jueves, 11 de agosto de 2011

Haced sitio, que me tiro (cuenta)


Esta mañana he sido testigo de algo sorprendente. Un individuo ha cruzado la calle de manera inopinada y ha estado a punto de ser atropellado. Ha sucedido en la calle Santa Eugènia y no eran todavía ni las nueve. El idiota ha levantado la palma de la mano en dirección a una furgoneta y, ¡hala! Y todo esto a apenas cincuenta metros de un paso de peatones regulado por semáforo.

Como justificación y ante el escándalo que ha montado el conductor de la furgoneta ―cuyo corazón, imagino, debe haber estado a punto de escapársele por la boca a causa del shock―, el inconsciente gritaba que ya le había advertido previamente. Claaaro; por eso levantaba la mano. El muy estúpido decía que él siempre pasaba así y siempre le cedían el paso. Sí; ¡teníamos delante un caballero que para el tráfico cuando le apetece cruzar la calle! Ni más, ni menos. Y se vanagloriaba de su comportamiento como si fuera la cosa más natural del mundo.

No éramos más de tres o cuatro los que pasábamos por allí en ese momento pero todos, cada uno a nuestra manera, le hemos dicho que es un suicida y un gilipollas. Aunque mucho me temo, por su reacción, que el muy estúpido repetirá de nuevo.

Llevo un rato pensando en el asunto y francamente, no acierto a imaginar qué pueden tener en el cerebro los tipos como ese. Y es que siendo la estupidez crónica un hábito tan costoso, sorprende que esta conducta haya arraigado tan profundamente en determinados individuos y sean cada vez más los que perseveren en ello con un ahínco digno de mejor empresa.

¿Cómo se explica esta peculiar manera de proceder...? Y lo más importante, ¿tiene remedio?

Ante la primera pregunta no puedo sino remitirme a las Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana del profesor Carlo Cipolla, donde cualquiera hallará respuestas esclarecedoras. Por lo demás la experiencia me dice que buscar remedio a la estupidez debe ser tarea casi imposible, y esto a pesar de que la memez recalcitrante deja huellas tan profundas en el infeliz de turno que acaba determinando el signo de su vida.

También es verdad que hay meteduras de pata cuyas consecuencias no suelen resultar graves y que podrían ser incluso útiles si se hiciera una lectura apropiada de las mismas. Pero tampoco hay que llevarse a engaño porque los grandes errores son por lo general nefastos y sus secuelas acaban siendo irreparables. Y con más razón, claro está, si la causa está en la necedad de quien los perpetra.

Lo más sorprendente es que la mayoría de las veces los errores podrían evitarse si quien los comete estuviera en condiciones de sustraerse a las influencias de quienes les rodean pues, según dicen, el entorno puede llegar a influir sobre la persona hasta el punto de hacerle admitir como válidos patrones de comportamiento que en otras circunstancias consideraría inadecuados o incluso perversos. ¿Sería éste, el supuesto que nos ocupa? ¿Nos encontramos acaso ante una pobre víctima que vive y se desenvuelve en un mundo de descerebrados de cuya influencia le es imposible sustraerse? En cualquier caso debería ser un mundo el suyo, donde las visitas a los cementerios formen parte del día a día, supongo.

Quizá en su descargo podamos decir que al fin y al cabo todo el mundo se equivoca. Aunque..., si bien es verdad que todo el mundo se equivoca tampoco es menos cierto que hay gente que se equivoca mucho más que otra, ¿verdad?

Resulta difícil explicar porqué pero, algunas personas llegan a desenvolverse en su constante desatino con una naturalidad asombrosa, como si el desafuero formara parte de su manera de ser. Como..., como si  hubieran adquirido ese hábito tras dura y onerosa contienda y se sintieran orgullosos de la estupidez autodestructiva que les lleva a tomar decisiones erróneas, una tras otra. Tanto es así que el error llega a ser un estado de conciencia para esta clase de individuos y si en el mundo animal la terquedad en el yerro se paga con la vida, esa gente suele pagarlo con una vida salpicada de fracasos, algo que según cómo se mire acaba siendo un castigo mucho más cruel... Sólo es cuestión de tiempo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

El carnicero de Berga (cuento)

Olena vino a Barcelona sabiendo muy bien lo que quería. Fue hace unos años y llegó de la mano de una red de prostitución organizada desde la madre Rusia con una sola fijación entre ceja y ceja: trabajar duro por un tiempo y retirarse después con los medios suficientes para regresar a su país y poner una boutique de moda en Dubna, su ciudad natal, cerca de Moscú.

