lunes, 17 de septiembre de 2007

La última casilla II (cuento)

II

Un día antes nada hacía presagiar que Ana tuviera que afrontar este viaje. Su vida transcurría como siempre, rutinaria, previsible. Como cualquier sábado llegadas las ocho mandó a la encargada que cerrara las puertas de la tienda y puso a las dependientas a ordenar las prendas en los estantes. Después cerraría caja y si todo estaba en orden las despediría hasta el lunes siguiente. Cuando las chicas ya se habían ido dio una última ojeada a la boutique desde la puerta principal, apagó las luces y se dispuso a activar la alarma y bajar la persiana de seguridad. Justo antes de levantarse tras haber asegurado la persiana en el anclaje del suelo, apareció Jordi vociferando un sonoro ¡hola, tía buena! que la sobresaltó hasta el punto de hacerle perder el equilibrio. No lo vio acercarse entre el gentío que paseaba por la calle peatonal.
- Eres un imbécil Jordi. Y vuelves a estar borracho. Aunque eso no es ninguna novedad, ¿verdad? ¿Qué quieres ahora? Tengo prisa.
- De sobra lo sabes, Ana. ¿Has pensado en lo que te dije el martes?
- No. Es más, ni me acuerdo. ¡Y déjame en paz joder! Me tienes harta con tus estupideces. ¿Qué pasa, que ya no te aguanta tu mujer? Ah, perdona, olvidaba que con el año nuevo te echó de casa. Por bueno, claro. Anda; lárgate de una puñetera vez y no me obligues a llamar a la policía.

Ana ya había cerrado y caminaba con paso rápido hacia el aparcamiento, unas calles más abajo. Jordi la seguía a dos pasos, tropezándose de vez en cuando y murmurando cosas ininteligibles entre “por favores” lastimosos. Al llegar al coche Ana se giró para observar qué hacía su indeseado acompañante y al verlo aparentemente tranquilo se metió dentro, activó el cierre centralizado de puertas y buscó en su bolso algo de dinero. Luego bajó dos dedos el cristal de la ventanilla y lanzó un billete de cincuenta euros que Jordi se afanó en recoger. Ni uno ni otra dijeron nada. No hacía falta. Jordi desdobló cansinamente el billete para mirarlo y cuando levantó la vista el coche de Ana iba ya calle abajo.

Ana y Jordi se habían divorciado cuatro años antes tras un corto y accidentado período de convivencia. Un matrimonio inverosímil. Resuelta la separación ninguno de los dos quedó solo pero Jordi, apenas un año más tarde, comenzó a importunarla llamando por teléfono o presentándose en la tienda de repente, en el momento más inopinado. En un principio las llamadas fueron esporádicas y las visitas contadas, pero en los últimos meses aquellas molestias se estaban convirtiendo en acoso, puro y simple. Ahora se atrevía a organizar escenas en plena calle; espectáculos que causarían vergüenza ajena a cualquiera y que siempre acababan con un Jordi sollozante, rogando perdón. Suplicándolo. Pero Ana no tenía nada que perdonar. Por lo menos hasta que Jordi comenzó a darle la tabarra. ¿Debía perdonarle que le diera la tabarra?

Entre ellos no hubo nunca nada que valiera la pena; su historia en común fue tan corta como intrascendente. Y es que al poco de casarse con Ana, Jordi se reencontró con Berta, un viejo amor adolescente. La chica había empezado a trabajar como cajera en el Caprabo de la esquina. Desde entonces Jordi se aficionó a hacer la compra: cada día faltaba algo, y había días que más de una cosa. Con el tiempo -no demasiado- de hacer la compra pasó a citarse con Berta, y de aquí a dejar a Ana para irse a vivir con ella medió solo un paso. Jordi se preciaba de hacerlo todo muy rápido. Se enorgullecía de ello. Dos años de separación y el divorcio. Todo rápido, sin complicaciones, muy al gusto de Jordi.

