nota agitado. Ya son las seis y media del lunes, hora de levantarse. Ha dormido de un tirón pero se encuentra pastoso y algo mareado. Nada mejor que una ducha y como nuevo. El estómago sigue regular. Mucho mejor que ayer por supuesto, pero todavía se nota descacharrado. Una manzanilla quizá lo acabe de arreglar. Y sí, la infusión caliente lo reconforta. Mucho mejor. Mamá, me voy que no quiero llegar tarde.
Andreu es el primero en llegar, como todos los lunes, como todos los días. Pasa rápidamente su tarjeta por el lector del reloj y busca acomodo en su mesa, justo enfrente del artilugio. Abre el cajón derecho y saca su bolígrafo; juega con él. La rutina de cada día echa a andar. Los compañeros van llegando. Hola Andreu, Hola Pitu. Buenos días Andreu. Hola Carmen. Hola... Hola. Como siempre Meritxell será la última y está a punto de llegar cuando Andreu nota el primer aviso serio en su desdichada barriga. Rorrruuummm. ¡Dios! No tiene más remedio que salir escopeteado hacia el servicio; para prevenir, más que nada. Por fortuna sólo son gases. Glogloloom, gleglú, glogló... Liberado al fin de la compresión regresa atribulado a su mesa de trabajo para no perderse la entrada de Meritxell, pero ella entra en ese justo momento. Ciegos y acelerados no se ven y ambos chocan de frente. ¡Uf, perdona Meritxell! Cómo lo siento. Meritxell cae aparatosamente pero unos segundos más tarde se levanta ayudada por Andreu y doliéndose del cabezazo en la frente. No es nada, Andreu. La culpa es mía, que siempre voy apresurada. Bueno, ya está. ¿Lo ves? no ha pasado nada... Pues creo que eso es un chichón... Nada hombre, nada. No te preocupes. Meritxell ficha y se va a su despacho dirigiéndole una sonrisa a Andreu que, a pesar del accidente y de sus temores, queda gratamente sorprendido por la afable reacción de su compañera. Un buen augurio. El mejor de los posibles, sin duda.

Hace más de una hora que la cabeza de Andreu no deja de bullir de inquietud, de expectación. Pero su cuerpo no le acompaña, su abdomen se hincha cada vez más y los ruidos comienzan a ser audibles para sus compañeros. Y lo que es más grave: los retortijones se manifiestan cada vez más salvajes y dolorosos. Las visitas al lavabo se repiten, no cesan. Malditos gases. Malditos ruidos. Ay, y ahora, además, tiene que usar el ambientador: los gases resultan fétidos. Esto es nuevo. Y calamitoso... Serán las pastillas de mamá... El ambientador de aromas del bosque no encuentra descanso. Andreu es ya un activo peregrino cuya existencia discurre entre su mesa y el servicio. Va y viene. Viene y va.

Casi las once: Meritxell está a punto de aparecer. Te importa que hoy te... Es que sino, luego no... No es así, no... Si no bajo ahora no podré hacerlo más adelante. Hoy voy fatal de tiempo y... Eso es. Así sí... La barriga de Andreu es un festival: música, baile..., y alboroto sin control. Un jolgorio. Y ella sin aparecer... Incapaz de aguantar ni un segundo más sale pitando hacia el servicio desabrochándose el cinturón por el camino, corriendo casi de puntillas y con las rodillas juntas, retorcido por el dolor... ¡Joder..., la madre qué... está ocupado! Por fortuna el de las mujeres está libre. Entra cegado por la necesidad y se desploma sobre la taza... Uf, justo a tiempo... La descarga es brutal, escandalosa. Hedionda... El propio Andreu queda ofuscado por tan extraordinaria reacción escatológica. Meritxell entra repentinamente y abre los ojos como platos mientras suelta un chillido salvaje... Y es que lo que se le ofrece la deja paralizada... Un instante después arruga la nariz, se cubre la boca con la mano y cierra de un sonoro portazo. ¡Lo siento, perdona Andreu! la oye gritar desde fuera. Con la premura Andreu no echó el pestillo.

Andreu gime y se echa las manos a la cara. Su imagen, sentado en la taza del water con los pantalones por los tobillos en medio de aquella pestilencia, resulta desoladora. Se quiere morir. De hecho casi se muere de un ataque de ansiedad. Incluso el corazón amenaza con escapársele por la boca en repetidas ocasiones. Tarda más de media hora en salir y cuando lo hace se dirige a su mesa a toda velocidad con la cabeza baja, sin mirar a nadie, sudoroso. Recoge sus cosas y se marcha como si el diablo le persiguiera.

Al día siguiente su mamá llamó por teléfono para decir que Andreu estaba muy enfermo; y tres días más tarde fue el propio Andreu el que llamó a don Marcial para comunicarle que dejaba el trabajo y que no volvería. A pesar de sus ruegos don Marcial no obtuvo explicación alguna sobre tan extraña manera de proceder. Y Meritxell ya no tuvo motivo para llegar tarde.

miércoles, 27 de agosto de 2008

El eco de los cipreses (cuento)

Los árboles.., ya casi no los veo; ya no distingo mis viejos y entrañables castaños. Hasta... ¿Fue ayer...? Era todo tan distinto… Diría, además, que la grieta del muro parecía mucho más grande. La luz penetraba a raudales por ella, limpiamente, cubriendo con su manto blanco todo lo que encontraba a su paso, incluso las sombras. En los primeros momentos tanta claridad me sacaba de quicio, pero a fuerza de costumbre casi llegué a acostumbrarme; era una luz fría y limpia que inundaba hasta el último rincón de mi cuarto, que me tocaba... Sí..., me tocaba. Al principio, y me estremezco solo con recordarlo, su tacto me resultaba repulsivo, me helaba el corazón. Los párpados no me protegían lo bastante y mis pupilas se contraían lo indecible hasta condensarse en un punto minúsculo muchas, muchas horas al día; tal vez más de lo humanamente tolerable. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de poder habituarme a ese tormento. ¿Diez..., cien días? No lo sé. Muchos, demasiados en cualquier caso. Y ahora la oscuridad de nuevo y con ella otra vez la incertidumbre, el miedo. ¡Dios! la añoranza de lo que se teme resulta insufrible. La nostalgia del dolor es irracional, absurda y a pesar de todo, ahí está.

Los libros, mis libros, nunca consiguieron expulsar de mi pensamiento el ansia de penumbra, de silencio, de recogimiento. Aquella soledad..., aquel frío reparador...; la inconfundible frescura del vacío..., el vértigo irresistible de la nada... ¿Dónde ha quedado todo esto?

No, no puedo, no quiero dejarme vencer a pesar de esos momentos en que el monasterio entero parece acuciado por el abandono, por la desidia. Lánguida decadencia la suya..., desalentadora y hermosa al mismo tiempo. Un día, los cipreses del claustro parecen observar mudos y amenazantes el lento e inevitable declinar de la vida alrededor y sin embargo, al día siguiente, con la vuelta de la claridad todo cambia y se sacuden la melancolía con dos cabezadas elegantes y parsimoniosas. Y yo me siento aliviado y lo agradezco, sí.

Me emociona observar el cielo desde el pie de estos gigantes presos en tierra. Me siento privilegiado por poder seguir mentalmente los textos que escriben sus afiladas agujas sobre el azul y el blanco. Soy afortunado, lo sé. Y es que los cipreses no dejan de susurrarnos historias fantásticas. Con orgullo, sí, pero también con el resentimiento del ángel caído no cejan en recordarnos aquel pasado remoto en el que ellos, sólo ellos, eran los verdaderos amos del mundo. Una época gloriosa que ya nadie recuerda, de luchas ciclópeas entre sus ejércitos silenciosos y las fuerzas de la Alendra en una guerra que de ninguna manera podían ganar. Aquellas historias, cinceladas en gigantescas losas de ónice por monjes kwalanes, no pudieron resistir el paso del tiempo y se pulverizaron con las ágatas que las materializaban. Hoy, solo hay que ser lo bastante sensible para apreciarlo, cualquier gema pendida del cuello de una mujer atesora mil reflejos del alma de aquellos seres extraordinarios. La misma que impulsa a los cipreses a reescribir sus viejas hazañas en las alturas para todo aquel que sea capaz de leerlas y conmoverse con ellas. Espíritus irredentos, los cipreses..., se resisten a ser olvidados... Mis libros...

...Sí, claro que me alegro de que por fin aquella luz cegadora no se acuerde de volver, aunque, quizá deba pagar un precio demasiado alto por ello. Ya no puedo verlos, mis árboles han desaparecido del horizonte... Ojalá no se hayan ido para siempre... Tampoco percibo la sutil melodía de la brisa de la tarde acariciando sumisamente sus hojas.

Con el silencio pierdo el miedo y recupero la calma pero me invade una profunda tristeza. Inexplicablemente... Los poros de mi piel no descansan; alientan, se esfuerzan por respirar en un medio desagradablemente húmedo y esquivo. Manos ajenas, que no siento, ¿por qué os aferráis a ecos de voces desconocidas y lejanas que solo quiero olvidar? Los castaños... ¡Ahora.., ahora os puedo ver de nuevo...!
...
- Nada, este tampoco respira..., no tiene pulso. Y la mujer también está muerta. Mientras yo examino a los pasajeros del coche de delante concentraos en esos dos de atrás; están inconscientes pero sus heridas no son demasiado graves. Tened cuidado, al niño le he aplicado un torniquete de urgencia por encima de la rodilla. Y cuando acabéis preguntadle a alguno de los policías si hay más ambulancias en camino; vamos a necesitar al menos otras dos.

-Muy bien, doctora.

jueves, 21 de agosto de 2008

Medio mundo es idiota (cuento)

Una cuarta parte de la población mundial es idiota. Me lo soltó esta mañana un vecino de mesa, en el café, mientras desayunaba examinando rutinariamente el periódico. Al oírlo pensé que alguien hablaba con algún acompañante y no le dí mayor importancia. Sin embargo, un instante más tarde volvió a la carga con lo mismo y picado por una curiosidad primaria, instintiva diría, volví la cara para averiguar qué ocurría. No había nadie más en el Rex, tan solo aquel tipo de aspecto descuidado que me observaba desde la mesa de al lado y que por lo visto parecía esperar algo. Debía tener de treinta y pocos y de no ser porque no me quitaba la vista de encima hubiera pensado que era alguien que, como yo, se tomaba el primer café del día hojeando despreocupadamente un periódico. Ni siquiera estaba la camarera, que como todas las mañanas a primera hora se dedicaba a ordenar las mesas y las sillas de la terraza. Casi medio mundo es idiota, créame, se lo aseguro, insistió por tercera vez sonriendo enigmáticamente mientras asentía con la cabeza. Quien sabe; es posible.., le contesté evitando sostenerle la mirada. Sí.., es muy posible, repetí con media sonrisa y una evasiva entera mientras volvía prudentemente a mis cosas. ¡Se lo digo yo! ¡Medio mundo! Me va a perdonar, le respondí tras el sobresalto, mire, no se moleste pero me gustaría continuar con la lectura del periódico; verá, tengo poco tiempo y prefiero leer un rato, ¿me comprende, verdad? Por supuesto, me dijo, no se preocupe. Y se calló.., durante treinta segundos. ¿Lo ve? ¿Lo está viendo? ¿El qué? Oiga, pero.., ¿qué le pasa? ¿Es que no piensa darme un momento de tranquilidad? Lea, lea; usted a lo suyo, pero.., a las pruebas me remito. Tardé un minuto en darme cuenta que acababa de llamarme idiota pero no quise hacer un problema de una bagatela y fingí que leía.

En realidad mi atención estaba toda en aquel individuo que no había tenido empacho en tacharme de idiota con toda la naturalidad del mundo. Me mantuve tenso un par de minutos más esperando la siguiente impertinencia; la mirada fija en la taza de café mientras lo removía una vez y otra con la cucharilla. Afortunadamente, viendo que mi vecino de mesa cesaba por fin en su chalada invitación a la tertulia me sentí aliviado y pude centrarme otra vez en el País. ¡Ah!, pero.., ¿usted es de los que leen el País? Dios mío, me dije, vamos a tener problemas. A mí me encanta el País, continuó; lo prefiero a la Vanguardia. Yo ya leía el País en mi país, ¿sabe? Un gran periódico, el País... Oiga, le interrumpí, a ver, ¿qué le pasa? ¿Se encuentra usted bien? Porque a mí todo esto no me parece normal. Le he tolerado que insinúe que soy idiota a cambio de tener la fiesta en paz. ¿No le parece suficiente? ¿Es que está buscando problemas? Por favor, no se excite, me contestó mostrándome las palmas de las manos y abriendo los ojos como platos. No sé porqué se ofende porque yo no le he faltado al respeto. Y además, no le he llamado idiota; lamento que no me haya entendido, porque yo... Pero bueno, ¿quiere usted parar y dejarme tranquilo? ¡Solo quiero leer un rato! ¿Y qué le impide a usted leer? En este país están todos muy estresados; todo el mundo está siempre de mal humor. Yo soy de Chile, ¿sabe? y en mi país la gente es más tranquila, más feliz. Ustedes, los catalanes, parecen franceses. Yo he vivido unos años en Francia y allí todos tienen mala cara. Pues a ustedes les pasa lo mismo; hablan diferente pero son ustedes clónicos a los franceses. Si ha viajado usted a Francia sabrá lo que le digo...

