miércoles, 27 de agosto de 2008

El eco de los cipreses (cuento)

Los árboles.., ya casi no los veo; ya no distingo mis viejos y entrañables castaños. Hasta... ¿Fue ayer...? Era todo tan distinto… Diría, además, que la grieta del muro parecía mucho más grande. La luz penetraba a raudales por ella, limpiamente, cubriendo con su manto blanco todo lo que encontraba a su paso, incluso las sombras. En los primeros momentos tanta claridad me sacaba de quicio, pero a fuerza de costumbre casi llegué a acostumbrarme; era una luz fría y limpia que inundaba hasta el último rincón de mi cuarto, que me tocaba... Sí..., me tocaba. Al principio, y me estremezco solo con recordarlo, su tacto me resultaba repulsivo, me helaba el corazón. Los párpados no me protegían lo bastante y mis pupilas se contraían lo indecible hasta condensarse en un punto minúsculo muchas, muchas horas al día; tal vez más de lo humanamente tolerable. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de poder habituarme a ese tormento. ¿Diez..., cien días? No lo sé. Muchos, demasiados en cualquier caso. Y ahora la oscuridad de nuevo y con ella otra vez la incertidumbre, el miedo. ¡Dios! la añoranza de lo que se teme resulta insufrible. La nostalgia del dolor es irracional, absurda y a pesar de todo, ahí está.

Los libros, mis libros, nunca consiguieron expulsar de mi pensamiento el ansia de penumbra, de silencio, de recogimiento. Aquella soledad..., aquel frío reparador...; la inconfundible frescura del vacío..., el vértigo irresistible de la nada... ¿Dónde ha quedado todo esto?

No, no puedo, no quiero dejarme vencer a pesar de esos momentos en que el monasterio entero parece acuciado por el abandono, por la desidia. Lánguida decadencia la suya..., desalentadora y hermosa al mismo tiempo. Un día, los cipreses del claustro parecen observar mudos y amenazantes el lento e inevitable declinar de la vida alrededor y sin embargo, al día siguiente, con la vuelta de la claridad todo cambia y se sacuden la melancolía con dos cabezadas elegantes y parsimoniosas. Y yo me siento aliviado y lo agradezco, sí.

Me emociona observar el cielo desde el pie de estos gigantes presos en tierra. Me siento privilegiado por poder seguir mentalmente los textos que escriben sus afiladas agujas sobre el azul y el blanco. Soy afortunado, lo sé. Y es que los cipreses no dejan de susurrarnos historias fantásticas. Con orgullo, sí, pero también con el resentimiento del ángel caído no cejan en recordarnos aquel pasado remoto en el que ellos, sólo ellos, eran los verdaderos amos del mundo. Una época gloriosa que ya nadie recuerda, de luchas ciclópeas entre sus ejércitos silenciosos y las fuerzas de la Alendra en una guerra que de ninguna manera podían ganar. Aquellas historias, cinceladas en gigantescas losas de ónice por monjes kwalanes, no pudieron resistir el paso del tiempo y se pulverizaron con las ágatas que las materializaban. Hoy, solo hay que ser lo bastante sensible para apreciarlo, cualquier gema pendida del cuello de una mujer atesora mil reflejos del alma de aquellos seres extraordinarios. La misma que impulsa a los cipreses a reescribir sus viejas hazañas en las alturas para todo aquel que sea capaz de leerlas y conmoverse con ellas. Espíritus irredentos, los cipreses..., se resisten a ser olvidados... Mis libros...

...Sí, claro que me alegro de que por fin aquella luz cegadora no se acuerde de volver, aunque, quizá deba pagar un precio demasiado alto por ello. Ya no puedo verlos, mis árboles han desaparecido del horizonte... Ojalá no se hayan ido para siempre... Tampoco percibo la sutil melodía de la brisa de la tarde acariciando sumisamente sus hojas.

Con el silencio pierdo el miedo y recupero la calma pero me invade una profunda tristeza. Inexplicablemente... Los poros de mi piel no descansan; alientan, se esfuerzan por respirar en un medio desagradablemente húmedo y esquivo. Manos ajenas, que no siento, ¿por qué os aferráis a ecos de voces desconocidas y lejanas que solo quiero olvidar? Los castaños... ¡Ahora.., ahora os puedo ver de nuevo...!
...
- Nada, este tampoco respira..., no tiene pulso. Y la mujer también está muerta. Mientras yo examino a los pasajeros del coche de delante concentraos en esos dos de atrás; están inconscientes pero sus heridas no son demasiado graves. Tened cuidado, al niño le he aplicado un torniquete de urgencia por encima de la rodilla. Y cuando acabéis preguntadle a alguno de los policías si hay más ambulancias en camino; vamos a necesitar al menos otras dos.