Desde entonces Olena ha aprendido algo más que las costumbres del lugar y su carrera ha atravesado episodios muy distintos antes de acabar culminándola como improvisada auxiliar de sicario.

A la mañana siguiente de aterrizar en el Prat la pusieron a hacer la autovía de Castelldefels, pero pronto la retiraron de la carretera para instalarla en el Copacabana, donde su fervor por el trabajo bien hecho y su entusiasmo al ejecutarlo tardó poco en llamar la atención.

Un día de san Valentín se encaprichó de la chica un acaudalado industrial de la carne afincado en Berga, asiduo del club, y tras eufórica y fugaz negociación acabó alquilándola a los mafiosos por un año a cambio de veinte mil euros, de los que algo menos de la mitad serían para ella. Su propósito: hacer uso privativo de la putita durante ese tiempo en el piso que arrendaría en Manresa para estos menesteres.

Durante las dos o tres primeras semanas Serafín, que así se llamaba el industrial, bajó de Berga a Manresa casi a diario, pero pronto tomó cuenta del exceso y con buen criterio espació sus encuentros hasta dejarlos en semanales. La alternativa resultaba obvia: o bien se decidía por visitar menos a Olena o no le quedaría más remedio que pedir cita al cardiólogo con tanta o más frecuencia. Poco resuello el suyo, para tantos kilos de humanidad.

Tanto tiempo libre dio pie a que la emprendedora Olena buscara alternativas para no aburrirse y después de valorar pros y contras y llamar en consulta al Copacabana, la chica decidió abrir negocio propio ocho horas al día de lunes a viernes, poniéndose al servicio de todo aquel que quisiera pagar cincuenta euros por media hora de alegría. Una ganga vista la cotización de la ternera rusa, algo que el Gordo, sobrenombre por el que Serafín era popularmente conocido en Berga, sabía de muy buena tinta.

Las cosas fueron bien durante unos meses; el amo ―al carnicero le encantaba que su muñequita le llamara de esa manera― se dejaba caer por allí los sábados o los domingos, de manera que los laborables Olena hacía y deshacía a su antojo.

Pasó, sin embargo, que el último día de todos los santos, jueves por más señas, al amo se le antojó dar una vuelta por Manresa para sorprender a su muñequita rusa y de paso regalarse una pequeña fiesta, antes de volver a Berga para hacer la obligada visita al cementerio en compañía de su venerable mamá; pero llegado a Manresa la sorpresa fue para él.

Al entrar en el pisito encontró el salón a reventar de gente variopinta llegada de cualquier rincón de la comarca, todos esperando turno ordenadamente y algunos, incluso, con los cincuenta euros en la mano. El Gordo, que quizá fuera algo obtuso pero no hasta el punto de ignorar que la saturación del mercado hace bajar inmediatamente de precio de la carne, agarró a Olena de la mano tal y como la encontró y con dos empujones la metió en el asiento de atrás de su Mercedes; y hecho esto puso la directa y se la llevó al Copacabana con intención de exigir que le fuera devuelto el dinero invertido bajo la ingenua promesa de exclusividad.

En el Club de alterne fue recibido por un tipo grande y tranquilo que le hizo pasar a un despacho de techo sorprendentemente alto y lo más llamativo, sin ventanas. El ruso le hizo acomodarse en un grasiento sillón negro situado justo delante de un bufete también negro, donde Serafín apenas encajaba. Luego, de uno de los cajones de un peculiar mueble cilíndrico, alto y estrecho... ―¡y con ruedas!― el anfitrión sacó un vaso azul de metacrilato y con una generosidad poco común, le sirvió un whisky de malta antes de acomodarse al otro lado de la mesa para escuchar sus quejas en respetuoso silencio.

Poco más tarde, tras haber oído atentamente todo cuanto su cliente tuvo a bien en decir, aquel tipo se quedó pensativo durante unos instantes y a continuación, sin perder la compostura, le miró fijamente a los ojos y le dijo: márchate de aquí si no quieirres que te meta dos tirros en tu boca de pueirco...

Tras concederle unos instantes, los necesarios para que pudiera recuperarse del shock, el oso se levantó con ademán que no admitía dudas y el Gordo comprendió que mejor salir pitando que arriesgarse a ofrecer una rebaja.  