No me lo podía creer. Dios, dios, dios.., qué cruz, pensé ¿en qué he podido ofenderte hoy y tan temprano, para merecer por castigo un charlatán que no tiene reparos en llamarme idiota y estresado simplemente porque no tengo ganas de seguirle la corriente? Llegado este momento mis reflexiones iban por un lado y la cháchara del chileno por otro, porque mi improvisado vecino de mesa no callaba ni a empujones. ¿Qué puedo hacer? me preguntaba. Es evidente que este hombre no anda en sus cabales. Debería largarme, porque no callará y me obligará a soltarle alguna de mal gusto. Aunque, por otra parte, ¿por qué debo renunciar a mi oasis diario de tranquilidad? ¿Simplemente porque a este majadero le ha venido en gusto darme la vara? ¿Es que debo tolerar que me fastidie el día, así, sin más? Oiga, ¡escúcheme! le dije resueltamente y sin contemplaciones. Pero él ni caso; a su bola. Es como lo de esos robos... ¿Qué? ¡Estaba hablando de robos! No sé como llegó de los franceses carapalo a los robos, pero aquel tipo se refería a los robos que vienen produciéndose últimamente en algunos polígonos industriales de por aquí cerca. ¿Usted se piensa, decía con énfasis, que la policía no está de acuerdo con los ladrones? ¿Quiere dejarse de monsergas? A mí todo eso me importa un bledo, le dije. A ver, ¿quiere usted entender de una santa vez que lo que quiero es que me deje en paz? ¡Joder! ¿Por qué no se va a importunar a otro? Y no pude más, porque diciendo esto cogí la taza con el culo de café con leche que me quedaba y el periódico, y me fui tres mesas más atrás.

Para entonces en el Rex ya había cuatro o cinco personas más que asistían divertidas y silenciosas al espectáculo. Y no sé que me dolía más, si haber soportado la tabarra de mi locuaz vecino de mesa o comprobar que aquella gente se lo había pasado en grande a costa mía y de mister simpatía. ¡Me cago en.., si llego a darme cuenta antes hubiera podido largarme a tiempo! Para acabarlo de rematar, mientras se desarrollaba la escena del desapego sonaba “When a man loves a woman” de Percy Sledge. No hay derecho, pensé. Y es que aquel fondo musical hacía que mi sensación de ridículo fuera mucho más hiriente.

Acomodado de nuevo, ahora en el fondo del bar, no conseguía apartar de mi cabeza al tipo que acababa de expulsarme de mi mesa favorita. Dios es testigo: lo intenté, pero nada, no podía continuar leyendo. Imposible. Me encontraba descentrado, fastidiado. Humillado, por no haber sabido cortar rápidamente con aquel memo. Y además, el poco café que me quedaba se había enfriado y eso es algo que me jode lo indecible. Él siguió allí unos minutos más, impasible, ahora en silencio, hojeando la Vanguardia. Y yo, maldita sea, no podía quitarle los ojos de encima. Y mira, aquel sujeto odiaba a los franceses y llevaba puesta una camiseta del Olympique Lyonnais con el número ocho. ¿Será gilipollas? ¿Quién lleva el ocho en el Olympique de Lyon? Por suerte al cabo de un rato se levantó, cogió del suelo algo parecido a un viejo macuto militar y fue a la caja. No le vi salir pero era obvio que se marchaba.

Su marcha resultó terapéutica. Al instante, menos mal, recuperé la tranquilidad suficiente para seguir con el País. Por enésima vez comencé a repasarlo y poco a poco, casi agalbanado, llegué a la página cinco del suplemento “la revista del verano”. Allí me entretuve para ponerme al corriente de la polémica que ha despertado la publicación de un nuevo relato de Tintin donde éste pierde la virginidad. ¡Ostia! ¿Cómo? ¿Que Tintin se ha liado con alguien? Pero a ver.., ¿no era Hergé, aquel que se murió hace unos años? Y por añadidura y no contentos con esto, en el nuevo relato no han tenido empacho en deshacerse del pobre Milú; según parece, ya se ha muerto. Pero bueno.., ¿Qué retorcida mente ha podido idear algo tan monstruoso? me pregunté. Es como si me cuentan que ha salido un nuevo volumen de don Quijote, donde éste se compra una Vespa. Me niego a aceptarlo. Milú siempre fue un poco gilipollas, es cierto, pero era mi gilipollas; nuestro gilipollas. Sigo leyendo y me entero que se trata de un relato publicado solo en España, una especie de homenaje a Hergé en su centenario. ¿Homenaje? ¡Descerebrados! Así, ¿cuándo muera Quino le harán un homenaje tirándose a la Mafalda y acuchillando al Felipe, verdad? Habría que fusilarlos a todos, al autor de la infamia, al editor.., ¡a todos! Menos mal que Moulinsart evitará que se reedite el vilipendio. ¡A por ellos! ¡No aflojes!

¡Joder, se hacía tarde! De regreso a la realidad, recuperado ya el sentido común tras haberme sumergido un ratito en mis fantasías tintineras, volví a pensar en el episodio chileno. Qué barbaridad, sólo había pasado un cuarto de hora pero tenía la sensación de que todo quedaba muy lejos. Parecía mentira. Era como si aquello le hubiera sucedido a otro y me lo hubieran contado. Me sentía totalmente relajado; mi mente se había saneado gracias a la estupidez de un "homenaje" tan perverso como innecesario. Para acabarlo de redondear tan sólo cabría marcharse del Rex de la forma más discreta posible, antes de retomar mi rutina laboral como si nada hubiera pasado. Con este propósito in mente, me levanté sin hacer ruido y, casi en volandas, me acerqué a la caja: oye Sara, ¿quieres cobrar, por favor? No, no hace falta, ya está pagado. ¿Cómo? Sí, tu amigo te ha invitado. ¡No fastidies! Que sí, hombre... Me quedé aturdido. Fue como.., como una bofetada.

Cabizbajo, caminando de vuelta a mi despacho me devanaba los sesos queriendo ver algo positivo en todo aquello, pero nada, no acerté a encontrarlo ni por asomo. Malas sensaciones; muy malas. Retortijones, gases… El café con leche me cayó fatal. ¿Por qué me habrá invitado ese capullo...?

Hola Xavi, ¿como va todo...? ¿Qué tal, Joan..? Bien, hoy tenemos poca gente. Aquí tienes la lista. Humm; ¿quien es el primero...? No lo sé, viene por primera vez. Creo que quiere un informe de arraigo. Bueno, dame cinco minutos y dile que pase.

...Sí, era él.

miércoles, 18 de junio de 2008

La imaginación (cuenta)

El ojo del hipnotizador no hace madurar las uvas. Esto lo sabe cualquiera que alcance a tener al menos un gramo de imaginación. Sin embargo, la imaginación, y aquí está lo inexplicable, es un bien escaso entre personas adultas a pesar de su insignificante coste. Es algo que se hace difícil de entender y quizá haya que buscar la explicación en la confusión existente sobre su verdadero valor. Sí, la imaginación está poco valorada porque a menudo es confundida con la ensoñación; con los sueños, en definitiva. Pero lo cierto es que ambas cosas están bastante lejos de ser lo mismo. Una persona soñadora pero pobre de imaginación puede pasarse la vida soñando estupideces. En cambio los sueños de una persona imaginativa no conocen límite.

Por alguna razón que se me escapa, nos han hecho creer que los sueños no pertenecen al mundo adulto. Al menos al mundo adulto respetable. Los adultos soñadores suelen obtener muy poco crédito y son generalmente tratados con condescendencia, cuando no con desprecio. Alguien peor pensado que yo me ha dicho que se trata de una confusión interesada y cultivada con esmero desde tiempo inmemorial. Y es que la imaginación arrastra mala fama por lo menos desde la Reforma, y mira que hay que tener imaginación para participar de determinados dogmas. Qué digo: de todos los dogmas, absolutamente de todos. A los individuos imaginativos ―y también a los soñadores, por supuesto―, se les suele relegar al limbo de los estúpidos. Así, simplemente, con la trivial e insufrible sonrisa que insinúan los más acerados defensores de lo correcto, de lo adecuado. Sobre todo si los pobres diablos tienen edad para trabajar y, en consecuencia, para dejarse de estupideces. Ante la gente con imaginación se suele decir: ¡déjate de payasadas, que aquí hacemos las cosas como dios manda! Que es como decir que las cosas deben hacerse como ellos quieren. Y claro, aunque duela reconocerlo algo de razón ya tienen, ya. Porque, dejémoslo claro, no puedes ir por la vida con el lirio en la mano y pretender que te cedan el asiento en el tranvía, ¿verdad que no? A no ser que estés de siete meses.

Ayer, un viejo amigo me preguntó si conocía la psicología de la imaginación. ¿Cómo? Sí, ¿sabías que hay toda una teoría sobre el asunto? me dijo entusiasmado. Me dispuse a escuchar, sorprendido y al mismo tiempo algo temeroso, lo admito. Pues.., mira, no sé qué decirte, respondí ante su interés por conocer mi opinión cuando ya me había dado unas primeras explicaciones que yo no acerté a comprender del todo. Pero él, haciendo caso omiso de mi evidente desinterés, continuó mareando la perdiz durante un buen rato y, entre pregunta y pregunta acerca de mi parecer sobre la cuestión, no dejaba de insistir en lo interesante que le resultaba tan curiosa e imaginativa teoría ―esto no lo decía él, por supuesto. Viendo la obstinación de mi amigo en hacerme partícipe de aquel peñazo, el enardecimiento que ponía en sus palabras y gestos, yo no podía sino hacer ver que le prestaba atención por el respeto que le profeso, que es mucho. Pues mira, no sé qué decirte; en serio. Es lo mejor que sabía responder cada vez que pedía mi opinión. También es verdad que tras escucharlo durante algunos minutos ―sin acertar a ver el fundamento de aquello por ningún sitio―, mi mente voló a otro lugar y se instaló allí hasta que decidió dar por acabada su (aburrida) perorata. Como es natural, después hablamos de muchas otras cosas y pasamos un buen rato, como siempre.

Mucho más tarde, ya en el coche y de vuelta a casa recuperé aquel descabellado asunto. Cuanta imaginación, la del autor o autores de aquella teoría, porque de eso se trataba. ¿Qué misterioso impulso −me dije− se encontrará tras ese tipo de cosas? ¿Qué hará que alguien, obviamente inteligente, invierta su tiempo en construir un discurso insustancial y absolutamente irrelevante? Luego pensé que esta clase de cosas son mucho más corrientes de lo que se suele creer. Sobre todo en el a menudo acerado mundo universitario. Recordé entonces unas palabras del que fue mi profesor de filosofía del derecho. Ferrer, se llamaba −se llama, corrijo. Sostenía que la psicología −y el psicoanálisis, muy en particular− no era más que humo. Humo de colores si ustedes prefieren, comentaba, pero humo al fin. Humo magnético, seguramente perfumado, añadía yo por entonces. A lo mejor entendí mal sus palabras pero decía que salvando distancias meramente formales, la psicología no era algo muy diferente de la astrología o la quiromancia. Movido por un irredento espíritu polemista Ferrer probablemente exagerara, pero, lo cierto es que cuando escucho algunas cosas no puedo evitar recordarlo y darle la razón. El profesor Ferrer no era un sabio −es posible que llegue a serlo algún día− pero no tengo duda alguna de que era un tipo largo y avezado. Guardo de él un vago y a pesar de todo buen recuerdo. En cualquier caso si el propio Einstein pensaba que la imaginación era la matriz del futuro debía ser por alguna razón. Einstein, de más está decirlo, debería estar fuera de toda duda, ¿verdad? Sin embargo, es posible que no llegara a ser tan largo como lo es Ferrer. Por lo demás, ¿qué es la imaginación de un adulto comparada con la de un niño que pretende hacer un ferrocarril con espárragos? En fin, mejor dejarlo aquí o llegaremos a Cajamarca. Además, me apetece escuchar a Paolo Conte. Max, era Max.., piu tranquilo que mai.

martes, 15 de abril de 2008

El muerto al hoyo y el vivo... también (cuento)

Este es el relato de una calamidad anunciada. Sucedió hace un puñado de años en Serraniales, un pueblo salmantino perdido en la Sierra de Francia, y todo empezó cuando murió Mateo, el enterrador. Nadie, absolutamente nadie podía sospechar entonces que algo así acabaría siendo fuente inacabable de disgustos para algunos de sus más reputados vecinos.

El bueno de Mateo llevaba más de veinte años ejerciendo discreta y eficientemente su oficio y su repentino fallecimiento dejó al pueblo huérfano de un servicio que se echaría inmediatamente en falta. Era sábado, a primera hora de la mañana de un día resplandeciente; tanto, que ni el más optimista hubiera dicho que el mes de noviembre se encontraba en las últimas. Mateo traspasó solo, tan solo como vivió a lo largo de toda su vida. No se le velaría. Tampoco se derramaría una sola lágrima por él, pero casi todos lamentarían su pérdida. Aquel día don Matías, que así se llamaba el alcalde, vio frustrada una tranquila mañana de ocio al ver que María, la vecina del difunto, llegaba jadeante hasta la misma puerta de su casa para dar noticia del inesperado incidente. ¿Y ahora qué...? Pasados los primeros segundos con la mente en blanco este fue el único pensamiento del atribulado edil: ¿quien enterrará al enterrador...?