-Muy bien, doctora.

jueves, 21 de agosto de 2008

Medio mundo es idiota (cuento)

Una cuarta parte de la población mundial es idiota. Me lo soltó esta mañana un vecino de mesa, en el café, mientras desayunaba examinando rutinariamente el periódico. Al oírlo pensé que alguien hablaba con algún acompañante y no le dí mayor importancia. Sin embargo, un instante más tarde volvió a la carga con lo mismo y picado por una curiosidad primaria, instintiva diría, volví la cara para averiguar qué ocurría. No había nadie más en el Rex, tan solo aquel tipo de aspecto descuidado que me observaba desde la mesa de al lado y que por lo visto parecía esperar algo. Debía tener de treinta y pocos y de no ser porque no me quitaba la vista de encima hubiera pensado que era alguien que, como yo, se tomaba el primer café del día hojeando despreocupadamente un periódico. Ni siquiera estaba la camarera, que como todas las mañanas a primera hora se dedicaba a ordenar las mesas y las sillas de la terraza. Casi medio mundo es idiota, créame, se lo aseguro, insistió por tercera vez sonriendo enigmáticamente mientras asentía con la cabeza. Quien sabe; es posible.., le contesté evitando sostenerle la mirada. Sí.., es muy posible, repetí con media sonrisa y una evasiva entera mientras volvía prudentemente a mis cosas. ¡Se lo digo yo! ¡Medio mundo! Me va a perdonar, le respondí tras el sobresalto, mire, no se moleste pero me gustaría continuar con la lectura del periódico; verá, tengo poco tiempo y prefiero leer un rato, ¿me comprende, verdad? Por supuesto, me dijo, no se preocupe. Y se calló.., durante treinta segundos. ¿Lo ve? ¿Lo está viendo? ¿El qué? Oiga, pero.., ¿qué le pasa? ¿Es que no piensa darme un momento de tranquilidad? Lea, lea; usted a lo suyo, pero.., a las pruebas me remito. Tardé un minuto en darme cuenta que acababa de llamarme idiota pero no quise hacer un problema de una bagatela y fingí que leía.

En realidad mi atención estaba toda en aquel individuo que no había tenido empacho en tacharme de idiota con toda la naturalidad del mundo. Me mantuve tenso un par de minutos más esperando la siguiente impertinencia; la mirada fija en la taza de café mientras lo removía una vez y otra con la cucharilla. Afortunadamente, viendo que mi vecino de mesa cesaba por fin en su chalada invitación a la tertulia me sentí aliviado y pude centrarme otra vez en el País. ¡Ah!, pero.., ¿usted es de los que leen el País? Dios mío, me dije, vamos a tener problemas. A mí me encanta el País, continuó; lo prefiero a la Vanguardia. Yo ya leía el País en mi país, ¿sabe? Un gran periódico, el País... Oiga, le interrumpí, a ver, ¿qué le pasa? ¿Se encuentra usted bien? Porque a mí todo esto no me parece normal. Le he tolerado que insinúe que soy idiota a cambio de tener la fiesta en paz. ¿No le parece suficiente? ¿Es que está buscando problemas? Por favor, no se excite, me contestó mostrándome las palmas de las manos y abriendo los ojos como platos. No sé porqué se ofende porque yo no le he faltado al respeto. Y además, no le he llamado idiota; lamento que no me haya entendido, porque yo... Pero bueno, ¿quiere usted parar y dejarme tranquilo? ¡Solo quiero leer un rato! ¿Y qué le impide a usted leer? En este país están todos muy estresados; todo el mundo está siempre de mal humor. Yo soy de Chile, ¿sabe? y en mi país la gente es más tranquila, más feliz. Ustedes, los catalanes, parecen franceses. Yo he vivido unos años en Francia y allí todos tienen mala cara. Pues a ustedes les pasa lo mismo; hablan diferente pero son ustedes clónicos a los franceses. Si ha viajado usted a Francia sabrá lo que le digo...

No me lo podía creer. Dios, dios, dios.., qué cruz, pensé ¿en qué he podido ofenderte hoy y tan temprano, para merecer por castigo un charlatán que no tiene reparos en llamarme idiota y estresado simplemente porque no tengo ganas de seguirle la corriente? Llegado este momento mis reflexiones iban por un lado y la cháchara del chileno por otro, porque mi improvisado vecino de mesa no callaba ni a empujones. ¿Qué puedo hacer? me preguntaba. Es evidente que este hombre no anda en sus cabales. Debería largarme, porque no callará y me obligará a soltarle alguna de mal gusto. Aunque, por otra parte, ¿por qué debo renunciar a mi oasis diario de tranquilidad? ¿Simplemente porque a este majadero le ha venido en gusto darme la vara? ¿Es que debo tolerar que me fastidie el día, así, sin más? Oiga, ¡escúcheme! le dije resueltamente y sin contemplaciones. Pero él ni caso; a su bola. Es como lo de esos robos... ¿Qué? ¡Estaba hablando de robos! No sé como llegó de los franceses carapalo a los robos, pero aquel tipo se refería a los robos que vienen produciéndose últimamente en algunos polígonos industriales de por aquí cerca. ¿Usted se piensa, decía con énfasis, que la policía no está de acuerdo con los ladrones? ¿Quiere dejarse de monsergas? A mí todo eso me importa un bledo, le dije. A ver, ¿quiere usted entender de una santa vez que lo que quiero es que me deje en paz? ¡Joder! ¿Por qué no se va a importunar a otro? Y no pude más, porque diciendo esto cogí la taza con el culo de café con leche que me quedaba y el periódico, y me fui tres mesas más atrás.