Nunca más Serafín, se repetía una y otra vez el crápula aferrándose con rabia al volante de su Mercedes, ya de vuelta a su pueblo. Nuuuncaaa, nunca más... escupía el Gordo mientras El Fari ponía fondo a sus amargos lamentos...
 
«...Crusé lo brazos pa no matal-la, serré losojo por no llorar...
Temí ser débil y perdonarla y abrí laj puertas de parenpá...
Vete mujé mala, vete de mi vera, rueda lo mismito que una maldisión...,
Que Dios permita que el gachó que quieras pague tus quereres...,
Tus quereres pague con mala traisión».

Y desde aquel día se perdió la pista del Gordo en el Copacabana, donde Olena fue acogida de nuevo como una hija pródiga.

domingo, 7 de agosto de 2011

El tiempo y los tiempos... (cuenta)

El tiempo... Probablemente no haya nada más complicado, contradictorio e incluso inútil, que pretender comprender qué se esconde tras esa palabra. Todo aquel que lo intenta cae sin remedio en un pozo inacabable de paradojas y perplejidades; no en vano San Agustín decía saber lo que era el tiempo siempre y cuando nadie se lo preguntara, pues en caso contrario, añadía, no era más que un pobre ignorante.

Sin embargo sobre el tiempo hay dos o tres certezas o casi certezas al alcance de cualquiera. Baste reflexionar unos minutos y lo primero que se verá es su carácter direccional; y es que nadie puede negar que los fenómenos temporales se suceden según un orden que va de atrás hacia delante, es decir del pasado al futuro. Sin esa relación mental del antes y del después la vida se nos antojaría caótica y dejaría de tener sentido tal y como la concebimos.

Si se abunda un poco más en la cuestión, veremos que ese carácter direccional del tiempo va irremediablemente unido a una concepción lineal del mismo; por decirlo de manera gráfica, vendría a ser como circular sobre raíles a través de una recta sin fin. Y ya, para dejarlo aquí, otra obviedad...: el tiempo es irreversible. Stephen Hawkins dijo al respecto que la prueba más palpable de que los viajes en el tiempo son y serán una quimera es que no hemos sido invadidos por turistas del futuro y, según creo, este señor es toda una autoridad en la materia. Y no me refiero al turismo, claro está. Quien sabe si en un futuro más o menos próximo la llamada física cuántica podrá revelarnos novedades maravillosas, pero eso lo veremos, si lo vemos, en tiempos que aún están por llegar.

Desafortunadamente, y lo digo con la ingenua seguridad de quien cree estar ante asunto pacífico, no existe memoria alguna del futuro por lo que habremos de conformarnos, al menos de momento, con tener sólo recuerdos del pasado. Y es que en el fondo, puede que el tiempo no sea más que una representación mental, una especie de lienzo virtual sobre el que vamos dibujando nuestras experiencias subjetivas con mayor o menor acierto, trazo a trazo.

Todo esto nos lleva a un asunto tanto o más sugestivo que el propio tiempo, si cabe, al menos bajo mi punto de vista. Me refiero a la curiosa y nada boyante situación en la que viven instaladas determinadas personas a causa de su incapacidad para sacar nada provechoso del pasado, es decir de la experiencia, ya sea propia o de terceros.

Hablo de una clase de individuos, por desgracia cada vez más concurrida, que muestra una inexplicable propensión a la estupidez y que no deja de cometer errores y repetirlos una vez tras otra, incansablemente, hasta consumir física y moralmente a cuantos les rodean. De hecho, su apego a la estulticia llega hasta tal punto que en buena lógica debería dárseles por perdidos para cualquier causa de la razón.

El distintivo más característico de estas personas, decía, es la impericia para extraer cualquier enseñanza útil de la propia experiencia, una torpeza que se vuelve incapacidad absoluta cuando se trata de aprender de las experiencias ajenas. Y por si esto no fuera suficiente, a algunos de estos sujetos no les basta con ser idiotas y les fascina ir a más, sobre todo los que se sienten encantados de haberse conocido. Estos locos no dudan en proyectar su ineptitud hacia un futuro improbable que, si alguna vez llegara, en modo alguno respondería a sus expectativas.