Don Tomás, el rector de la parroquia, acudió solícito en ayuda del alcalde cuando este lo llamó alarmado no tanto por la noticia como por su consecuencia práctica. Acordaron encontrarse en el casino del pueblo y allá, discretamente arrinconados en una mesa, se aplicaron a valorar las circunstancias de tan inesperada situación al tiempo que apuraban un café negro y espeso como el alquitrán. Cómo es natural, el cura se haría cargo de las exequias y tanto uno como otro daban por hecho que María, con la ayuda de alguna otra voluntaria, asumiría la ingrata tarea de preparar y amortajar el cadáver de Mateo. El ataúd tampoco debería representar inconveniente alguno ya que Jesús, el carpintero, siempre disponía de unos cuantos en su almacén para cubrir los decesos que iban produciéndose en el pueblo a lo largo del año. Y por si fuera poco el Consejo municipal asumiría el gasto; que el propio don Matías ya se ocuparía del asunto. La complicación era muy otra. ¿Qué harían cuando una vez acabada la Misa de difuntos, llegara el momento de trasladar al cementerio los despojos mortales del finado? Hasta ayer mismo era el propio Mateo el encargado de amortajar, abrir la fosa y enterrar al muerto de turno en el lugar adecuado del cementerio; amén, claro está, de ocuparse del mantenimiento del recinto y tener al día el libro de registro de parcelas. Ahora, sin embargo, habría que improvisar habida cuenta de su inesperada desaparición. De golpe, el alcalde se encontró entre manos con un asunto que le exigía una respuesta tan rápida como discreta, y él no era de la clase de hombres que saben trabajar apresurados. ¿Quien enterraría a Mateo? Engorrosa cuestión, no hay duda.

Convencidos que la brigada municipal de obres podría resolver el problema con la urgencia y pulcritud requeridas, el primer pensamiento del alcalde y del capellán fue en esta dirección. A primera vista parecía lo más lógico. Santiago, el jefe de la brigada, acudió al llamamiento del alcalde intrigado por la novedad. ¿Qué pasará, que no puede esperar hasta el lunes? Y además, ¿qué hacía don Matías en el casino, cuando ni siquiera eran las nueve y media de la mañana? Y aún más raro, ¿por qué lo citaba precisamente allí y no en el Ayuntamiento, como era costumbre? Cuando Santiago llegó al casino y encontró juntos y meditabundos a don Matías y don Tomás, su extrañeza se transformó en inquietud. Sin embargo, tras el saludo de rigor Santiago recuperó su aplomo habitual al ver que el alcalde, con amabilidad desacostumbrada, le invitaba a tomar asiento y compartir el café con él y con el cura. Don Matías no perdió el tiempo y comenzó explicando a su jefe de obras el problema que se les había venido encima, para acabar proponiendo a Santiago que esa misma tarde tomara las riendas del asunto hasta darle carpetazo. Por desgracia Santiago no tuvo más remedio que replicar a Don Matías que la solución no podía pasar por la intervención de la brigada. En efecto, el alcalde había pasado por alto que en aquel momento no se podía contar ni con Pedro ni con Andrés, los únicos miembros de la pomposamente llamada brigada municipal de obras, además, claro está, del propio encargado. El primero llevaba casi tres semanas de baja a causa de un accidente laboral que no le dejaba moverse si no era ayudado por dos aparatosas muletas. Y en cuanto al segundo, Andrés, solo tuvo que recordar que se encontraba de vacaciones. Se fue de viaje con su mujer para celebrar su quinto aniversario de boda; estaban en Mallorca y no regresarían hasta pasados tres días. Y desde luego, el propio Santiago no estaba en condiciones de cavar una fosa de un metro de ancho por dos y medio de largo y dos más de fondo. Cinco metros cúbicos de tierra eran demasiados para sus sesenta y dos años y su hernia discal.

Tras escuchar a Santiago el alcalde y el párroco se sumieron en un profundo silencio mientras la preocupación afloraba por primera vez a sus rostros. Necesitaban encontrar en alguien que se encargara del asunto, y deprisa porque al día siguiente cabía dar cristiana sepultura a Mateo; el inoportuno, vaya por Dios. ¡Joder, Mateu; ya podías haber insinuado que te morías, hombre! No sé... una enfermedad.., algo que nos hubiera puesto sobre aviso... El rector interrumpió al alcalde en sus quebraderos a media voz y planteó la posibilidad de acudir al enterrador del pueblo del lado. Al fin y al cabo sólo estaban a treinta y nueve kilómetros. Quizás él... ¿Pero qué dice? Nada hombre, ¡imposible! cortó por lo sano el alcalde. La idea no era buena porque hacía algunos años que en aquel pueblo acudían a una empresa de la capital por estos menesteres. Precisamente desde que murió su enterrador sin que nadie quisiera ocupar la vacante. Además, había un problema añadido: la virulenta enemistad entre los dos alcaldes hacía imposible cualquier insinuación de colaboración institucional. Nada, una quimera. Había que pensar en otra cosa. Encargarían el trabajo a alguien provisionalmente y más adelante ya se las apañaría el alcalde para cubrir definitivamente el puesto de Mateo, el desatinado después de todo.

El silencio y el desconcierto oscurecieran la reunión. El clic-clic gélido de una cucharilla removiendo la taza de café de don Tomás, y más silencio ahora roto por los golpecitos rítmicos y nerviosos que hacía don Matías al repicar con sus dedos sobre la mesa... Hasta que a Santiago se le reveló la imagen de Felipe, el mayor de los hijos de la Rosario, la del estanco. Este chico se encontraba casi siempre en paro y solo salía adelante gracias a las chapuzas que se le iban presentando. Pero, ¿no era Felipe uno de los que se fueron la semana pasada a Barcelona para trabajar en las obras del Forum? replicó el alcalde. Pues es verdad, se me había olvidado. Pero no importa porque también se lo podríamos encargar a Bartolo. No es que el chaval sea muy avispado pero, para lo que tendrá que hacer... No sé qué decirte, Santiago; yo a Bartolo lo veo algo.., no me acaba de... No perderemos nada con intentarlo, dijo el cura como si hablara desde el púlpito. Maldita sea, Mateo; ¡cómo nos has jodido! cuchicheaba don Matías para sí mismo. De acuerdo Santiago, mira a ver si lo encuentras y dile que venga, por favor.

Bartolo era un hombre de pocas luces y ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntar a Santiago qué se le ofrecía al alcalde; sencillamente se fue con él hasta el casino para presentarse dócil ante la autoridad, los ojos puestos en el suelo y la gorra entre las manos. Oye Bartolo, dijo el alcalde sin preámbulos, quiero que me hagas un favor, un favor muy grande que se te pagará muy bien. Mira, Mateo se ha muerto y mañana habrá que enterrarlo. Tendrías que ir al cementerio y preparar las cosas. ¿Qué cosas? ¿Pues qué va a ser, hombre? Digo yo que habrá que enterrarlo, ¿verdad? Pero, ¿no está Mateo para eso? ¡Es que Mateo es el muerto, joder...!


Bueeno, no perdamos la calma, se dijo el alcalde cogiendo aire muy lentamente. Ya veo que no te enteras Bartolo. Préstame mucha atención. Quiero que ma-ña-na, después de Mi-sa, entierres a Ma-te-o, ¿entendido? Las últimas palabras del alcalde sacaron a Bartolo de su aturdimiento, pero solo para dejarlo petrificado. Bien.., ¿qué dices? Pero Bartolo no dijo nada; salió pitando del casino y arrancó a correr calle Mayor abajo como un mulo desbocado. ¿Lo veis? ¿Qué os decía yo? Este tío es todavía más imbécil que su padre, que en paz descanse. ¡Cagüendios, Mateo, tenias que hacer las cosas a tu manera y morirte sin avisar! ¡Maldita sea, Mateo!... Bueno, bueno, don Matías, tranquilícese por favor, intervino don Tomás, visiblemente molesto por el lenguaje del alcalde. Ya verá como encontramos a otro. No se desespere, hombre. Hagusté el favor.

Por suerte Santiago tenía más propuestas. También podríamos decírselo a Simón. Creo que tiene apalabrados a seis o siete que le recogen las naranjas... O al hijo del panadero... ¿A ese borracho? ¿A ese toxicómano? saltó el alcalde. Hombre, Santiago, pareces tonto, ¿tú querrías al hijo del panadero para la brigada? Pues, no, pero creo que para salir del apuro Judas ya nos valdría. También don Tomás estaba de acuerdo con Santiago. Lo importante era salir del atolladero como fuera, que luego Dios diría. ¿Y por donde anda ese? Lo vi en la plaza, cuando iba a buscar a Bartolo. Pues anda, ve a ver si lo encuentras y dile que venga, ¿quieres? A ver qué puede hacer. Voy volando.


Judas tenía mala fama. Le gustaba beber y presumía de no haber dado nunca un palo al agua. Se metía en líos sin esfuerzo alguno y solo el dinero de su padre le ahorraba las calamidades que sin duda merecía. Hola Judas, ¿cómo estás? Pssée, voy tirando. Bueno, ¿qué pasa, qué es lo que ustedes quieren? Oye, esta mañana han encontrado muerto a Mateo y... ¡Eeeeh! Aaalto ahí... Un momento ¿eh? ¿Pero, que es lo que ustedes se piensan? ¡A mi no me cargan ese muerto! ¡Cagüenlaleche, aquí se queda preñada la burra y le echan la culpa al Judas! Hasta aquí podíamos... ¡Quieres callarte de una vez, cretino, que estás alarmando a los parroquianos! tronó el alcalde. Lo que queremos es hacerte un encargo, caramba, acabó de rematar. Usted perdone, es que yo... A ver; calla de una vez y escucha lo que te voy a decir. Necesitamos a alguien que se encargue de las cosas del entierro; de abrir la fosa y enterrarlo, ya sabes... Y mira, hemos pensado en ti, ¿qué te parece? Bueno, es que así, de golpe... ¿Puedes hacerlo o no? Pues, no sé, a lo mejor con ayuda de alguien... Vale, pues te buscas a alguien que te ayude; no hay problema. Es que no sé si.... Mire señor alcalde, mejor yo lo dejo, que estas cosas a mi no me van, ¿sabe? Pero.., ¡anda ya! Lárgate de aquí, so gandul. Ya sabíamos nosotros que tu no servías pera nada importante. Hombre señor alcalde, no se ponga usted así... Venga, ea que te vayas. ¡Hala, hala, fuera!

Judas salió del casino tocado en su orgullo. Al fin y al cabo, pensaba, tampoco debe ser tan complicado eso de abrir un hoyo donde quepa una caja de muertos, meterla dentro y luego echar tierra encima. Lo comentaré con los colegas, a ver si alguien me ayuda... Se van a enterar esos de lo que es capaz el Judas. Y así, rumiando y cabizbajo emprendió Judas el camino de “la Zelota”, el antro de las afueras donde se reunía la peña.

Lo mejor será decírselo a Simón, volvió a la carga Santiago. Simón era un vecino serio y cabal y si él mismo no podía ocuparse del asunto a buen seguro que les daría una solución. Tengo su número de teléfono apuntado en mi libretilla y puedo llamarlo si a ustedes les parece bien. Pues claro que sí, hombre. Llámalo. Llámalo ahora mismo, a ver si salimos de este entuerto de una puñetera vez. Hola Simón, soy Santiago. Verás, estoy en el casino en compañía del alcalde y de don Tomás, y tenemos un grave problema que quisiéramos consultar contigo. ¿Porqué no te acercas un momento y lo hablamos? Es importante. Bien, ahora voy. Dame diez minutos.


Este hombre empezó como frutero y ahora era el propietario del principal supermercado del pueblo, aunque él sigue presentándose como industrial de la fruta. Además, en los últimos años había ido comprado tierras y esto lo convertía en uno de los más señalados propietarios de la comarca; y esta era la razón por la que siempre tenia una cuadrilla de temporeros trabajando para él. Como era de esperar, Simón tardó exactamente diez minutos en aparecer por el casino. Buenos días señores. Bien, ya dirán ustedes qué se les ofrece. Don Matías expuso el asunto a Simón con toda suerte de detalles. Mientras, los demás mostraban su semblante más grave y de vez en cuando asentían con la cabeza a cuanto el alcalde iba explicando.

¿Y eso es todo? dijo Simón, acostumbrado como estaba a ventilar complicaciones que sí merecían ese nombre. ¿No me digan ustedes que todo el problema consiste en abrir una tumba para Mateo, y enterrarlo mañana? Mire don Matías, déjelo usted de mi mano y no se hable más de la cuestión. Es más, también me haré cargo de los gastos, que el bueno de Mateo se lo tiene bien merecido. Esta tarde le diré al capataz que escoja a dos de la cuadrilla y vaya al cementerio a resolver el problema. ¡Asunto zanjado, caballeros!

