lunes, 17 de septiembre de 2007

La última casilla III (cuento)

IV

La variante de Caralta transcurre junto a un arroyo que parte en dos una extensa arboleda de chopos tan venerables como gigantescos. Hubo que vencer resistencias muy tercas para poder construirla. Incluso hubo un pronunciamiento del Parlamento Europeo en favor de proteger el paraje por donde pasa, una isla verde rodeada por un vacío ocre inacabable, eterno. En un principio todo el mundo parecía coincidir en el rechazo de la variante pero lo cierto es que cuando la carretera estuvo terminada las quejas se evaporaron como por arte de magia. Ahora nadie reconoce haberse manifestado en contra de las obras. «Nada; los cuatro gatos que siempre están en contra de todo. Los de siempre, ya sabe».

Desde la variante de Caralta se enlaza con la local que conduce a Santa Engracia, una carretera que tiene poco que ver con la N-128. Para empezar es bastante más estrecha y el firme aún es más viejo y rugoso. Esta carretera sirve a la transición entre el páramo y la montaña, y su primer tercio transcurre entre curvas relativamente cómodas que van ascendiendo suavemente al viajero hasta llegar al congosto del río Toldán. A partir de aquí sigue durante ocho o diez kilómetros el sinuoso curso del río y luego asciende bruscamente para llegar serpenteando al puerto del Verá, donde aún funciona una vieja estación meteorológica. A pocos minutos de allí, en pleno descenso, hay que abandonar la carretera para adentrarse varios kilómetros por una pista de tierra que atraviesa un primitivo bosque comunal hasta llegar, por fin, a los Mastines.

Nadie sabe muy bien porqué a ese lugar le llaman de ese modo. Se trata de un puñado de casas arruinadas que fueron levantándose sin orden ni concierto en las proximidades de una primitiva ermita, Santa Águeda, de la que solo queda el testimonio de unos pocos metros del muro lateral derecho de su única nave y casi todo el perímetro del ábside. Con el despertar del siglo XX la fachada, con su pórtico románico tardío, y los frescos del interior, fueron malvendidos por el párroco de Caralta a un especulador que decía actuar en nombre de una Fundación norteamericana. Hoy, todo ese patrimonio forma parte de un caserón neo-colonial de Massachussets propiedad de cuatro palurdos adinerados. Por la misma época las escasas familias que vivían en los Mastines empezaron a emigrar a Cataluña atraídas por las colonias textiles del Llobregat, primero los hombres jóvenes y luego, como un goteo, todos los demás. En poco tiempo el poblado quedó en el más absoluto de los olvidos porque nadie quiso regresar jamás y desaparecida la gente perdidos los recuerdos.

Con la guerra civil los Mastines recuperaría un breve y trágico protagonismo al convertirse en improvisado escenario de un enfrentamiento entre una compañía de milicianos republicanos y un batallón de regulares. El combate duró toda una noche y se saldó con la muerte de los republicanos y con el posterior fusilamiento de los cadáveres para mayor escarnio. Cosas de un fanático capellán castrense cuya influencia en el teniente coronel de las tropas marroquíes no conocía límites. Fusilados cristianamente por un pelotón formado por gentes de los alrededores de Tánger, los cadáveres fueron llevados hasta Caralta en carros arrastrados por mulas para ser expuestos durante cuatro largos días en la plaza de la República, la que más tarde y gracias a la liberación sería conocida como plaza de la Cruzada Nacional. La masacre, el abandono, el silencio... El abono apropiado para toda suerte de leyendas.

Pero el último habitante de Los Mastines fue Servando, un viejo republicano que nunca renunció a sus ideales y que prefirió desaparecer en vida a que le hicieran desaparecer por vida, como a muchos otros camaradas que oyeron los cantos de sirena de la reconciliación una vez terminada la guerra y, por creerlos, yacen sepultados en la fosa común que se improvisó en la cuneta que bordea la tapia del cementerio de Caralta, contra la que fueron fusilados. Todo el mundo era sabedor de aquella vileza y en vida de Franco cada Día de Todos los Santos eran muchos los caralteños que dejaban allí buena parte de las flores que llevaban a sus difuntos oficiales, los que estaban enterrados como Dios manda. No era raro que se acumularan más flores en la cuneta que en el propio cementerio. Ahora esto se observaría como un gesto compasivo, incluso romántico, pero antiguamente el sargento de la Guardia Civil se tomaba el cuidado de enviar un par de números al día siguiente para recoger las flores de la cuneta y llevarlas al monumento a los caídos por Dios y por España que se erigió en el mismo centro del cementerio, donde, por cierto, nunca hubo otras flores que no fueran estas. Flores robadas para un homenaje putativo. Pero ya hace muchos años que la casa cuartel de la Guardia Civil permanece vacía. Y tampoco sobrevive aquel siniestro monolito de mármol negro; el manolito, que era como le llamaban los caralteños en honor de aquel conspicuo sargento apellidado Manuel, que no nombrado

V

Ana no llegaría a casa antes de las diez. Tras el episodio del billete de cincuenta euros había llamado a Carli para decirle que se retrasaría un poco por razones de trabajo. Entre la tienda y el adosado que alquilaron el año pasado hay más o menos un cuarto de hora; veinte minutos con el tráfico difícil. Quizá algo más, pero no casi una hora desde luego. Sin embargo esta noche Ana ha preferido dar un largo rodeo para poder pensar a solas. No quiere preocupar a Carli; bastante dolida estaba ya a causa de Jordi, de sus incordios cada vez más frecuentes, de sus intrusiones en la vida de ambas. Menos mal que hoy solo se ha conformado con seguirla hasta el coche y recoger el dinero. Otras veces es peor: grita, se pone violento. La agresión física acabará produciéndose tarde o temprano. Mejor reaccionar a tiempo que dejar que las cosas se descontrolen hasta ese punto.
— ¿Jordi?
— ¿Ana, eres tú? Espera, que apenas te oigo, deja que salga fuera. Ahora un poco mejor. Sabía que acabarías llamándome. Estaba seguro, de verdad…
— Oye, tenemos que hablar. Esto no puede seguir así.
— Bueno, si quieres mañana nos vemos. ¿Conoces el Cafetito, el de la plaza…?
— No. Tiene que ser esta noche. ¿Puedes venir dentro de un rato? Lo que yo tarde en cenar. A eso de las doce estará bien. En mi casa.
— No sé donde vives ahora, Ana.
— No seas imbécil; me has seguido cada vez que te ha dado la gana. Hasta luego. No te retrases, que no tengo toda la noche. Y si haces el mínimo ruido y despiertas a los vecinos no abro y llamo a la policía, ¿vale?
— Vale.