Quienes se ajustan a este patrón de conducta tienden a no preguntarse jamás en qué se han equivocado. Muy al contrario, insisten en volver con estúpido empeño al punto donde se encontraban antes de meter la pata y recorren de nuevo el mismo camino, creyendo que pasando con tenacidad una y otra vez por el mismo sitio el obstáculo acabará apartándose por sí mismo. Quizá por esto nunca tuve muy claro que el error pueda formar parte del proceso de aprendizaje de nadie que no tenga por lo menos dos dedos de frente.

Quien sabe, a lo mejor es verdad y el tiempo no es más que un artificio de la mente, una simple puesta en escena para tomar conciencia de la realidad..., o para burlarnos de ella y como en el caso de los estúpidos, inmolarnos al mismo tiempo.  

jueves, 4 de agosto de 2011

Vida perra; perra vida (cuento)

Fermín Vélez es un hombre obtuso. Mira que había sido advertido... Y no una sino varias veces! Pues nada, a pesar de todo siguió jugueteando con el puñetero perrito hasta que sucedió lo inevitable y claro, el chucho acabó palmándola. El animal se llamaba Tristán y aunque era más inteligente que Fermín, el pobre nunca supo que padecía del corazón. De haberlo sabido quizá habría entendido porqué sus amos lo mantenían entre algodones desde que siendo un cachorrito, llegó a casa como regalo del séptimo cumpleaños de Marquitos, el más pequeño de los hijos de la familia Prado.

Marquitos era un niño asmático y carismático y no sabía lo que era el verdadero afecto hasta que le regalaron a Tristán, por entonces un proyecto de bóxer de apenas un par de meses que, eso sí, tuvo la virtud de enamorar a tirios y troyanos desde el primer momento. El perro nunca llegaría a adulto y aunque Fermín tuvo mucho que ver en el fatal desenlace del asunto, en realidad aquello era un final cantado.

A los pocos días de llegar, Tristán ya dejó a las claras que las cosas no andaban bien. El animal se agotaba en cuanto hacía un par de carreras y Marquitos se percató al instante, algo normal ya que a él le pasaba algo parecido. A ojos del pequeño la diferencia estaba en que el chucho no tosía; por lo demás... Pero Marquitos no dijo nada a nadie. Vio en Tristán un alma gemela, así de sencillo, alguien especial y diferente, como él mismo ante los otros niños.

Una mañana de domingo Marquitos y su papá salieron a dar una vuelta y de paso a comprar el pan y el periódico, y pensaron que Tristán estaba ya en condiciones de acompañarlos. De hecho, había que empezar cuanto antes con la educación cívica del perro y aunque sus patitas eran todavía cortas y la panzota casi le tocaba el suelo, lo cierto es que Tristán se movía con la agilidad suficiente para poderlos seguir al trotecillo sin demasiados problemas.

Y los hechos fueron dándoles la razón hasta que llegaron al parque y Marquitos decidió jugar con él, haciéndole ir y venir, saltar y correr... Entonces el corazón de Tristán dijo basta y decidió avisar, y el perro acabó una carrera en voltereta de la que ya no se levantó. Jadeante y por encima de todo perplejo, Tristán se quedó quieto, con los ojos abiertos, muy abiertos mientras emitía un leve, agudo e intermitente soplido que sorprendió a Marquitos y preocupó a su padre.

El animal hizo el trayecto de vuelta en brazos de Marquitos y nada más llegar a casa bebió agua hasta saciarse y se acurrucó en el sofá, de donde no ya se movió durante horas. Sin embargo, poco a poco y sin que nadie se diera cuenta Tristán volvió a las andadas y recuperó su trasteante conducta, meaditas incluidas a lo largo del pasillo. Y es que no había manera de hacerle entender que aquellas cosas se hacían en el jardín.

El lunes por la tarde a la salida del colegio, la mamá de Marquitos le estaba esperando con el sándwich de atún que tanto le gusta y con Tristán en un cesto; irían al veterinario; a la veterinaria, para decirlo con propiedad. La veterinaria, una mujer de gran simpatía que sabía conectar por igual con animales y gentiles, examinó a Tristán mientras la mamá de Marquitos y él mismo le explicaban lo que había sucedido el día antes. Le auscultó el pecho y descubrió lo que sospechó desde el principio: el cachorro tenía una arritmia en el corazón. Luego, para asegurar el tiro, le hicieron dos radiografías que no sólo confirmaron el diagnóstico sino que lo empeoró: Tristán tenía el corazón más grande de lo normal.