Al oír a Simón los que le acompañaban se levantaron exultantes de alegría para abrazar al hombre providencial. Y es que Simón valía un potosí. Jubilosos, contentos como unas pascuas, se dirigieron todos a la barra, Simón arropado por el grupo, recibiendo parabienes y golpecitos en la espalda. ¡Cuatro coñacs, por favor! No, no; para mí un anisete, replicó don Tomás a don Matías. Pues venga: ¡tres coñacs y un anisete! Las doce del mediodía estaban al caer cuando la alborozada tropa abandonaba el casino, cada cual a su casa o a sus quehaceres. El alcalde, sin duda el más aliviado, dio un rodeo para pasar por el Ayuntamiento antes de dirigirse a su casa; quedaba algún asuntillo pendiente y, lo que es más importante, tenía que telefonear a Maria para ver si podía encomendarse de preparar a Mateo para su último viaje. Bien; todo resuelto. Él mismo se encargaría mañana de llevar el féretro de casa de Mateo a la Iglesia y desde allí al cementerio en su imponente pick-up Toyota recién estrenada. Nadie podría decir jamás que Matías no era un buen alcalde y un buen vecino, sí señor.

Cuando Judas entró en “la Zelota” se sintió despechado. Aburridos de esperarlo el Chino y el Julián se habían largado a la ciudad sin él. Y ya no volverían hasta el día siguiente. ¡Mecagüenlá...! A Judas no le quedó más remedio que acodarse en la barra solo y apesadumbrado. El barman, un armario de ciento cincuenta kilos cuyos brazos colgaban de sus hombros como arbotantes, no estaba acostumbrado a ver afligido a Judas. De hecho hasta parecía pensativo y eso sí que era raro porque Judas era un tipo duro, de los que ni se afligen ni piensan, por supuesto. Oye, si tanto te jode, coge la moto y lárgate. A lo mejor todavía puedes pillarlos antes de llegar a Salamanca. No; no es eso. Es que esta tarde necesito a alguien para hacer un trabajo, y contaba con el Chino. ¡Ey! Al Chino no lo metas en líos, que aún tiene que presentarse cada mañana en el cuartelillo. No hombre; no van por ahí los tiros. Es para trabajar de verdad. Me han hecho un encargo y necesito ayuda. ¿Qué tienes que hacer? Se ha muerto el enterrador y hay que darle sepultura; esta tarde iré al cementerio para abrir el hoyo y mañana, después del funeral, tengo que enterrarlo. ¡La hostia, tío! ¿No me digas que eres el nuevo enterrador? No, todavía no, pero no estaría mal, ¿verdad? Total, ¿cuánta gente se muere en este pueblo al cabo del año? La cosa es que hoy necesito a alguien que me ayude a cavar, que mañana me las apaño solo para enterrar al muerto. ¿Y por qué no te llevas al Bartolo? Lleva un rato allí, en aquel el rincón... (¿?)


Oye, Bartolo, ven un momento... ¿Por qué no me haces un favor? Mira; tengo que ir al cementerio esta tarde para cavar una tumba y.... ¡Y una mieeerdaa! ¿Pero qué coño pasa hoy en el pueblo, que todo el mundo quiere enterrar a todo el mundo? Pero, Bartolo... ¡Iros a tomar por culo! Y Bartolo no dijo más; cogió la puerta y se largó gruñendo cosas irreproducibles. Pero, tío, ¿qué le has dado al Bartolo? Nada, te lo juro. Ha pedido una caña y mira, ni siquiera se la ha acabado. Pero no te preocupes.Tengo yo un colega que a lo mejor podría ayudarte; anda siempre seco y si le sueltas treinta euros te abre no una sino tres sepulturas. Me dijo que esta tarde pasaría por aquí a eso de las seis. Vente a esa hora y te lo presento. Vale tío, hasta luego.

Simón llegó a su casa visiblemente satisfecho de sí mismo. En una sola jugada se había metido al alcalde y al cura en el bolsillo, y todo a cambio de nada o casi nada. Comió solo, mirando la tele, y después de una corta siesta cogió el coche y se fue ver qué hacían los jornaleros en sus tierras. Hace años que contrató a Pepe Triguero como capataz, un hombre honesto y trabajador como pocos, y desde entonces ha podido delegar en él gran parte de sus responsabilidades. Pepe valía de largo el sueldo que cobraba. Buenas tardes don Simón. Hola Pepe; qué, ¿cómo va la jornada? Muy bien, se ha recogido casi toda la naranja; solo quedan aquellas dos hileras, las de al lado de la acequia. Para el mediodía del lunes habremos acabado y podremos empezar con otra cosa. Estupendo, lleváis dos días de adelanto. Muy bien, Pepe, muy bien. Te felicito. Pero, verás; he venido porque me gustaría que me hicieras un favor... Lo que usted mande don Simón, como siempre. ¿Sabías que esta mañana se murió Mateo, el enterrador? Pues sí, ya me lo han contado; qué fatalidad. Eso pienso yo; sobretodo porque de ayer para hoy nos hemos quedado sin enterrador en el pueblo, y esta es precisamente la clave del problema. Por esta razón me he comprometido con el alcalde a encargarme del entierro. Además, como Mateo no tiene a nadie... Tiene usted un corazón muy grande, don Simón... Y claro, enterrarlo quiere decir enterrarlo, Pepe. Está claro, don Simón.., pero no veo yo en qué le puedo ayudar. Te lo digo ahora mismo: me gustaría que cogieras a un par de la cuadrilla y te fueras luego al cementerio para abrir un hoyo donde enterrar al difunto. He estado dándole vueltas y creo que se trata de un asunto que no puede requerir más de una hora de trabajo. Por supuesto, puedes contar con una buena recompensa. A ti te daré cien euros y a los chicos les daré cincuenta a cada uno por una hora escasa de faena. ¿Cómo lo ves...?


Pues no sé yo como se lo pueden tomar porque todos tienen ganas de dar de mano pronto; es sábado y son casi las cinco... Nada, les dices que les daré sesenta a cada uno. ¡Joder, que estamos hablando de una puñetera hora de trabajo, y no más! Vale, ya me encargaré; no se preocupe usted don Simón que hoy estará hecho el hoyo. Al cabo de un rato, minutos antes de acabar la jornada, Pepe reunió a la cuadrilla y pidió dos voluntarios para irse con él al cementerio. Les explicó de qué se trataba pero no obtuvo la respuesta que quería. Nadie estaba por la labor de hacer más horas, y eso que todos eran solteros. O quizá precisamente por eso. La cuadrilla la formaban cuatro rumanos, un albanés y dos marroquíes y menos estos, todos se esfumaron antes de qué Pepe pudiera insistir otra vez en el asunto. Y lo cierto es que los marroquíes no siguieron a sus compañeros porque todavía no entendían muy bien el idioma y andaban un poco desconcertados. Bueno, jefe, que nosotros ya nos vamos... Un momento Mohamed, un momento. Si venís conmigo y me ayudáis os pagaré cien euros a cada uno. Pepe pensó que si no ponía él algo de dinero se quedaría más solo que la una para hacer el agujero. Hay que enterrar a un paisano y me tenéis que ayudar a hacer el hoyo... Los jornaleros se miraron con los ojos como platos sin entender nada. ¿Tu paisano está muerto? preguntó Mohamed con falsa ingenuidad. Hombre, coño, ¿es que en tu tierra los enterráis vivos, a los muertos? En mi país a los muertos los entierra el enterrador, ¿sabes? ¿Tu piensas que estamos locos, en Marruecos? ¡Marruecos es civilizado! Vosotros siempre pensáis que Marruecos... Que sí, hombre, que sí; pero no es eso, hombre. Solo quiero que me echéis una mano, Mohamed. Es que tengo que enterrar al enterrador... Pero, ¿por qué tienes que enterrarlo? Mecagüen.., porque se ha muerto, Mohamed... ¡Y deja ya de darle vueltas, caramba! ¿Y lo sabe la policía...? ¿Pero.., tu eres tonto o qué? Está todo en orden. Mateo se ha muerto solo, so-lo. Todo está bien. Todo es legal. Es el alcalde, que lo manda, ¿entiendes? Mohamed se giró hacia su compañero y tras unos instantes de conversación incomprensible para Pepe, por fin asintieron con la cabeza.

A Mohamed le acompañaba Abdul, un chico de unos veintidós o veintitrés años que no comprendía nada de lo que pasaba a su alrededor. Ambos eran trabajadores y disciplinados pero todo aquello los dejó con la mosca tras la oreja. Harían de enterradores; ya ves. La vida de un emigrante está sujeta a eventualidades a veces crueles, a veces curiosas; eso era algo que Mohamed y su compañero sabían de sobra. Conformes al fin con la propuesta de Pepe, ambos lo siguieron en silencio. Lo primero fue cambiarse otra vez de ropa; luego ir al almacén a coger un pico y dos palas. Finalmente los tres a la furgoneta y de allí pitando hacia el cementerio, que cierran.

Eran las seis menos cuarto en punto cuando el comando de improvisados enterradores llegaba al camposanto y a esa hora la luz natural era tan escasa que no parecía natural llamarla así. ¿Habían cogido linternas? Pues no. Mierda, de aquí a un cuarto de hora no veremos un pimiento, dijo Pepe a sus compañeros tras haber aparcado la furgoneta junto a la puerta. Bueno, os digo dónde hay que cavar y me alargo un momento a buscar un par de lámparas de gas. La comitiva traspasó el portal de entrada en fila india y giró a la derecha. Allí, a tan solo cuarenta o cincuenta metros, a la sombra de un roble joven, estaba el lugar donde Mateo descansaría en paz. Él mismo lo había dispuesto así en el libro de registro de parcelas aunque, ironías del destino, nunca pudo imaginar que sería él el candidato. Al llegar al lugar indicado Pepe marcó un surco en el suelo con el pie, de unos dos metros de largo, y les dijo a los chicos que empezaran a cavar sobre la marca, que él iría por las linternas y estaría de vuelta enseguida. El cementerio estaba muy mal iluminado, sobretodo en el ángulo donde los marroquíes debían trabajar. En este rincón no había más luz que la del creciente lunar que ahora dominaba el cielo. Pepe pensó que todo estaba lo suficientemente claro y se despidió momentáneamente de sus compañeros, pero, cuando a punto estaba ya de abandonar el cementerio, tuvo que girarse alarmado por los gritos de Mohamed. ...Oooye, jeeefe, ¿dónde está Roma? ¿Qué? Que dónde está Roma? ¿Roma? Síii. Pero.., para qué puñetas quieres saber eso? Por la cabezaaa. ¿La cabeza? ¿qué cabeza? La cabeza del muerto, jefe; ¡habrá que ponerla mirando a Roma, hooombre! ¡Virgen santa, la madre que parió a estos tíos! pensó Pepe al tiempo que les gritaba ...Que eso a nosotros nos da iguaaal. ¿Queréis dejar de joder y empezar a cavar el hoyo donde os he dicho? ¡Habráse visto! Redios con los moros, rumiaba, mientras arrancaba la furgoneta.

A Mohamed no le convenció del todo tanta irreverencia. Pero en fin, qué más da, pensó, si a estos infieles les era igual que les enterraran con la cabeza desorientada, también les daría igual que el agujero estuviera un poco más allá, donde había bastante más luz. Y dicho y hecho; Mohamed arrastró a su compañero de fatigas unos metros más allá del lugar marcado, mucho más cerca del punto lumínico de la puerta del cementerio. Ahora era otra cosa. Y empezaron a cavar...

La noche estaba a punto de cerrarse y Pepe volvía al pueblo pensando en Mohamed y en Roma cuando en plena curva de la alameda un potente haz de luz en su mismo carril le obligó a maniobrar bruscamente. La furgoneta se salió de la carretera para adentrarse una veintena de metros entre los chopos hasta chocar, cuando a punto estaba ya de detenerse, con el árbol más gordo del bosque. Los daños fueron mínimos pero el miedo y la conmoción dejarían a Pepe fuera de circulación durante un buen rato.

El responsable del atropello, en el sentido más amplio de la palabra, sólo podía ser Judas. Poco antes de las seis en punto Judas se había presentado en “la Zelota” montando su Kawasaki. El armario y su colega ya le estaban esperando. Se trataba de un tipo casi tan grande como el barman aunque bastante más castigado por la vida, por decirlo de algún modo. El acuerdo fue inmediato: irían al cementerio, abrirían la fosa y después Judas pasaría por casa del alcalde para darle la noticia y de paso sanear su malherido orgullo. Y por el mismo precio hacía méritos para solicitar el puesto de enterrador. No era un mal plan; lástima que fuera de Judas. Unos gintónics para entrar en calor y Herodes y él -sí, al amigo del armario le llamaban Herodes por su inexplicable costumbre de lavarse las manos diez o quince veces al día- marcharían al cementerio previo paso por la obra de las nuevas escuelas para tomar “prestadas” las herramientas necesarias, y tan contentos y “calentitos” iban Judas y Herodes en la moto que ni siquiera se enteraron cuando causaron el problemilla en la curva de la alameda.