Para entonces en el Rex ya había cuatro o cinco personas más que asistían divertidas y silenciosas al espectáculo. Y no sé que me dolía más, si haber soportado la tabarra de mi locuaz vecino de mesa o comprobar que aquella gente se lo había pasado en grande a costa mía y de mister simpatía. ¡Me cago en.., si llego a darme cuenta antes hubiera podido largarme a tiempo! Para acabarlo de rematar, mientras se desarrollaba la escena del desapego sonaba “When a man loves a woman” de Percy Sledge. No hay derecho, pensé. Y es que aquel fondo musical hacía que mi sensación de ridículo fuera mucho más hiriente.

Acomodado de nuevo, ahora en el fondo del bar, no conseguía apartar de mi cabeza al tipo que acababa de expulsarme de mi mesa favorita. Dios es testigo: lo intenté, pero nada, no podía continuar leyendo. Imposible. Me encontraba descentrado, fastidiado. Humillado, por no haber sabido cortar rápidamente con aquel memo. Y además, el poco café que me quedaba se había enfriado y eso es algo que me jode lo indecible. Él siguió allí unos minutos más, impasible, ahora en silencio, hojeando la Vanguardia. Y yo, maldita sea, no podía quitarle los ojos de encima. Y mira, aquel sujeto odiaba a los franceses y llevaba puesta una camiseta del Olympique Lyonnais con el número ocho. ¿Será gilipollas? ¿Quién lleva el ocho en el Olympique de Lyon? Por suerte al cabo de un rato se levantó, cogió del suelo algo parecido a un viejo macuto militar y fue a la caja. No le vi salir pero era obvio que se marchaba.

Su marcha resultó terapéutica. Al instante, menos mal, recuperé la tranquilidad suficiente para seguir con el País. Por enésima vez comencé a repasarlo y poco a poco, casi agalbanado, llegué a la página cinco del suplemento “la revista del verano”. Allí me entretuve para ponerme al corriente de la polémica que ha despertado la publicación de un nuevo relato de Tintin donde éste pierde la virginidad. ¡Ostia! ¿Cómo? ¿Que Tintin se ha liado con alguien? Pero a ver.., ¿no era Hergé, aquel que se murió hace unos años? Y por añadidura y no contentos con esto, en el nuevo relato no han tenido empacho en deshacerse del pobre Milú; según parece, ya se ha muerto. Pero bueno.., ¿Qué retorcida mente ha podido idear algo tan monstruoso? me pregunté. Es como si me cuentan que ha salido un nuevo volumen de don Quijote, donde éste se compra una Vespa. Me niego a aceptarlo. Milú siempre fue un poco gilipollas, es cierto, pero era mi gilipollas; nuestro gilipollas. Sigo leyendo y me entero que se trata de un relato publicado solo en España, una especie de homenaje a Hergé en su centenario. ¿Homenaje? ¡Descerebrados! Así, ¿cuándo muera Quino le harán un homenaje tirándose a la Mafalda y acuchillando al Felipe, verdad? Habría que fusilarlos a todos, al autor de la infamia, al editor.., ¡a todos! Menos mal que Moulinsart evitará que se reedite el vilipendio. ¡A por ellos! ¡No aflojes!

¡Joder, se hacía tarde! De regreso a la realidad, recuperado ya el sentido común tras haberme sumergido un ratito en mis fantasías tintineras, volví a pensar en el episodio chileno. Qué barbaridad, sólo había pasado un cuarto de hora pero tenía la sensación de que todo quedaba muy lejos. Parecía mentira. Era como si aquello le hubiera sucedido a otro y me lo hubieran contado. Me sentía totalmente relajado; mi mente se había saneado gracias a la estupidez de un "homenaje" tan perverso como innecesario. Para acabarlo de redondear tan sólo cabría marcharse del Rex de la forma más discreta posible, antes de retomar mi rutina laboral como si nada hubiera pasado. Con este propósito in mente, me levanté sin hacer ruido y, casi en volandas, me acerqué a la caja: oye Sara, ¿quieres cobrar, por favor? No, no hace falta, ya está pagado. ¿Cómo? Sí, tu amigo te ha invitado. ¡No fastidies! Que sí, hombre... Me quedé aturdido. Fue como.., como una bofetada.

Cabizbajo, caminando de vuelta a mi despacho me devanaba los sesos queriendo ver algo positivo en todo aquello, pero nada, no acerté a encontrarlo ni por asomo. Malas sensaciones; muy malas. Retortijones, gases… El café con leche me cayó fatal. ¿Por qué me habrá invitado ese capullo...?

Hola Xavi, ¿como va todo...? ¿Qué tal, Joan..? Bien, hoy tenemos poca gente. Aquí tienes la lista. Humm; ¿quien es el primero...? No lo sé, viene por primera vez. Creo que quiere un informe de arraigo. Bueno, dame cinco minutos y dile que pase.

...Sí, era él.