lunes, 17 de septiembre de 2007

La última casilla I (cuento)

El Juego de la Oca es un viejo juego de mesa donde contienden dos o más jugadores. Cada jugador, por turno, lanza los dados y avanza su ficha por un tablero en forma de espiral dividido en 63 casillas salpicadas aquí y allá de castigos y premios, de manera que según la casilla tocada en suerte el jugador será penalizado o recompensado. Gana el jugador que consigue llegar primero al Jardín de la Oca, la última casilla.


I

«Las siete tocadas; tal vez debería ir pensando en descansar un rato. Conducir con el sol de cara es bastante jodido, sobre todo si está tan bajo porque me obliga a ir rígida, con la cabeza excesivamente alta y forzada. Acabará doliéndome la espalda si no paro pronto y además, me vendría muy bien un café. Sí; necesito, ese café».

...Ciento diez.

«Hace rato que lo vengo notando. Es increíble, ¿cómo puede sorprenderme todavía esta sensación a pesar del tiempo transcurrido y de haberla experimentado tantas veces? Esperaba que después de tantos años sin volver por aquí mis viejas obsesiones habrían caído en el olvido pero, hay cosas que no cambian. Aunque también es verdad que ya no me preocupa como antes. Ahora incluso me divierte... ¿Qué sé yo? Será que no me acostumbro a este paraje desértico y a la carretera, tan recta y larga... Tan aburrida. Sí; debe ser eso. El aire seco, el exceso de luz..., y sobre todo este paisaje tan... ¿Cómo definirlo...? ¿Aplastado...? El tedio, en fin».

...Ciento veinte.

«Siempre pensé que un viaje a la nada tenía que ser algo muy parecido a esto, y aún sigo convencida. Quizá en su momento debí comentarlo con alguien; al fin y al cabo no deja de ser una tontería propia de adolescentes. Pero, ahora, ¿a quién podría confiar estas majaderías...? ¿Al psiquiatra? Ni siquiera me he preocupado nunca de decírselo a Carli. ¿Cómo podría explicar que cada vez que paso por aquí tengo la sensación de estar fumada? No tiene sentido; es absurdo, estúpido».

«Recuerdo que mamá y yo atravesábamos esta región por lo menos tres o cuatro veces al año y ya, por entonces, advertía la misma sensación con total claridad. No es que todo siga exactamente como en aquellos días, claro, pero según veo los cambios han sido mínimos. La carretera era bastante más estrecha, eso sí; y estaba salpicada de chichones y de calvas de arena. Por lo demás, todo continúa más o menos igual... En cualquier caso, también es posible que yo no haya cambiado tanto como hubiera deseado... Salvábamos estos parajes, y nunca mejor dicho, en aquel viejo Fiesta dorado cargado a reventar de bultos y maletas; sobre todo cuando hacíamos el viaje de ida. Y en verano, ¡a sufrir la gota gorda! Porque pasar por aquí en verano era terrible... ¿Cómo podían caber tantas cosas en un coche tan pequeño? Si pudiera abrir una ventana en el tiempo me moriría de risa al verme; al vernos a las dos. Yo prefería viajar en Semana Santa porque cuando el frío no lo impedía podía asomar la cabeza por la ventanilla e imaginar que volaba sentada sobre una cometa mágica. Entornaba los ojos y soñaba despierta. Me veía cortando el aire velozmente, atravesando un país maravilloso, fresco y transparente sin nada en común con este inhóspito secarral. Volaba entre el verdor de campos asombrosos, idílicos, y el azul limpio del cielo en dirección a unas montañas blancas a las que nunca conseguía llegar aunque parecían estar a tocar de los dedos. Las películas de Disney tenían la culpa, o al menos eso pensaba mi madre. Recuerdo como me reñía y me tiraba de la oreja hasta que volvía a sentarme correctamente en el asiento. Lo recuerdo como si fuera ayer. Fantasías infantiles; cómo os añoro. El paso de los años te abre los ojos para descubrir que la realidad no es más que una burda caricatura sin alma de las más hermosas e ingenuas ensoñaciones infantiles. Ya lo creo. Y si no, a la prueba me remito: que desolación tan deprimente».

...Ciento treinta.

«Por qué habrá sido tan cruel la naturaleza con este rincón del mundo? Claro que, ¿puede ser cruel la naturaleza? Sí.., supongo que sí... ¿Ves? es tanta la miseria que me rodea que puedo contar los árboles a voluntad: uno, dos, tres..., siete, no veo más de siete. Siete árboles raquíticos en kilómetros y kilómetros a la redonda, sobreviviendo miserablemente entre millones de piedras y arbustos esteparios. Mmm.., ser un árbol. No estaría mal ser un árbol. Ser, sentirse como un árbol... Pero no cualquier árbol. Un roble. Una encina en el peor de los casos. No, todavía mejor: ¡un olivo...! Claaaro; un olivo....»