Al llegar al cementerio y encontrarse dos tipos atareados cerca de la entrada decidieron bordear la tapia y entrar por detrás, lejos de las miradas de aquellos dos. Saltarían la tapia y esperarían discretamente a que se largaran antes de empezar con el asunto. No había problema: para eso se habían traído un par de botellas de Larios, que ayudarían lo suyo. Mientras, Mohamed y Abdul trabajaban como fieras en un hoyo que después de casi una hora de duro empeño superaba con creces el encargo. No era exactamente el hoyo rectangular tan al uso para esta clase de menesteres, pero seguro que valdría. Olvidándose de Pepe, los marroquíes cavaron y cavaron sin descanso y sin reparar que en aquel socavón cabrían por lo menos dos ataúdes, uno al lado del otro. Los muy brutos no bajaron los brazos hasta que ambos se sintieron completamente agotados. Sólo entonces salieron del agujero y pudieron observar su obra en plenitud. ¡Magnífico! Pepe estaría contento, pero, por cierto, ¿dónde está Pepe? ¿Por qué no ha regresado con las linternas, como había prometido? ¡Qué cabrón, ya los había vuelto a enredar! Seguro que lo tenía todo planeado. ¿Por qué todo el mundo abusa de los marroquíes? se lamentaba Mohamed ofreciendo al cielo sus manos abiertas. ¡Racistas de mierda! Bueno, Abdul, esto está acabado, vámonos a descansar que ya hablaremos el lunes con Pepe. Me va a oír, ese abusón. ¡Cien euros cada uno; ni uno menos!

Con la satisfacción del trabajo bien hecho, los marroquíes dejaron palas y pico clavados en los montones de tierra que rodeaban el agujero y a la pata la llana enfilaron la carretera que en tres kilómetros les llevaría hasta al pueblo. Al cabo de diez minutos de silenciosa y oscura caminata creyeron ver a alguien que intentaba arrancar un coche en medio de los chopos. Anda, ¿no era aquella la furgoneta de Pepe? Sí; era Pepe maldiciéndose por haber aceptado el encargo de don Simón. A estas horas debería estar con sus amigos, tomándose unas cañas, calentando motores antes de ir al baile a ligar. Para intentarlo, al menos. ¡Y mira, mira donde se encontraba! Magullado, jodido; la furgoneta con el faro roto, abollada. Y lo que es peor, no arranca. Seguro que tiene una avería importante. ¡Y la tenía a terceros! Maldito sea el de la moto. Si supiera quien conducía lo capaba sin contemplaciones. ¡Lo capooo...! vociferó Pepe, justo en el momento en qué un sonriente Abdul se asomaba a la ventanilla del conductor. Abdul chilló de espanto y salió corriendo atropelladamente. Fue un alarido agudo, largo y penetrante, de contralto experimentado. Por su parte Pepe creyó que se moría; aquella cara pálida y redonda, aquellos dientes enormes y por encima de todo aquel aullido... La impresión sufrida lo arrastró al infierno por un instante. Perdido el control, sin saber lo que hacía, Pepe se agarró con fiereza al volante y dejó escapar una retahíla de pedos potentes, recios, al tiempo que chillaba salvajemente, todavía más aterrorizado que Abdul, si cabe. Menos mal que Mohamed mantuvo la sangre fría necesaria para rescatar de aquel negro galimatías a sus compañeros de fatigas. ¡Queréis callaros! gritó por encima del alboroto reinante, ¡que así no puedo pensaaar!

El instante de silencio que siguió a continuación sirvió para que todo el mundo se tranquilizara lo suficiente como para preguntarse, ¿en qué tiene que pensar Mohamed? Él mismo incluido. Sólo cinco minutos bastaron para poner de nuevo la furgoneta en carretera; unas gotas de sentido común y la fuerza bruta de los marroquíes fue más que suficiente. Camino de vuelta sanos y salvos, Mohamed explicó a Pepe que el asunto del hoyo estaba ya resuelto. El capataz, mucho más tranquilo después de comprobar que la furgoneta estaba prácticamente intacta, se acabó de relajar al saber que sus compañeros habían cumplido fielmente el encargo.

Todavía no eran las nueve cuando llegaron a Serraniales. Pepe dejó a sus compañeros en la plaza y se dirigió a casa de don Simón para informarle que había cumplido con lo acordado. Por su parte don Simón tampoco perdió el tiempo y se fue inmediatamente a casa del señor alcalde a hacer lo propio. Ambos se encontraron justo en la puerta y felices y satisfechos decidieron encaminarse hacia el casino para tomar una cerveza. El espíritu de Mateo podía descansar tranquilo; sería enterrado en tiempo y hora, como es debido.

La salida de los marroquíes del cementerio fue la señal para que Judas y Herodes se pusieran a trabajar. Llevaban un buen rato bebiendo en silencio, recostados sobre el estrecho parterre que rodea el panteón de la familia Marro. Ya se habían liquidado la primera botella de ginebra y tenían bien encaminada la segunda cuando Judas se levantó de un brinco y lanzando la botella hacia atrás por encima de su hombro, le dijo a Herodes: mira, empezamos a cavar donde caiga la botella. Pero la botella cayó en blando a cierta distancia de donde estaban y no se rompió, de forma que ni la oyeron ni supieron localizarla en la negrura. Aunque también es verdad que Herodes ni siquiera hizo ademán de buscarla; ni estaba para sutilezas ni mucho menos aún para perder el tiempo. Comenzó a cavar justo donde estaba y nada más empezar demostró ser implacable con la pala. Pim, pam, pim pam; una máquina. Judas, incapaz de mantenerse de pie asistía al espectáculo en cuclillas, atónito. Admirado. Pim, pam...


En un santiamén Herodes ya trabajaba hundido hasta la cintura. La tierra estaba bastante suelta y eso facilitaba mucho las cosas. Y ya no se le veía ni la cabeza cuando gritó: ¡Joder, aquí hay algo; dame el pico! Judas le acercó el pico y Herodes de un golpe brutal lo clavó hasta hacer desaparecer el picachón entero. Fue como un ariete de dos toneladas lanzado contra la puerta de un armario. El mismo ruido; el mismo resultado. ¿Qué ha pasado? No lo sé, se ha atrancado. Pues tira fuerte, hombre. Creo que aquí hay un baúl. ¿Un baúl? ¡Sácalo, joder; sácalo! Herodes agarró el mango del pico y tiró con todas sus fuerzas. Nada; no salía. ¡Hostias, tío; baja y ayúdame! Judas saltó al foso. Déjame a mí, que más vale maña que fuerza, y diciendo esto pegó un fuerte pisotón junto a la grieta por donde se hundía el pico. Y luego otro, y otro, hasta que el resquebrajamiento debilitó la resistencia de aquella terca madera. Solo entonces, de un tirón, pudo sacar el pico. Aunque la herramienta no salió sola.

Con la inercia del impulso el pico quedó alzado a dos manos sobre la cabeza de Judas con algo parecido a una calabaza en la punta. Y es que el picachón de la herramienta se había introducido por la cuenca de un ojo de lo que sin ser aún una calavera iba camino de serlo, y la había desencajado del resto del esqueleto. Era la cabeza espeluznada y medio podrida de la abuela de Pericón, muerta hacía un par de semanas, que se alzaba claqueteante bajo la mirada de aquellos dos borrachos. La cabeza de la abuela de Pericón en una pica. ¡La abuela de Pericón! ¡Aquella entrañable viejecita de poco más de un metro, que apenas llegaba a los treinta kilos...! Si Pericón se entera de esta tropelía correrá la sangre. Aquel chico era superlativo en todos los aspectos menos uno: agudeza intelectual.

Pero ellos, ausentes de cualquier prejuicio moral se dedicaron a jugar con su trofeo hasta aburrirse, para lanzarlo luego bien lejos de un enérgico bandazo. Con el golpe, la mandíbula y otros colgajos saltaron varios metros quedando desperdigados por el entorno. El resto de la calavera rodó cementerio abajo emitiendo un ruido extraño, parecido a un sonajero, y se perdió pronto de vista. Herodes, como un niño, continuó entretenido revolviendo los huesos de la caja pero Judas, recuperando un soplo de sensatez, empezó a escudriñar por los alrededores del agujero buscando alguna pista que le aclarara a quien carajo habían desenterrado. ¡Claro! Por eso había sido tan fácil abrir el hoyo. Pero, ¿por qué no había lápida? Judas ignoraba que las lápidas se encargan en la ciudad y que no las traen antes de un mes. Y tampoco sabía que mientras la lápida no llegaba, Mateo tenía por costumbre escribir el nombre del fallecido en una tabla que clavaba vertical sobre la cabecera de la tumba. En su empeño, Judas dio por fin con la tabla y leyó: Encarnación Eduarda Cortés Facundo. Cortés Facundo... (¿?) Mmm, me suena, me suena... ¡Hostia, pero si es la abuela de Pericón! ¡Hemos desenterrado a la abuela de Pericón, tío!

No podía presentarse ante el alcalde y decirle que enterraría a Mateo en un hoyo de donde antes habían desalojado a la abuela de Pericón. Y no es que no le tentara la idea, pero es que a lo mejor Pericón no entendía la broma. Lo más prudente sería dejar las cosas como estaban, que Pericón era muy raro. Y muy bruto. Oye, Herodes, deja de jugar con eso de una vez y sube, que tenemos que cerrar el hoyo. ¿Cerrarlo? Pero, ¡si está de puta madre! No seas burro, hombre. Hay que cerrarlo y abrir otro un poco más allá; en aquel espacio vacío. ¡Y una leche! Yo no doy una palada más por treinta putos euros. Además, ¿sabes? Me voy, que tengo que lavarme las manos. Oye, no me jodas, tío. Ven pacá, cabrón... Y diciendo esto Judas puso la mano en el hombro de Herodes, que se giró en seco y de un puñetazo en la nariz lo envió directo al hoyo. Y sin más, Herodes se largó. Se diría que a lavarse las manos.

Tuvieron que pasar varios minutos antes de que Judas estuviera en condiciones de sentarse en el fondo del hoyo, todavía aturdido por el varapalo. Su nariz era un tomate reventado, sangrante y adolorida, como su jactancia. Y la cabeza parecía a punto de explotar. Judas no estuvo en condiciones de salir del agujero hasta pasado un buen rato. Luego, a duras penas, vacilante, apretándose fuertemente la cabeza por las sienes con ambas manos, salió del cementerio y pasito a pasito fue bordeando la tapia hasta que tropezó con su moto. Y allí se quedó, encogido y lastimoso. Media hora más tarde Judas cogía la carretera enloquecido por el golpe y la ginebra y decidido a no volver por mucho, mucho tiempo.

El día se despertó nublado y algo frío. Germán, un pastor de cabras retirado al que todo el mundo reconocía un don especial, ya había aventurado lluvia para la tarde del domingo y este hombre no solía equivocarse en sus pronósticos. Don Matías, Simón y el párroco se citaron a las doce en el casino para tomar un aperitivo y poner en marcha el dispositivo fúnebre de Mateo. Para empezar, la Misa de difuntos. Mejor comenzar pronto, no sea que la tarde se eche encima y con ella el agua. Todos parecían estar de acuerdo: Misa a las cinco. No, no; mejor a las cuatro, y la ceremonia más bien cortita. Después de todo y a falta de parentela no habrá más presencia que la de los directamente concernidos por el asunto del entierro.


Don Tomás se mostró algo decepcionado pues pretendía aprovechar la Misa ordinaria de las cinco para despedir a Mateo con algo de calor humano, en presencia de los parroquianos de costumbre, pero al final aceptó con la condición de que se le eximiera de ofrecer el tradicional responso en el mismo camposanto justo antes del entierro, propiamente dicho. Muy bien; eximido. Media hora antes don Matías ya habría trasladado el ataúd a la iglesia. Habrá bastante con dejarlo en el pórtico, dijo el alcalde. Usaremos los caballetes en los que montamos el belén por Navidad, así será más rápido el retorno a la camioneta una vez celebrada la Misa. Eso sí que no; ¡eeeso sí que no! Replicó el capellán. La Misa como Dios manda; sino, no digo Misa. Hombre, don Tomás.., es que llevarlo delante del altar será bastante engorroso; piense que solo somos tres y antes habrá que apartar los bancos del centro para poder pasar con la caja. ¡Que no! Me niego a decir Misa en el pórtico, como si diéramos comienzo a una romería. Y además, Mateo se merece un trato más respetuoso. Bueno, don Tomás; como usted mande. Pero ligerito, ¿eh?

Al poco rato, a los tres que iniciaron el aperitivo fueron sumándose tres más, uno tras otro, hasta completar un sexteto: Pepe, porque se había obligado con su jefe; Santiago, porque no podía faltar en su papel de “técnico” municipal, y finalmente el meteorólogo aficionado que por ser muy amigo de Mateo y enterado de lo que se preparaba, también quiso aportar su grano de arena. Bueno; en resumidas cuentas, lo primero llevar el ataúd a la iglesia ­--a las tres y media ya estará allí--, luego una breve ceremonia religiosa y acto seguido el ataúd vuela de nuevo a la furgoneta para llegar al cementerio sobre las cuatro y media. Media hora para enterrarlo y de vuelta a Serraniales más o menos a las cinco. Y todos para casa, que estará a punto de llover a cántaros, remachó Germán. Perfecto. Atados todos los cabos el grupo pasó de lo contingente a lo importante: la champions league.

Las cuatro menos cuarto y ya hacía rato que primero don Tomás y más tarde Simón, aguardaban nerviosos a la puerta del templo parroquial. ¿No habían acordado que a las tres y media don Matías ya habría trasladado al difunto a la iglesia para poder comenzar la ceremonia sobre las cuatro? Por suerte todo quedó en preocupación porque a los pocos minutos, casi veinte más tarde de lo acordado, apareció por fin la furgoneta. Vista de frente, la Toyota parecía tener orejas porque trasportaba el ataúd atravesado en la palangana, perpendicular al sentido de la marcha, mal amarrado justo detrás de la cabina. Don Matías conducía, Santiago le acompañaba en la cabina y detrás Pepe y Germán viajaban de pie y se encargaban de evitar que el ataúd fuera de un lado para otro con los vaivenes del traslado.