Desde aquel momento y sin que él tuviera la más remota idea, Tristán fue un perrito minusválido. Paseaba poco y mal, comía sin grasa y tomaba una medicación preventiva... A decir verdad era una broma de perro, pero era un encanto y si se le cuidaba como debía quizá podría tener una vida más o menos larga; un par o tres de años, según dijo la veterinaria.


 
Fermín Vélez había alquilado la casa de al lado apenas unos meses antes de lo acabado de relatar. La pareja que la compró y que vivió allí los primeros tres años se rompió y cada uno se fue por su lado; por lo visto no pudieron venderla por el precio que pretendían y al final decidieron arrendarla en espera de mejores tiempos para el ladrillo.

Fermín era un cuarentón de aspecto muy desmejorado; llevaba más de diez años divorciado y pertenecía a esa clase de hombres que sin mujer a su lado se deterioran rápidamente y sin remedio, como un edificio deshabitado. También hay que decir que Fermín no engañaba a nadie y que si bien dejaba pronto a las claras que no era demasiado listo, por contra resultaba ser un hombre simpático y agradable, sobre todo entre semana, cuando no bebía. Además, sería injusto decir que fuera un mal vecino; no se metía con nadie y si tenía problemas los ventilaba sólo, sin enredar ni enturbiar la convivencia del vecindario. Y tanto era así que de vez en cuando era invitado a una barbacoa aquí o allá, movidos los vecinos por su contagiosa simpatía, por su soledad o quien sabe, quizá por ambas cosas a la vez.

Marquitos y Fermín eran amigos de jardín, es decir, sólo se relacionaban a través de la valla que separaba los jardines de sus casas respectivas, que en el fondo eran la misma casa pues, en propiedad, no debería llamarse chalet adosado a lo que en realidad no pasa de ser la tercera parte de un edificio alargado y desprovisto de gracia, que alberga tres viviendas gemelas. La valla, en efecto, era punto de separación y de encuentro y al ser de caña y tan bajita y enclenque, resultaba ser una división más efectiva que impeditiva. Y lo mejor de todo, quedaba justo a la altura de Marquitos, un chicarrón que pese a sus escasos siete años medía ya un metro veinticuatro.

Las conversaciones entre Fermín y Marquitos eran frecuentes; tenían lugar antes de cenar y por lo general giraban alrededor de tres asuntos: el Barça, el Barça y Tristán, por supuesto. A veces también hablaban de la tos pero pocas, porque a Marquitos no le gustaba y se las arreglaba siempre para volver a Messi.

A Marquitos le encantaba explicar las aventuras de su perro y lo hacía con tanta pasión y suerte de detalles que más bien parecía relatar sus propias aventuras que las del pobre chucho, el minusválido. Y Fermín, por su lado, las escuchaba atento y participativo dando pábulo a que el chico se implicara aún más intensa y explosivamente en su propio relato.

Como buen cuentista, Marquitos vivía sus historias con entusiasmo contagioso, gesticulaba con aparatosidad y modulaba la voz con sorprendente maestría mientras, por ejemplo, dirigía el combate aéreo entre los buenos, comandados por el inefable Tristán, y las fuerzas del mal a las órdenes de Crápula, el perro de los Cáñamo, o los Caamaño, los vecinos de enfrente, un pastor alemán bravucón y pendenciero que tenía la costumbre de hacer imposible la siesta en el vecindario porque a primera hora de la tarde se volvía literalmente loco y le ladraba hasta al cubo de la basura. Había vecinos que llegaron a plantearse envenenarlo a la vista del escaso interés de los hermanos Cáñamo, Caamaño, o como coño se llamen, por hacer algo al respecto. Estos tres hermanos, dos hombres de mediana edad y una chica bastante más joven, eran tan faltos de agudeza cómo Fermín pero a diferencia de éste eran estúpidos de solemnidad, algo que está lejos de ser lo mismo. Y además, mala gente.

Hace unas semanas, una noche clara y estrellada como pocas veces se repite a lo largo del año, Fermín, cerveza en mano, salió al jardín y se despatarró en su tumbona dispuesto a disfrutar de lo que viniera porque sus pocas luces le hacían prosaico de infantería. Fermín deseaba tumbarse, mirar al cielo y gozar de la fresca, cómo se decía antiguamente en los pueblos con puta, aunque esto no lo entendería Fermín ni que se lo dibujaran...

