viernes, 14 de noviembre de 2008

Últimas palabras (cuento)

Todo el mundo espera su discurso con expectación, con impaciencia incluso. Antes, sin embargo, seré yo quien haga una breve alocución. No deja de ser sintomático que las últimas palabras de un presidente deban ser necesariamente vacuas y estúpidas... Malos tiempos, estos. Pero es la costumbre. Cosas del protocolo, del maldito protocolo. Bueno, no hay problema, improvisaré unas palabras corteses sin olvidar, por supuesto, mis mejores deseos para el futuro. Mil veces he hecho mil cosas parecidas y no es algo que me quite el sueño; pura rutina, después de todo. Y siendo así, a pesar de los pesares me resulta difícil entender el porqué de esta perplejidad y la razón por la cual se acentúa más y más a medida que se acerca el momento. Esto es lo qué en verdad me desconcierta porque a lo largo de mi carrera he pasado por situaciones mucho más delicadas con la más absoluta de las tranquilidades. En fin, sólo espero que la voz no me traicione; me sentiría tan avergonzado… Una hora por delante aún… Mucho tiempo; demasiado.

Echaré de menos esta vista, sobre todo en invierno. Desde que llegué siempre he sentido una debilidad difícil de explicar por la naturaleza gris y desolada de este parque. Han sido tantos, los momentos de reflexión ante de esta ventana, mirando allá, a lo lejos, el incesante torrente de coches y su inútil obsesión por llegar a su destino antes de las ocho. Observando a la gente, arriba y abajo cada mañana, con aquella prisa aplicada y ordenada que equivocadamente sólo atribuimos a las hormigas. Echaré de menos muchas cosas desde luego, pero no van a ser las cosas que todo el mundo imagina. Ni mucho menos. Añoraré las cosas simples. Este despacho, sin ir más lejos. Creo que con los años nos hemos ido haciendo el uno al otro. Recuerdo aquellas primeras semanas y cómo me costó adaptarme. No me podía concentrar y el asunto se convirtió en un auténtico dolor de cabeza para unos cuantos. Y esto pese a las reformas que se hicieron para acomodar el espacio a mis gustos y necesidades… Tonterías. Todo el mundo sabía que el problema no era el despacho sino yo, pero claro, estas cosas no se pueden decir si no es cuando ya perteneces a la categoría de expresidentes. Pondría la mano en el fuego a que no pasará mucho antes de que alguien lo recuerde. Son muchas, las horas que he pasado entre estas paredes… Y es curioso, hasta hoy nunca había pensado en ello bajo este punto de vista.

Cualquier cambio supone abrir una puerta al miedo y a la incertidumbre. Siempre. Me lo decía mi padre como advertencia primero y después como premisa educativa: nunca, jamás des la espalda a un problema, recuerdo que acababa. Lo que no me decía es que a menudo también significa tener de afrontar una pérdida…, y poco importa que en mi caso se trate de una pérdida a plazo fijo, porque no por esperada resulta menos dolorosa. Mis ojos no van a poder engañar a nadie; lo presiento. Casi lo deseo en realidad. Es verdad que nunca he sido un de esos meapilas de lágrima fácil, pero mis ojos van a ser espejo del alma; estoy convencido. ¿Y qué decir de esta especie de galimatías mental que me confunde, del choque de sentimientos cruzados...? Me sorprende sentir algo así después de tanto tiempo, de tantas guerras. Me creía vacunado y ya ves. Y la edad… creo que el paso de los años no me ha hecho más sabio sino más listo. Sólo algo más listo; un poquito sólo. Y mucho me temo que lo acabaré pagando porque esta clase de ganancias se acaban perdiendo si no se reinvierten. De hecho creo que empecé a pagarlo hace tiempo. Sin ir más lejos, este último año ha sido un infierno; sobre todo los últimos tres o cuatro meses. Se me ha faltado al respecto de manera casi obscena y nadie ha movido un miserable dedo en mi favor. Últimamente no he sido más que un vulgar convidado de piedra en mi propio festín. Y a la vista de todo el mundo, para acabarlo de joder. No sé como he podido ser tan estúpido; no me explico cómo he podido tolerar que me rodee esa pandilla de hipócritas insolentes, con sus sonrisas tan reverenciales como falsas. Es odioso y no le deseo a nadie nada parecido.

Pero ahora no siento rencor. Ya no. Sólo pienso en irme, rápida y discretamente, y desaparecer al menos durante unos meses. Alejarme de todo y de todo el mundo y recuperar la soledad. Volver a saber qué significa estar solo. Hablo de una soledad sana, radicalmente distinta a la que he vivido encerrado en esta torre de marfil, dónde han sido demasiadas las ocasiones en que me he sentido aislado, abandonado por aquellos que primero me empujan a tomar decisiones controvertidas y después desaparecen cuando asoma el primer nubarrón por el horizonte. La que yo añoro es una soledad expansiva, comprensiva…, propia. Elegida por mí entre el montón de posibilidades que ofrece un mundo tan complejo y tan vacío a la vez… Pero no; no debería engañarme. Creo que lo mejor sería olvidarlo todo y no preguntarse siquiera si una expectativa tan deseada podría convertirse en realidad algún día. Porque, ¿lo era, aquella soledad de mis años de juventud? ¿Aquella, de feliz ignorancia, de irresponsabilidad?… ¡Ya lo creo que no! La que yo anhelo no es esta clase de soledad sino la del observador distante, la del lector relativo, intemporal… La de aquel cuya presencia resulta imperceptible porque su hábitat se encuentra en la periferia de los deseos, de las envidias, en el punto más remoto y al margen de cualquier asunto mundano… Una soledad blanca y sorda es la que yo quisiera...

Libre, sí; me siento liberado, sin tensión, pero también es verdad que me invade la melancolía. No lo puedo evitar. Y no es abatimiento, es… creo que es cansancio. Estoy muy cansado. Y harto, muy harto además. El ejercicio del poder causa una atracción magnética, casi irracional, y abandonarlo para dejar sus resortes en manos de otro me produce una sensación de liberación y de tristeza al mismo tiempo. Y de rabia contenida también, no nos engañemos. Es algo que ni siquiera imaginaba cuando llegué, hace ocho años. Y es que cuando das tus primeros pasos por este camino nunca piensas que deberás parar algún día para ceder el paso a otro. Cuando empiezas lo sabes, claro que sí, pero lo percibes lejos, muy lejos y lo ignoras despreocupadamente. Interesadamente, mejor dicho. Pero el tiempo pasa inexorable y todo acaba llegando. Cualquiera sabe que abandonar a alguien que aprecias o saberse abandonado supone morir un poco. Sentirse abandonado por el poder no resiste comparación alguna porque supone morir del todo, completamente. Es la muerte social, civil; la peor de las muertes.

Ahora, mi único rastro por estas dependencias será mi retrato. Un retrato vulgar y anodino confundido entre decenas de retratos vulgares y anodinos, olvidados incluso por el tiempo. Un retrato expuesto para no ser visto. Colgado en algún lugar invisible, como el resto. Inerte… Encartonado… Mi único consuelo es que a este hijo de puta le pasará exactamente lo mismo de aquí a unos años…

Un cuadro…; ni siquiera el eco de un fantasma…

Bien…, me parece que ya es la hora.