Estas no son maneras de llevar estos asuntos, don Matías, le espetó un apenado don Tomás al alcalde. Y además, ¿qué clase de ataúd es este? Pero, si.., ¡si parece una caja de esas de embalar la fruta! Es el ataúd más baratito; de madera de pino don Tomás. No debe preocuparse porque es tan resistente como el que más. Y tan digno, se disculpó don Matías con cierta disciplencia. Yo ya se lo advertí esta mañana al alcalde, apuntó Simón con timidez; a mí me era igual pagar uno un poco mas caro... Qué vergüenza, concluyó el ministro de la Iglesia, si por lo menos lo hubieran pintado de oscuro..; y además, ¡es un ataúd laico! ¡Es escandaloso; ni siquiera le han puesto una cruz sobre la tapa! Bueno, vamos a lo que vamos, apremió don Matías mientras sacaba una tiza del bolsillo y dibujaba apresuradamente una cruz sobre el féretro. Que al final, una cosa por otra, nos darán las tantas y Mateo sin enterrar.., concluyó. Y por lo demás ¿dará lo mismo que la caja sea de pino o de caoba? Lo que importa de verdad es que Mateo encuentre el descanso que tanto se merece y la paz eterna, don Tomás. ¿Tengo o no tengo razón, padre? Impío; mañana le quiero aquí para recibirle en confesión. A las seis le estaré esperando. De acuerdo, padre; de acuerdo. Pero ahora arreando.

Don Tomás se esmeró en preparar una ceremonia especialmente conmovedora; quería compensar la falta de una comitiva más comprometida y respetuosa hacia el fallecido con un entorno amable, luminoso y cálido. El aspecto de la iglesia era el de las grandes ocasiones: flores de su mismo huerto, luces y un acompañamiento musical sorprendentemente acertado. Y para prueba de responsabilidad solidaria, él ya se había encargado de modificar la situación de los bancos para facilitar el paso de la comitiva hasta el altar. En sus palabras, don Tomás recordó a Mateo como un hombre bueno y sencillo que un buen día llegó al pueblo nadie sabe desde dónde y se quedó para siempre. Le recordó como alguien con quien se podía contar en cualquier momento, dialogante, generoso, dispuesto siempre a sacrificarse por sus vecinos. Nadie entendió nunca porqué Mateo, un hombre prudente y cultivado, eligió este olvidado rincón del mundo para vivir; y mucho menos aún porqué aceptó desempeñar el oficio de enterrador. La Misa de difuntos fue emocionante y breve: treinta minutos exactos. Treinta minutos que hicieron que don Tomás se sintiera más orgulloso que nunca de ser lo que era, un sencillo párroco de pueblo.

Acabada la ceremonia, don Matías asumió de nuevo la dirección del obligado cortejo mortuorio. Apenas faltaba un cuarto de hora para la Misa de las cinco y a don Tomás no le quedaba tiempo para recomponer el orden natural de las cosas dentro del templo. Pero hoy no importaba; sería suficiente con aparejar nuevamente la bancada. Hoy la Misa de las cinco se celebrará en un ambiente más adornado y cálido que de costumbre. A través de los altavoces del templo aún sonaba el Réquiem de Fauré --In paradisum-- cuando el temido momento llegó. Germán, Pepe, Santiago y el propio don Matías se echaron el ataúd en andas y enfilaron hacia la salida con tanta prisa como torpeza. Don Matías, mucho más bajo que los demás, debía sostener la caja más de un palmo por encima de su hombro, a peso, levantando sus temblorosos y cortos brazos en un esfuerzo que ni por edad ni por destreza estaba en condiciones de soportar más allá de un par de minutos. Esta circunstancia y la falta de práctica hacía que el zigzagueante y disparejo paso de la comitiva fúnebre por la iglesia resultara temerario y grotesco a partes iguales. Por fortuna, desde el altar hasta la camioneta no había más de ciento cincuenta metros porque, de haber habido alguno más, don Matías habría reventado y la consecuencia hubiera resultado trágica.


Como todo el mundo esperaba, en esta ocasión don Tomás no toleró que el féretro fuera colocado transversalmente en la camioneta, de manera que no hubo más remedio que depositarlo en sentido longitudinal sobre el cajón del vehículo. El resultado fue que el ataúd sobresalía casi un metro por detrás, con el riesgo que esto conllevaba. A la vista del resultado Don Matías insistió en colocarlo nuevamente tal y como vino, pero no hubo caso. Don Tomás sostuvo con toda la vehemencia de la que era capaz, que transportar el ataúd transversalmente como si fuera una vulgar carga de madera, no solamente era inmoral sino también un insulto para Mateo y para él mismo. Llegadas a este extremo las cosas, a nadie sorprenderá que ante la duda los acólitos optaran por dar la razón a la autoridad más poderosa: esto es, al capellán.

Venga, don Matías, si conduce usted poco a poco no habrá nada que temer, decía Simón conciliador. Además, haremos una cosa, añadió girándose hacia los demás con media sonrisa un tanto forzada, Pepe y Germán pueden sentarse a horcajadas sobre el ataúd y hacer de contrapeso... ¿A horcajadas sobre el féretro? Quiere usted decir, ¿cómo si cabalgaran? ¡Pero...! ¿Sabe usted lo que dice, Simón? Dios santo; me hago cruces... ¿Qué les pasa a ustedes? ¿Se dan cuenta de la gravedad de lo que pretenden? Dios les perdone porque a mí me costará bastante, créanme. Adiós, prefiero no verlo. Les dejo a ustedes con su infamia, que yo tengo obligaciones que atender. Rogaré a Dios por sus almas, descastados. Y dicho esto don Tomás se adentró en la iglesia visiblemente airado.

La actitud decidida y digna del párroco les hizo reflexionar a todos, es cierto; pero, ¿qué podían hacer? Llevar los restos de Mateo transversalmente estaba mal, y hacerlo en sentido longitudinal tampoco mejoraba mucho las cosas. En cualquier caso no tenían alternativa. A buenas horas nos acordamos del coche mortuorio que para estas ocasiones se contrata en la ciudad. Y al fin y al cabo lo único que pretendía don Matías era resolver el problema de la mejor manera posible. Ya se sabe.., era sábado y contratar el entierro a través de la funeraria era carísimo. Y Mateo no tenía a nadie; vivía de alquiler, no pagaba seguro, tampoco tenía bienes... ¿A quien podía importar que el entierro fuera una tarea de todos? Se diría, incluso, que de esta manera resultaba mucho más entrañable... ¡Dios! ¡Las cinco y media! A estas horas Mateo ya debería haber recibido sepultura. Venga, dejadlo como está, apremió el alcalde. ¡Pepe; tú y Germán a la caja del coche! El resto a la cabina, que se nos va a hacer de noche como no nos apuremos.

Con la prisa, la furgoneta arrancó bruscamente y nadie pudo evitar que el ataúd se desequilibrara y con la inercia resbalara hacia atrás hasta caer del vehículo. A los gritos de Germán reaccionó don Matías con una frenada seca que por fortuna evitó que el féretro cayera totalmente al suelo. El resultado fue que la cabecera del ataúd golpeó sobre el asfalto mientras el otro extremo se sostenía precariamente sobre el borde posterior del portalón trasero de la palangana de la Toyota. ¡Cuanta torpeza! Habían cargado el ataúd por los pies, dejando que la parte que acogía la cabeza y el tórax de Mateo pendiera en el vacío. Además, ni Pepe ni Germán osaron sentarse a horcajadas encima. Más que nada por vergüenza.

El desastre se explicaba por sí solo. Afortunadamente el ataúd estaba bien hecho y no se abrió; tan solo se resquebrajó por las esquinas que debieron soportar el golpe con el suelo. ¡Que calamidad, maldita sea! A los chillidos, primero de Germán y después del alcalde, respondieron en primer lugar los que llegaban tarde a Misa. ¿Qué está pasando aquí? Luego se sumaron otros muchos que salieron alarmados del bar “los Palomos”, que estaba casi enfrente de donde ocurrió la desgracia. Un escándalo; don Matías enrojecido de ira y rabia gesticulaba como un loco. Santiago a su lado tranquilizándolo y Simón queriendo desaparecer; tal era el panorama. Tendríais que amarrar el ataúd antes de volver a colocarlo en la camioneta; no sea que al levantarlo se despedace y tengáis que enterrar a Mateo envuelto en una alfombra. Menos bromas, que esto es muy serio, se indignaba Germán. ¿Alguien tiene una cuerda a mano? preguntó a pesar de todo.

Alrededor de la furgoneta la gente se arremolinaba sin cesar. Ahora salían incluso de la propia iglesia, algo insólito. Y temerario, a sabiendas de cómo se las gasta don Tomás. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? Parece que han dejado tirado un muerto. ¿Un muerto? No hombre; no lo han tirado, es que se les ha caído. ¿De dónde se ha caído el muerto? ¿Qué dicen, que alguien ha caído muerto? ¿Quién dicen que se ha muerto? ¡Qué desgracia; primero Mateo y ahora éste! No somos nadie. Nadie está a salvo de nada. ¡Y es que cuando te llega la hora, es que te llega! Un alma menos caritativa que delatora, entró en la iglesia y se acercó a don Tomás mientras celebraba para susurrarle a la oreja que alguien acababa de morirse repentinamente, de golpe, en plena calle, en medio de la plaza. Dios mío, gimió el sacerdote, que interrumpió el oficio y sin contemplaciones se dirigió precipitadamente a la puerta. Viendo correr de esa manera a su director espiritual, muchos feligreses decidieron seguirle entre el temor y la curiosidad.

Dejad paso; dejad paso a don Tomás, gritaba la gente mientras el cura se abría camino entre la muchedumbre. ¡Ave Maria purísima! Gritó don Tomás cuando la palmaria y cruel realidad se desveló por fin ante sus ojos. Ave Maria santísima, repetía sin cesar persignándose compulsivamente una y otra vez. ¡Miserables, qué habéis hecho! ¡No tenéis entrañas! Pobre Mateo, Dios lo tenga en su gloria. ¡Miserables! Por favor don Tomás, tranquilícese; ha sido un accidente. Esto lo arreglamos enseguida, no se preocupe, decía Simón visiblemente avergonzado. Mientras tanto Santiago y sobretodo el alcalde, vociferaban como posesos para que la gente despejara el lugar y les dejaran recomponer la situación. Empujaban, amenazaban, insultaban.., todo en vano. El caos se hizo el amo de la situación.

Las seis; un manto de negros y densos nubarrones cubrió el cielo por completo impidiendo que la mortecina luz natural de la tarde llegara a las calles de Serraniales. A la vez un viento cortante y frío empezó a recorrer las calles del pueblo augurando un duro invierno. El mal tiempo y la repentina oscuridad sobrevenida consiguieron realizar eficazmente un trabajo que hasta entonces consumía en la impotencia al párroco y a don Matías: dispersar la multitud. En menos tiempo del que se tarda en pensarlo la plaza quedó desierta casi por completo, momento que fue aprovechado por Santiago y Pepe para asegurar la cabecera del ataúd con una cuerda. Don Tomás los observaba mudo de rabia, preguntándose, ¿dónde habrá ido ese cretino de don Matías? El alcalde debió ausentarse para avisar al alguacil, que era el encargado de encender el alumbrado público; hoy debería ponerlo en marcha casi una hora antes que de costumbre. Cuando don Matías regresó el ataúd ya había sido cargado de nuevo en la camioneta, esta vez con la cabecera dentro de la palangana para prevenir cualquier nueva desgracia. Cualquiera podía observar que las caras de los presentes eran en verdad el espejo de sus miserias. El cura, en silencio, con los labios apretados, levantaba amenazadoramente el dedo índice de su mano derecha y lo sacudía de arriba a abajo señalando al alcalde. Éste, receloso, le devolvía una mirada altiva mientras rodeaba la camioneta antes de entrar en la cabina. Todos listos. El alcalde, Simón y Santiago en la comodidad de la cabina; Pepe y Germán detrás, a la intemperie, sentados, ahora sí, a horcajadas sobre el ataúd y sujetándose con ambas manos a las barras metálicas que a lado y lado culminaban los paneles laterales de la caja del vehículo. La estampa ofrecida por el conjunto estaba lejos de ser edificante, es cierto, pero ahora por lo menos se ofrecía una cierta sensación de seguridad. Al fin, la comitiva pudo dar comienzo a su tosco y lento peregrinaje por las calles del pueblo hasta tomar la carretera que les llevaría al cementerio, un cuarto de hora más tarde.

El cementerio de Serraniales era notable en muchos aspectos. Lo era por su belleza, algo a lo que Mateo no era ajeno, y también por su antigüedad y valor histórico..; pero, por encima de todo era diferente por ser el único de la provincia donde todos los difuntos eran sepultados en tierra. Dicho de otro modo: allí no se admitían nichos. Y es que en Serraniales nadie quería ser enterrado entre cuatro estrechas paredes, en una minúscula celdilla, como en un avispero.