¿Sueñan los perros...? Pues sí, los perros sueñan con guardar la casa fieramente y con lealtad; sueñan con hacer correr a los gatos o a las ovejas, aunque por esto les felicitan y por lo primero no; sueñan con hartarse de pollo frito y de melón, y sueñan con follar intensamente con la primera pantorrilla que cae a mano, aunque también les vale cualquier cosa que se mueva. Pues bien, aquella noche, acabada la película del Plus, Tristán estaba de guardia en su cestito en medio de un ensoñador y perruno duermevela, resguardado y calentito bajo el porche quiero-y-no-puedo, cuando algo llamó su atención al otro lado de la valla... ¿Intrusos...?

El chucho alzó las orejas, se puso tenso y allá que se fue, arrastrándose primero por el césped del jardín y luego entre los geranios hasta llegar a la linde de cañas, a su agujero favorito, por dónde solía meter el hocico para espiar lo que cayera a su alcance y soñar en su propio sueño de guardián, que acosaba el primer bicho que se presentara y se lo comía y lo escupía... Por aquel agujero secreto nuestro perrillo minusválido se abría a un mundo sorprendente lleno de hormigas y escarabajos, de los negros y de los verdes, se maravillaba con los gorrioncillos con boqueras y los estorninos, tan gordos, y oteaba abejas zumbonas y antipáticas hasta marearse o salir corriendo. Y a veces, incluso, descubría algún ratoncillo de campo que quizá, sí quizá fuera siempre el mismo...; Y claro está, encontraba a Fermín, su animalillo preferido.

Y es que había cosas que Tristán tenía muy claras; sabía muy bien que sus amos eran sus amos y tenía perfectamente asumido que Marquitos era el jefe, que Crápula era el demonio y que Fermín era de los suyos. Todos los demás eran intrusos, unos amables y otros menos pero intrusos al fin. Para Tristán, Fermín era especial, alguien casi, casi como él. Más grande, sí, y sin orejas ni rabo... Feo en resumidas cuentas, pero alguien como él; un colega vaya, un tipo de quien te puedes fiar.

Al escuchar ruiditos en la valla Fermín giró la cara sabiendo que sólo podía ser Tristán el ruidoso. Lo pensó un instante y tras despejar algunas dudas se levantó y decidió ir a buscarlo provisto de una pelotita de goma, la favorita del perro. Al llegar a la valla miró por encima y vio al torpe guardián refugiado bajo unas hojas de geranio, confiado en no ser visto. Sonriendo, Fermín alargó el brazo, agarró a Tristán como un conejo y se lo llevó a la tumbona...

¿Qué pasa, compadre...? Tú tampoco tienes sueño, ¿eh...? Mira que eres afortunado, cabroncete; todo el día a la pata la llana... No sé por qué la gente dice que lleva una vida perra para expresar que las pasa canutas, cuando debería ser al revés. ¡Menuda vida tienes...! A ver, petardo... mira la pelotita... ¡Mírala...! Anda, ¡búscala...!

Y diciendo esto Fermín lanzó la pelotita botando por el jardín mientras Tristán saltaba detrás, excitado, feliz como un regaliz. Luego, cuando la pelota dejó de botar, la mordió y se la llevó a Fermín, que de nuevo la lanzó. Y así una vez y otra, más fuerte en cada ocasión, con más impulso. Los brincos y las cabriolas de Tristán, el pequeño bóxer canguro, eran cada vez más altos, más acrobáticos... Hasta que en medio de una pirueta inverosímil, salvaje, su corazón reventó y cayó al suelo de cabeza, como un peso muerto, nunca mejor dicho; y al caer, hincó el hocico en el césped y quedó girado hacia atrás, panza arriba y con las patitas abiertas, como si fuera de trapo...

Al ver lo ocurrido Fermín quedo paralizado, mudo. Fueron instantes de desconcierto, de desesperación... El perro no se movía, ¿estaría...? Fermín se acercó y se quedó plantado ante el cuerpecillo inerte y roto de Tristán, en cuclillas, sin saber qué hacer. Y ahora, ¿qué les diría a los Prado...? ¿Cómo iba a explicarle a Marquitos que su perrito se había muerto, así, de aquella manera tan horrible? Además, ya le habían advertido que Tristán no debía hacer esfuerzos y a pesar de todo él... ¡Dios! ¿Qué podía hacer...?