¡Diooos! Ana aseguró el volante y pisó firme y repetidamente el freno. Pasados los instantes de zozobra y ya con el coche bajo control, miró con el rabillo del ojo por el retrovisor para averiguar qué puñetas había pasado. Descubrió una mujer de mediana edad que caminaba despreocupada por el lado derecho de la carretera, a un centenar de metros del coche; probablemente más. Había estado a punto de atropellarla y sólo un rápido y habilidoso giro de volante evitó el desastre. Sin embargo parecía que ella ni se había enterado porque levantaba la mano saludando y, ¿sonreía? Tras comprobar que todo había quedado en un susto Ana fue acelerando poco a poco, desconcertada, sin poder apartar la vista de aquella mujer solitaria. Observándola por el espejo mientras iba haciéndose pequeña y más pequeña, un puntito que no deja de saludar con la mano hasta que la cinta de asfalto acaba por engullirlo. Todo sucedió en un minuto; en menos seguramente.

«Robles, olivos... ¡Joder, casi atropello a esa pobre mujer! Me tiemblan las manos, las rodillas… No puedo controlarme, voy a parar. Tengo arcadas».

El Mazda 6 se detuvo en la cuneta medio envuelto en una nube de polvo. Ana paró el motor pero se mantuvo al volante unos minutos con la mente en blanco y las rodillas aún temblorosas. Cuando por fin se decidió a salir una bocanada de aire fresco en la cara le hizo sentirse algo aliviada y se estirazó y gritó de rabia. Ya no tenía ganas de vomitar pero en su estómago las cosas no iban nada bien: se sentía como si se hubiera tragado una lagartija viva. Reflexionó un momento y respiró profundamente varias veces. Dudaba. Luego se acercó al maletero y lo abrió. Olía raro pero todo parecía en orden. Cerró con un golpe seco y giró en redondo para alejarse una veintena de pasos por la carretera con intención de localizar aquella mujer que caminaba por donde no debía. Pero nada; ni un alma. Tampoco se oía nada, ni el vuelo de un pájaro, ni el murmullo del viento. Nada. Ana regresó al coche y lo sobrepasó para escrutar el morro. Creyó notar que un piedra lo golpeaba hace un instante. Falsa alarma. Pero comprobó que todos los mosquitos del mundo se habían puesto de acuerdo esta mañana para estrellarse contra la calandra y los faros. Además, desprendía una calor abrasadora, tanta que prefirió adelantarse varios metros antes de acuclillarse para tocar el asfalto con las palmas de las manos. Estaba frío. Se dejó llevar por un impulso y se sentó, y un instante después estaba tumbada en la carretera con las piernas flexionadas, los brazos abiertos y la mirada anclada en un cielo que pasaba del azul al blanco según el sol iba ganando altura. El cansancio apareció sin avisar y Ana no pudo evitar entornar los ojos. Le escocían pero sobre todo le pesaban. Cedió al agotamiento por unos minutos, aunque tuvo la precaución de mantener atento el oído por si acaso. El silencio; sólo era capaz de escuchar su propia respiración cada vez más sosegada, cada vez más pesada. Un instante de tranquilidad después de todo. Un relámpago de bienestar... ¿Cómo estará Carli? Pero no; no parecía sensato seguir así. Había que continuar.

«Las siete y veintidós ya. Me muero por tomar un café caliente y comer algo. No entiendo como he podido despistarme hasta ese punto. No me lo explico. Resulta increíble, ¿cómo no he podido verla? Mierda de recta, parece que no se acabará nunca».

Pero todas las rectas se acaban torciendo tarde o temprano y a las siete y treinta y cinco Ana entraba en una estación de servicio no sin antes haber sorteado algunas curvas, menos mal. Aunque necesitaba gasoil aparcó junto a la cafetería; ya llenaría el depósito después. Nadie o casi nadie dentro. Tan solo una chica gorda que barría con desgana entre las mesas y la que parecía su madre tras la barra, indolente, con los antebrazos apoyados mientras escuchaba la SER. Ana dio una ojeada a la vitrina de la repostería, se acercó a una de las mesas situadas junto al ventanal que daba al aparcamiento y antes de tomar asiento se dirigió a la mujer de la barra. Aunque en el aparcamiento no había absolutamente nadie no quería perder de vista el coche.
- Buenos días.
- Buenos días. ¿Qué va a ser?
- Un café bien cargado, por favor. Y las pastas, ¿son de hoy?
- Pues claro, las acaban de traer hace un momento.
- Estupendo. Póngame una napolitana. ¿Se puede fumar?
- No; si quiere fumar tendrá que salir fuera. Aquí no se puede.
- Bien, gracias. El café muy caliente, por favor.