Esta peculiaridad le daba al cementerio un aire señorial del que carecían otros, poco a poco proletarizados por la construcción de adosados mortuorios. Otra curiosidad era la flora; no faltaban los cipreses, desde luego, pero destacaban los robles, venerables, inmensos, verdaderas catedrales vegetales que sombreaban casi por completo el recinto y le aportaban un aire diferente, alejado de la imagen tradicional de este tipo de recintos. Además, aquel cementerio albergaba seis antiguos y hermosos panteones familiares que se escampaban estratégicamente a lo largo y ancho de la necrópolis. Aquellas viejas y descuidadas joyas arquitectónicas pertenecían a las más rancias estirpes del pueblo; gentes que por venir a menos las unas, o a más las otras, con el tiempo habían ido trasladando su residencia a la ciudad, perdiendo las raíces con ello y dejando que sus mausoleos cayeran en el olvido. Pero toda regla tiene su excepción: había un nicho. Sí; uno solo. Por fortuna pasaba totalmente desapercibido, pero el nicho estaba allí con la nada disimulada intención de quebrantar la armonía reinante. Para transgredir. Para intentarlo, al menos. Por supuesto que aquella sepultura tenía su historia y su razón de ser. Acogía los restos de Sebastiana Aguilera Ramonet, una mujer solitaria y excéntrica hasta el paroxismo que por llevar la contraria a sus vecinos fue capaz de pleitear hasta conseguir que le fuera reconocido el derecho a no ser sepultada en tierra, llegada la hora de su muerte. ¿Y la incineración? Ni siquiera fue contemplada como posibilidad.

Para conseguir su propósito Sebastiana removió cielo y tierra y finalmente se acogió a un raro precedente de objeción ético-religiosa que sorprendió en la época. Y poco le importó que para ello hubiera de convertirse al bahaísmo. Todo ocurrió a finales de los años setenta y al Ayuntamiento el juez no le reservó más derecho que el de elegir en qué lugar del cementerio debía ubicarse el controvertido nicho de Sebastiana, una vez ésta falleciera.

Y al llegar el aciago momento el Consistorio decidió que fuera en el ángulo noroeste, el lugar más sombrío del recinto, justo detrás del panteón de los Ayarza, medio oculto entre su mole neogótica y un viejo roble de dos troncos, donde nunca habría más tumba que ésta. Y además, se quiso que el nicho no fuera adosado a pared alguna. Sería una suerte de ataúd de ladrillo levantado a un metro de altura sobre cuatro pilares de rasilla, situado de cara a la esquina que formaban las dos tapias más altas del cementerio. Y en derredor se plantaría una hilera de setos; de esos más pardos que verdes, de los que nunca florecen.

Años más tarde, cuando Sebastiana murió de un sofoco en plena Expo de Sevilla, sus restos debieron aguardar ocho meses en el depósito de la Facultad de Medicina hasta que se construyó su anhelado nicho; solo entonces fueron llevados anónimamente a su pueblo natal para ser inhumados en aquel rincón invisible del paraíso, y olvidados para siempre. Bueno; olvidados, lo que se dice olvidados del todo... Y es que desde entonces, cuando en Serraniales se habla de algo que está y no se ve apelan al nicho de Sebastiana.

Ver la Toyota de don Matías circulando a veinte por hora entre los plátanos que encierran el tramo de recta que da al cementerio resultaba sorprendente y inquietante al mismo tiempo. Los faros del vehículo iluminaban no solo a lo largo de la carretera sino también a lo ancho, consiguiendo un efecto luminoso de bóveda cerrada por la espesura arbórea que maravillaba y abrumaba por igual. El efecto era casi hipnotizante. Por su parte, Pepe y Germán ofrecían un cuadro indescriptible cabalgando cariacontecidos uno enfrente del otro sobre el ataúd de Mateo, forzando con el culo cada vez que la camioneta daba un pequeño brinco a causa de las irregularidades del asfalto. Pero bueno; ya estaban allí y eso era lo que verdaderamente importaba.


Don Matías paró justo al llegar al portal del camposanto y sacó la cabeza por la ventanilla para preguntar a Pepe dónde estaba la fosa que debía acoger los restos de Mateo. Solo hay que girar a la derecha nada más pasar la puerta, don Matías. Enseguida la verá usted. Está a unos cuarenta o cincuenta metros de la entrada. Pues venga; vamos allá. Don Matías arrancó, sobrepasó el arco de entrada y giró el volante a la izquierda. Pero no tuvo tiempo de dejar que el mecanismo de asistencia de la dirección devolviera las ruedas delanteras a su posición natural; el eje delantero remontó un repecho de casi un metro y la camioneta cayó sobre su panza con un estrépito ensordecedor. Sacudido por el pánico, don Matías frenó justo antes de que el coche se desplomara en un enorme socavón pero no pudo evitar que el pasaje de atrás en pleno, el vivo y el muerto, rebotara por encima de la cabina y volara por la negrura hasta aterrizar algunos metros por delante de la Toyota, en algún lugar por ahora invisible, como el nicho de la Sebastiana.

¡Dios! ¡Qué calamidad! Los de la cabina dieron bruscamente con sus cabezas en el parabrisas, los tres al unísono; y don Matías se llevó la peor parte porque de regreso al asiento tras la sacudida y el coscorrón, tuvo la desdicha de trabar la boca en la parte superior del volante y allí se quedó unos instantes que se le antojaron una eternidad, clavado como un perro en su hueso, manoteando y babeando ante la mirada atónita de sus aturdidos acompañantes. Hasta que pudo desasirse, menos mal. El vehículo se había calado y durante unos segundos en la cabina nadie se preocupó de otra cosa que no fuera recuperar algo el aliento. Fuera no se oía nada ni nada se veía, pues los faros de la camioneta enfocaban demasiado bajo descubriendo algo parecido a un cráter. ¡Dios! ¿Había caído un meteorito en el cementerio?

De los dos que cabalgaban juntos, Pepe fue el primero en recomponerse. Sentado de culo en el suelo, prácticamente a oscuras y conmocionado todavía, Pepe hablaba solo y se palpaba por todo el cuerpo: la cabeza, la espalda.., se dolía todo él; y también experimentaba un reconcomio desagradable, amargo. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? A unos metros por su lado derecho, alguien gemía lastimeramente: aaay. Era Germán, que a duras penas podía moverse. Había sido menos afortunado que Pepe en la caída y se quejaba de una herida sangrante en la cabeza; y además parecía tener desencajada una clavícula y no podía mover el brazo sin chillar como una parturienta. Una vez recuperado el resuello Pepe tuvo oídos para lo que sucedía a su alrededor. Casi a tientas, se arrimó a su quejoso compañero, le consoló y le ayudó a incorporarse, y juntos fueron acercándose dificultosamente a la camioneta.


El reencuentro entre los cinco estuvo cargado de una rara emotividad. Fue como si se reunieran tras haber sobrevivido a una guerra. Aún no eran plenamente conscientes de que en ningún momento se habían separado más allá de tres o cuatro metros los unos de los otros y que todo sucedió en unos segundos. El sentimiento de conmoción colectiva persistía a pesar de que todos habían ido recuperando poco a poco el sentido de las cosas; por eso, en los primeros instantes actuaban con espíritu gregario y nadie se atrevía a apartarse del vehículo embarrancado. Y como don Matías era incapaz de decir ni mu a causa del trágico episodio bucal, fue Santiago quien asumió el liderazgo de la doliente y maltrecha comitiva fúnebre. Simón observaba, como siempre, aunque esta vez su mirada asustaba un poco. ¡Gracias a dios que todo el mundo está entero! ¡Gracias a dios! suspiraba Santiago. Todo el mundo no, que Germán está hecho unos zorros, recordó Pepe.

Don Matías no perdió los dientes pero su conocida hiperactividad pareció quedar clavada en el volante. A pesar de todo tuvo la entereza suficiente para echar mano al completo botiquín de emergencia que traía de serie su Toyota, y con mejor intención que resultado se aplicó en las primeras curas del herido. Luego entre todos lo apartaron unos metros y lo dejaron recostado en un repecho de tierra; había que centrarse en el problema que les había llevado a tan kafkiana situación. A ver, ¿cómo están las cosas? ¿Hay más heridos? insistía Santiago esperando que nadie respondiera. ¿Sabe alguien qué nos ha pasado? añadió el alcalde con un hilillo tembloroso de voz. El silencio por respuesta.

Sobrevividas las primeras calamidades el espíritu de aquellos enterradores aficionados se vio invadido por una extraña quietud. Extraña, sí; extravagante, más bien. Pero fue una sensación fugaz, porque... ¿dónde está el muerto? Aunque hasta ahora nadie había tenido a suficiente lucidez como para fijarse, el muerto siempre estuvo a la vista de todos en el fondo del cráter, perfectamente iluminado además, por los faros de la camioneta. Los cuatro que podían sostenerse de pie miraron hacia abajo y descubrieron el ataúd, que estaba hecho trizas. Mejor dicho, con el porrazo la caja se había desarmado tabla a tabla como si hubiera sido comprada en Ikea, y allí, entre las maderas, se asomaban los despojos de Mateo tirados de cualquier manera. Peor aún: tirados de la más abominable de las maneras. En efecto, el cuerpo del difunto se reveló a sus incrédulos observadores desnudo de pies a cabeza, en un postura obscena, grotesca, imposible para un cuerpo humano, iluminado como un muñeco de feria por los faros de una camioneta que amenazaba con caerle encima y despanzurrarlo. ¡Dios mío..! Pepe se echaba las manos a la cara; la madre que me parió, gimoteó Germán apartando la vista. Sobrecogidos ante aquella nauseabunda visión, los dos que todavía miraban fueron incapaces de pronunciar media palabra.

Tras lavarlo y haber cegado los orificios corporales mediante algodones, Maria y su ayudante no se tomaron la molestia de vestir nuevamente el cadáver de Mateo; simplemente lo envolvieron en una sábana que ni siquiera era blanca. ¿Para qué más? Un sudario a cuadros y a la caja. ¿A quien podría importar el detalle? ¿No iban a desparejar un juego de cama por algo así? Y es que algunas mujeres valoran mucho estos detalles.


Por fortuna las primeras gotas de lluvia en la cara sacudieron en ánimo y espíritu a nuestros paralizados enterradores, que en un suspiro pasaron del vértigo a la más impotente de las desesperaciones. Ya lo decía yo, más vale que nos afanemos en hacer algo porque no tardará mucho en diluviar. Joder, Germán, no seas agorero. Pero por si las moscas démonos prisa; además, ahora no es momento de lamentaciones, dijo Santiago intentando ser positivo.

Lo primero rescatar el cadáver del agujero y cubrirlo con la sábana; luego desembarrancar la camioneta y finalmente ver cómo damos sepultura a Mateo; por ese orden, indicó Simón, abriendo los labios por primera vez desde que sucedió el accidente. Pero aclaremos algo, añadió; a ver, Pepe, ¿dónde habías dicho que abriste la fosa? Bueno, verá usted, don Simón.., no fui exactamente yo el que cavó la tumba de Mateo; fueron Mohamed y ese amigo suyo, los que cumplieron el encargo... Yo iba de vuelta al pueblo a buscar unas lámparas de gas y tuve un accidente. No hay problema porque los chicos hicieron el trabajo donde yo les dije. Debe estar un poco más allá; ya verán... Y diciendo esto Pepe tomó la linterna de la misma mano del alcalde y se adelantó unos metros confiando en hallar la fosa allí donde había indicado a los marroquíes. Pero lejos de encontrar la fosa lo único que halló fue el surco que les hizo con el pie, que ahora servía de improvisado reguero al agua de lluvia. Pepe quiso morirse. ¡Claro! Ahora las cosas encajaban... ¡Esos inútiles eran los responsables del socavón de la entrada! Ellos tenían la culpa del accidente, de que en el día de su entierro el bueno de Mateo haya terminado tirado patas arriba, roto, como un vulgar monigote de trapo. Pero.., ¿porqué habrán hecho algo tan incomprensible? Los muy...

Bueno Pepe, ¿qué pasa? ¿la encuentras o no, esa dichosa sepultura? Preguntó su jefe. Si señor, respondió Pepe volviendo junto sus compañeros de fatigas, la tienen ustedes delante. ¿Cómo dices..? ¿Esto? ¿No querrás que enterremos a Mateo en este socavón? Es que no hay otro sitio, don Simón; por lo que se ve los chicos se excedieron un poco, y esto es lo que hay.

La camioneta embarrancada, Germán herido, el cadáver de Mateo desnudo y despatarrado entre el fango. Hemos perdido el ataúd. Y ahora no había tumba donde darle sepultura. Qué desgracia; ni queriendo hubieran salido peor las cosas. Bueno.., quizás sí, porque empezaba a llover con una intensidad preocupante. Bien; ya hablaremos de esto mañana. Ya hablaremos. Venga, ahora pongámonos a trabajar porque parece que aprieta a llover. Dicho esto Simón se echó al fondo del agujero en dos ágiles saltos. ¡Vamos, no os quedéis ahí mirando y echadme una mano, joder! Al oír a Simón, Pepe y Santiago también se deslizaron hasta el fondo y entre los tres envolvieron el cuerpo de Mateo con la sábana y lo levantaron hasta que don Matías pudo asirlo por las muñecas. Una tarea verdaderamente complicada ya que los golpes habían quebrado la columna y las articulaciones de uno de los hombros, de los dos codos y de la rodilla izquierda estaban descoyuntadas. La rigidez muscular no podía evitar la evocación de una macabra polichinela.