¡Ya está...! Haría desaparecer el cadáver de Tristán y se haría el longui. Sí, vale..., los Prado se preocuparían bastante y seguro que el niño lloraría también, pero con el tiempo todo se acabaría olvidando; lo echarían en falta al principio pero el tiempo es la mejor medicina para las heridas. Así es la vida, después de todo...

Resuelto como pocas veces se había sentido en su vida Fermín agarró a Tristán por el rabo, oteó a su alrededor para cerciorarse de que no había miradas indiscretas y se fue adentro, a casa, donde no pudiera ser visto ni oído. Ya a salvo dejó al perrillo en la mesa de centro del salón y se sentó en el sofá, ante el cadáver, a meditar cómo deshacerse de aquella incomodidad peluda. Dio vueltas y más vueltas al asunto y lo primero que pensó fue en meter el perro en una bolsa de plástico y tirarlo al contenedor de basura... Pero el camión había pasado hacía un rato y ya no volvería hasta pasados dos días, como era costumbre en la urbanización. No puedo dejar esto allí tanto tiempo; el olor lo delatará y además, menudo es el Crápula de los cojones con los contenedores de basura...; seguro que el muy cabrón lo descubre... ¡Seguro...! Mejor otra cosa... Lo enterraré en el jardín; sí, esperaré un par de horas más a que todo el mundo duerma y en nada, lo entierro. Fermín, más tranquilo después del esfuerzo intelectual que le llevó a encontrar la solución, decidió esperar un tiempo prudente; lo que hiciera falta. Y puso la tele...

Humm, un clásico, no hay nada mejor para pasar el rato... Vamos a ver qué hacen en Cinemateca... ¡Dios, Rintintín! ¡A la mierda la tele...! Nada hombre, ¡déjalo! Un coñac, lo mejor un coñac y a esperar...

Pasado un buen tiempo Fermín salió al jardín a hurtadillas y en un rincón discreto, bajo el almendro, hizo un hoyo con su pala de jardinero. Fue fácil y rápido. Luego entró de nuevo para envolver a Tristán en el periódico del día y regresó al jardín, ahora para enterrarlo. Perfecto; dicho y hecho; cinco minutos en total... ¡Ni eso...!

Más tarde, ya en la cama, Fermín no dejaba de dar vueltas; su conciencia no le permitía dormir. Por suerte, para estos casos existe lo que llamamos mala conciencia. Fue una lucha sin cuartel que al final ganó la peor de las dos. Y casi se había dormido cuando los penetrantes ladridos de Crápula le volvieron a la realidad.

¿Y ahora qué le pasa a ese hijo de puta? ¿Por qué no se callará de una vez...? ¿No será que...? ¿Y si olisquea lo que ha pasado...? ¡Maldito sea, el perro de los cojones...!

Y diciendo esto Fermín se levantó de un brinco y bajó al jardín como un rayo, y con las manos, escarbó como un poseso hasta sacar del hoyo el maltrecho cadáver del perrillo. Luego, lo miró con aversión y lo agarró por el rabo, y con movimientos de autómata enloquecido se giró de lado para voltearlo con el brazo en remolino y lanzarlo al jardín de los Cáñamo, los Caamaño, o como quiera que se llamen esos desgraciados...

Tristán, emulando el spútnik, voló alto, muy alto y fue a caer sobre la cabeza de Crápula a peso... ¡Catacroc! El golpe, cráneo contra cráneo, fue de escalofrío y la fiera aulló y salió corriendo, el rabo entre las patas, para refugiarse entre matojos y no dar señales de vida hasta que a la mañana siguiente apareció el mayor de los Cáñamo, Caamaño o como coño se llamen, descubrió el pastel y sin el mínimo reparo lo agarró de un manotazo y lo tiró al contenedor antes de irse a desayunar y olvidarse del asunto.

Tristán, el perrito volador minusválido, murió en el aire persiguiendo una ilusión de goma. Tuvo la virtud de despedirse a lo grande, en la cumbre de una voltereta sin igual. Y fue enterrado y desenterrado, y a la manera del Cid acabó para siempre con la fiereza de Crápula, que desde entonces no volvió a ladrar nunca más a mayor gozo del vecindario. Y aquí no acabó la cosa porque el último servicio del valiente Tristán fue alimentar las ratas del vertedero, siempre tan necesitadas.

A Tristán le echarían de menos dos o tres días, los mismos que pasarían antes de que llegara Isolda, una preciosa perrita setter con una salud de hierro. Y es que ya se sabe, muerto el perro..., ¡viva la perra!