Para sorpresa de Ana la marcha de Jordi hizo que se sintiera muchísimo mejor de lo que hubiera supuesto. Ahora no entendía qué puñetas vio en este tipo para casarse con él. Sí, era guapo y divertido, y tenía algo que le hacía diferente, pero... ¿de quien? Desde el primer momento pensó que ella tenía la culpa de que las cosas no funcionasen, como casi todas las mujeres. Y se esmeraba. Y se desesperaba. Por entonces era incapaz de ver el necio que tenía delante. Jordi se duchaba cada vez menos, bebía cada día más y olvidó qué era eso de leer. Él, que antes de casarse presumía de recitar como nadie a Rimbaud. Porque leer el Marca no cuenta, ¿verdad? Y pensándolo bien, a lo mejor tampoco era tan guapo. Menos mal que Jordi hizo lo que todo el mundo esperaba -menos Ana, por supuesto- porque sino la chica aún estaría torturándose intentando descubrir qué hacía mal. Pero, que descanso cuando se largó. Qué bien, suspiraba Ana al recordarlo: que alivio. Y es que Ana se casó engañada por un espejismo y una vez desengañada se descasó gracias a un nuevo engaño. Pero así es el juego de la oca. Tira Jordi, siempre te toca.

III

Las mañanas de marzo suelen ser frescas según el calendario del payés y la de hoy es una mañana de lo más corriente. Ana pasaba el rato mirando a través del ventanal de la cafetería reparando en la aridez que le rodeaba, pensativa, con la mirada perdida. Inexpresiva.
«El cartel Shell acabará cayéndose si no lo remedian pronto y los surtidores de gasolina continúan tan desiertos como la propia carretera. Resulta inquietante que la carretera no registre el mínimo movimiento. Si, es verdad que es domingo y que aún es bastante temprano pero debe hacer por lo menos un cuarto de hora que estoy aquí y no he visto pasar ni un solo vehículo. Aunque, ahora que lo pienso, tampoco me he cruzado con nadie desde que dejé la autopista para coger la N-128, y de eso hace casi una hora. Bueno; con la salvedad de la loca que estuve a punto de atropellar. ¿Dónde andará? ¿Y qué puñetas hará sola, en medio de la nada? Pero es mejor así. Mucho mejor».

Algo más de las ocho. El depósito lleno, la ventanilla abierta y Suzanne Vega en el reproductor de cedés. El aire fresco y Gipsy parecen hechos el uno para el otro. Mucho más centrada después del respiro y del café, Ana pensaba en Carli. Era como Suzanne; la misma mirada. Anoche la dejó en casa limpiando a fondo. La añoraba. «A estas horas ya debe hacer un buen rato que acabó y estará descansando. La llamaré más tarde; la he visto tan nerviosa... Bueno, en media hora estaré en Caralta y desde allí a Los Mastines solo hay otros cuarenta minutos. Con la nueva variante no hace falta entrar en el pueblo y eso es una ventaja».

Carli era prima lejana de Ángela Daró, una vieja amiga de Ana y abogada por demás -la misma que le llevó el divorcio. También era militante activa de la Plataforma para la igualdad de derechos de gays y lesbianas. Una tarde se encontraron sentadas frente a frente en la mínima sala de espera del bufete de Ángela, Ana pendiente de su asunto y Carli esperando a un amigo que sufría el acoso de sus compañeros de trabajo tras haberse sabido su condición de homosexual. El amigo de Carli no llegaba y Ángela continuaba en su despacho, al parecer muy ocupada con dos individuos cuyo aspecto recordaba al Travolta de Saturday Nigth Fever. La conversación parecía ineludible, estaban solas y todo hacía pensar que continuarían así un buen rato. Después de intercambiar miradas y alguna sonrisa tan cortés como ritual, Carli se levantó y fue al despacho de Ángela, de donde salió casi inmediatamente.
―Por lo visto tenemos para más de media hora. Este sitio tan pequeño me agobia un poco y me apetece un café, ¿te apuntas?
­Tras la sorpresa inicial y unos segundos de duda Ana aceptó y ambas se dirigieron a la cafetería de la planta baja, un lugar agradable y un café verdaderamente bueno. Apenas cuatro meses más tarde compartían un apartamento del centro, a cuatro pasos del negocio de Ana.