Sin perder un segundo Pepe se arrastró terraplén arriba hasta el lugar donde don Matías ya comenzaba a flaquear, y entre ambos lo sacaron y lo fueron arrastrando hasta colocarlo de la manera más decente posible junto a Germán. Mientras tanto, Santiago y Simón habían echado fuera del agujero las maderas para despejar un fondo que ya empezaba a enfangarse. Después de todo el ataúd quizá valdría para algo. Con muy buen tino Simón pensó en utilizar las tablas para apalancar las ruedas del eje delantero de la camioneta y desembarrancarla. Una vez fuera del barrizal Simón continuó dando órdenes: vamos, don Matías, póngase al volante y engarce la marcha atrás. Presione el pedal muy suavemente mientras nosotros empujamos. ¡Venga, vamos, todos a la vez!

El aguacero era ya diluvio y la oscuridad casi total por la espesa cortina de agua. No resultó nada fácil causa del fango que se acumulaba bajo las ruedas y las hacía patinar, pero finalmente la camioneta reculó unos metros y a la luz de sus faros pudieron ver el hoyo en toda su extensión. Aquel socavón no era un cráter circular con exactitud. El hecho de que el morro de la camioneta invadiera una buena parte del mismo les había hecho creer que era más o menos redondeado, pero no era así. Era un agujero más bien oblongo y bastante grande, de más o menos cuatro metros de largo por casi tres de ancho, y de una profundidad aproximada de dos o dos metros y medio. Y la tierra desalojada se apilaba alrededor en montones irregulares; esto era lo que le daba ese aire de cráter y lo hacía aparecer más profundo de lo que en realidad era. Bueno, eso y las paredes del hoyo, que lejos de ser verticales caían en terraplén desde el borde hasta el fondo. De lo que no había duda es que aquel enorme bache podría dar cabida a más de un féretro. Eso seguro.

Bien; toda vez que se logró poner algo de orden en el desconcierto inicial, era el momento valorar si llevaban nuevamente el cuerpo de Mateo hasta el fondo del hoyo para darle sepultura, o bien lo cargaban de nuevo en la palangana de la camioneta y lo acarreaban de vuelta a Serraniales. Todos se agruparon alrededor de Germán para deliberar, calados hasta los huesos, embarrados. El herido era firme partidario de llevárselo pero los otros, en mayor o menor medida albergaban serias dudas, sobre todo don Matías. El alcalde sostenía y no sin fundamento, que si el cura tuviera conocimiento lo que había pasado y observara el lamentable estado en que devolvían el cadáver de Mateo, los denunciaría sin pestañear. Y además, si no lo hacían ahora ¿cuando enterrarían a Mateo? Y, dónde? ¿Y cómo explicar aquel socavón junto a la entrada del cementerio? Demasiadas preguntas sin una respuesta mínimamente convincente. Don Matías estaba seguro de que si volvían con los restos de Mateo y la gente del pueblo llegara a tener noticia de la interminable sucesión de peripecias que habían conducido a su frustrado entierro, los correrían a todos a bastonazos. Y él ya podía despedirse de repetir como alcalde por supuesto, porque como mucho obtendría dos votos; el de su madre y el suyo. Lo mejor sería enterrarlo ahora y de la mejor manera posible. Además, parece que la lluvia amaina.


Las explicaciones de don Matías sumieron a sus compañeros en un prolongado silencio. Sí; lo que decía el alcalde parecía bastante sensato. Don Tomás se negaría a entrar en razones. Seguro que ni siquiera les escucharía. Y la gente del pueblo.., quien sabe... Germán no se rendía y propuso inventarse alguna historia y volver con el cuerpo de su amigo. Podrían decir que la lluvia había desmoronado las paredes de la fosa y la había enfangado. Muy bueno, Germán, contestó Simón, y cuando te pregunten por el ataúd les dices que la lluvia era tan intensa que lo fundió. ¿Y qué les dirás de tus heridas y de nuestras contusiones? Pensarán que nos hemos peleado, o algo peor. Fíjate bien, hombre; mira que aspecto tan penoso tenemos. Estamos jodidos, maltrechos. Parece que nos han tirado por un barranco. Mira a don Matías, ni siquiera puede cerrar la boca por la hinchazón de las encías. Y observa, mira bien ese chichón en su frente, ¡es del tamaño de una mandarina! Dejémoslo estar. Mejor no arriesgarse. Más vale zanjar el asunto aquí y ahora, y cerrar la boca para siempre. Al final todos estuvieron de acuerdo con las palabras de Simón, incluso Germán. Lo mejor sería acabar el trabajo de la forma más digna posible. La decisión estaba tomada. Alea jacta est.

La lluvia ahora era bastante soportable. Parecía que lo peor había pasado y en este momento lo importante era centrarse en el entierro de Mateo, propiamente dicho. A ver, ¿cómo está el hoyo? Fatal. El hoyo estaba fatal. La lluvia torrencial había precipitado hasta el fondo parte de la tierra amontonada alrededor, y las paredes eran pendientes de barro escurridizo que no soportarían el descenso de nadie sin hacerlo resbalar hoyo adentro con las consecuencias imaginables. Había que ingeniárselas de alguna manera para llevar hasta el fondo el cuerpo de Mateo sin poner en riesgo la integridad de nadie. Y no tenían ni una cuerda de la que echar mano. ¿Alguien tenía alguna sugerencia? Porque sino, no tendrían más remedio que lanzar el cadáver desde fuera y esperar que cayera de la manera adecuada. Pepe se ofreció para bajar y desde el fondo coger el cadáver de manos de sus compañeros y colocarlo de manera digna, con la cara cubierta y los brazos cruzados o a ambos lados del cuerpo. Y se ofreció aun a riesgo de no poder subir después. Sus compañeros no querían asumir el riesgo de no poder rescatar a Pepe y verse obligados a ir al pueblo por una cuerda, pero no tenían alternativa. O Pepe se tira al hoyo, o tiran directamente a Mateo desde el borde, algo que ni Germán ni el propio Pepe estaban dispuestos a consentir.


Como era de esperar, en cuanto Pepe hincó el pie en lugar pretendidamente seguro del terraplén para iniciar el descenso, se vino abajo rodando como un fardo para aterrizar de cabeza en el fondo del hoyo y hundirse dos palmos en el agua fangosa. ¡Joder, no se movía! Sus compañeros, desde fuera, gritaban fuera de control, ¡Pepee! y no fue hasta pasado casi medio minuto, medio minuto eterno, que emergió bruscamente con la cabeza cubierta de fango, agitando brazos y piernas y chillando aterrorizado. ¡Dios! menos mal que estaba vivo. Todos creyeron que se había matado, de tan espectacular y salvaje que fue el desplome, pero sobretodo por la quietud que siguió al brutal aterrizaje. ¿Pepe, estás bien? ¡Aaah..! ¡Pepe, por Dios contesta..! ¡Aaahg... aaah! ¡Pepe!

Pero Pepe no tenía oídos para nadie. Había clavado la cabeza en el barro hasta el cuello y se encontraba conmocionado, desubicado, incapaz de hilvanar el pensamiento más simple. El barro le tapaba las orejas y los ojos, y le llenaba la boca. Parecía la momia emergiendo del pantano. ¿Qué pasa, qué pasa? Gritaba Germán a distancia, alarmado e incapaz de ver lo que ocurría dentro del agujero. Pepe estaba sentado en el fondo del hoyo, cubierto por una masa fangosa hasta la cintura, sacudiendo cabeza y manos para desprenderse del barro... Y entonces apretó a llover de nuevo. De golpe, sin previo aviso.

Este nuevo chaparrón vino de maravilla para lavar la cabeza y el torso de Pepe, que al poder verse de nuevo las manos fue recuperando poco a poco la calma y el sentido de la realidad. Nada; fuera del susto a Pepe no le pasó nada que no pudiera arreglarse con un coñac y ropa seca. Mientras tanto, sus compañeros se habían mantenido en el borde del agujero, expectantes, silenciosos y asustados. Todos menos Germán, que cobijado en la cabina de la camioneta seguía preguntando por lo que estaba sucediendo. Sin embargo, al ver que Pepe se levantaba y se sacudía las ropas todos se sintieron aliviados y poco a poco fueron recuperando la serenidad.

La lluvia torrencial había despejado a Pepe en cuerpo y alma, y ahora era él el que animaba a sus compañeros a terminar con la faena. ¡Venga, venga! ¡Vamos! Santiago y Simón arrastraron el cuerpo de Mateo hasta el borde del socavón y una vez allí preguntaron a Pepe como quería recibirlo. Después de cavilar durante un momento Pepe les indicó que fueran dejándolo caer lentamente por el terraplén, de cabeza para abajo; él lo recibiría por los hombros y lo depositaría en el lugar más adecuado de aquel barrizal. Y así lo hicieron. Y el resultado habría sido el previsto si no fuera por un detalle: y es que en el fondo del agujero el agua de lluvia se había acumulado con extraordinaria rapidez, tanta que cuando Pepe dejó caer el cadáver éste quedó totalmente cubierto por un palmo largo de agua fangosa y negra. Y la sábana de cuadros flotando. Al final no fue necesario cubrirle la cara ni colocarle los brazos. Pepe se quedó un rato de pie junto al cadáver invisible de Mateo, mirando como el charco crecía y crecía, meditabundo. Pensando en Roma.

Vamos, ayudadme a subir. Santiago se tumbó boca abajo sobre el barrizal en que se había convertido el borde del agujero, y mientras Simón y don Matías lo sujetaban por los pies él alargó las manos terraplén abajo para agarrar las de Pepe. Luego todos tiraron hacia arriba. Fue bastante más fácil de lo que en principio habían pensado. Pepe salió rebozado en barro, y Santiago y los otros no estaban mucho más limpios; después de todo solo faltaba echar la tierra al hoyo y acabar de una puñetera vez con la pesadilla. Pepe y Simón no perdieron ni un segundo en coger las dos palas y comenzaron a tirar fango al fondo.


Pero la lluvia arreciaba; parecía mentira que todavía pudiera llover con más fuerza. Más tierra fangosa; y más, y más. Aquel hoyo era inmenso y no se llenaría nunca. Y aquella maldita lluvia que no dejaba ver más de dos palmos ante las narices... Santiago y el alcalde se habían refugiado junto a Germán en la cabina de la camioneta y la cortina de agua no les dejaba ver absolutamente nada de lo que ocurría a su alrededor. Ninguno de ellos había sido nunca testigo de un fenómeno como este. Jamás en la vida, y eso que eran tres los superaban los sesenta. El agua caía a mares y bajaba desbocada allí donde el terreno lo permitía, formando torrentes que arruinaban tumbas y arrastraban piedras, ramas, lápidas... Lo arrastraban todo, absolutamente todo lo que encontraban a su paso.

Cuando apenas habían echado una treintena de paladas al hoyo, los enterradores no pudieron soportarlo más y corrieron apresuradamente hasta la cabina para apretujarse junto a los otros tres. Además, no paraban de caer cascotes dentro del hoyo, y restos de otras tumbas y... La brega salvaje del agua se llevó en un vuelo la tierra con la que enterrar al difunto, y con ella las palas. Mientras lloviera de esa forma no había nada que hacer. Hicieron lo que debían: correr y refugiarse. Y pasaron quince minutos. Y veinte. Pero lejos de aminorar el temporal redoblaba su intensidad. Aquello era un castigo, una plaga bíblica. Otros diez minutos y nos vamos, dijo Simón con sequedad. Esto no hay quien lo aguante y como no afloje en diez minutos nos largamos, remachó enérgicamente. Nadie tuvo el valor de decir nada. Al contrario; todo el mundo miró su reloj: las nueve y media. ¡Joder, cómo pasan las horas! Susurró Simón. Diez minutos, insistió en voz alta sin obtener respuesta de nadie.

El silencio en la cabina se podía palpar. La mala uva también. El alcalde languidecía con mirada perdida y las manos sobre el volante, y Germán se dolía calladamente. Santiago no se sabía muy bien lo que hacía, pero Simón lo tenía claro. Mataría en el acto a cualquiera que le hiciera el mínimo reproche. El mínimo comentario. ¿Y Pepe? A los diez minutos justos salió como un rayo de la camioneta para verificar que llovía sin compasión y que sus piernas se hundían hasta la pantorrilla en el improvisado río en que se había convertido aquel vial del cementerio. Aquello era una inundación en toda regla y había que hacer algo porque el agua no tardaría mucho en entrar en la camioneta. Antes de volver a la cabina quiso acercarse a la tumba de Mateo, pero la corriente de agua lo anegaba absolutamente todo y le fue imposible distinguir donde estaba el maldito hoyo.

Vámonos de aquí o acabaremos todos ahogados, dijo amargamente al regresar a la cabina. Don Matías obedeció sin rechistar, arrancó su flamante Toyota y puso rumbo al pueblo. Y este fue el catastrófico final de Mateo, el enterrador ilustrado, que fue sepultado por sus amigos a la entrada del cementerio bajo dos metros de cascotes, agua y fango, una negra y desapacible noche de domingo. Muy, muy desapacible. Y es que en casa del herrero...

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