jueves, 30 de noviembre de 2006

Trabajar es un placer, a veces (cuenta)

Con solo verlo he sabido que hoy sería diferente. Conrad ha llegado con la sonrisa puesta y su andar a lo House, el brazo izquierdo aparatosamente envuelto en una gruesa chaqueta de punto gris y la carpeta de siempre en el derecho. Ha debido esperar un poco porque a la hora que tenía concertada la cita aún no había marchado la clienta que le precedía; casi media hora de retraso que a pesar de todo no ha conseguido borrar la sonrisa de su cara. Cuando fui a recibirlo lo encontré solo en la sala de espera, sentado y con sus cosas esparcidas sobre una mesa, entretenido con un aparatito que parecía un walkman. “Hola Conrad, lamento haberte hecho esperar pero ha sido inevitable. ¿Me acompañas al despacho?”

Conrad vive solo, tiene alrededor de 37 ó 38 años y desde hace un par de meses viene a charlar un rato cada miércoles a las once. Es un tipo con algo especial y la suya es una historia conmovedora, hermosa y terrible al mismo tiempo. Cuando vino por primera vez lo hizo acompañado de su hermano pero para mí no era un desconocido ni mucho menos, o no lo era del todo. Hace algunos años solía encontrármelo cada mañana en el Boira más o menos a las ocho, acomodado junto a la única mesa redonda del bar con su café con leche y El Punt entre las manos. Recuerdo que solía levantarse a menudo para cambiar de periódico con su andar raro y el semblante serio, entre concentrado y molesto. Por entonces me parecía un individuo curioso con apariencia de científico atribulado. También creo recordar un bastón, aunque no estoy muy seguro. Cuando yo entraba en el Boira él ya estaba allí, y si por caualidad aún no había llegado no tardaba más de unos minutos, siempre, sistemáticamente. Media hora más tarde él seguía ensimismado hojeando el periódico de turno cuando yo me marchaba; en mi memoria aparece alguna vez enredado con las páginas del periódico. Hubo ocasiones, justo antes de pagar mi desayuno - la caja y su mesa eran vecinas -, que llegué a cruzar alguna mirada con él. Fugaz, desde luego. Pero yo, cosas de una camarera tan incompetente como malcarada, cambié el Boira por l'Arcada y acabé olvidándome del personaje. Y así fue hasta el pasado mes de septiembre, cuando Conrad y su hermano aparecieron por mi despacho interesándose en saber si el primero podría acogerse a algún programa asistencial habida cuenta de la situación de precariedad en la que se encontraba desde hacía tiempo. Y es que Conrad es pensionista de invalidez y la pensión a duras penas le permite llegar a final de mes, casi casi como la señora Esperanza Aguirre, dicho sea sin ánimo de comparar pues como es público y notorio los problemas de la señora Aguirre para llegar a final de mes son verdaderamente importantes. Cosas de los techos altos, ya se sabe.

Pero, ¿quien es Conrad, y qué le hace especial? Conrad es víctima de circumstancias tan dispares como adversas; pero, cuidado, porque no es víctima de si mismo ni mucho menos. Es justamente lo contrario. Conrad es un músico frustrado; un excelente músico frustrado por la irresponsabilidad homicida de un automovilista ebrio que una madrugada embistió su coche y lo envió a él a la UVI y su futuro al limbo. Conrad es contrabajista; acabados sus estudios en España marchó a Suiza y obtuvo el grado de virtuoso con el número dos de su promoción - equivalente al doctorado universitario en cualquier otra área del conocimiento - en un reputado conservatorio de Basilea. Trabajó en Alemania y tenía unas excelentes expectativas de crecimiento personal y profesional hasta que un hijo de puta, pronto hará diez años, lo retiró como músico y lo relegó a la periferia de la sociedad, lejos, allí donde cohabitan sin remedio los modestos con los molestos. Conrad salvo la vida milagrosamente pero las secuelas lo han convertido en un hombre adolescente; la incapacidad es física y intelectual. Su cuerpo ha resistido maltrecho y su cerebro sufre lo que él llama desconexiones, causadas - me explica - por coágulos que impiden un correcto riego sanguíneo. Hoy, Conrad maneja como un artesano un instrumento en el que llegó a ser un maestro y vive de una modesta pensión no contributiva mientras el borracho que cambió el curso de su vida probablemente ya ni se acuerde del episodio.

Conrad y yo hablamos de sus problemas, de su estado anímico, de sus expectativas..., pero también hablamos de política, de libros, de cine - lo cierto es que va poco, prefiere el DVD. Y de música, claro; a veces se entusiasma y otras prefiere cambiar de asunto. A ambos nos gusta el Barroco; yo saco el tema y él me ilustra. Un placer observarlo y escucharlo; se apasiona. Conrad quiere aprender cosas, muchas cosas. Hace un curso de introducción a la informática que le va regular, también yoga y meditación, y lee a Alfred Tomatis. Y por supuesto, quiere trabajar en algo. De conserje, de acomodador en el teatro..., cosas así dice él, que no le exijan muchas horas y que le permitan hablar y relacionarse con la gente. Y tiene problemas, claro: económicos, de vivienda - pronto finalizará el contrato de alquiler y teme, no sin razón, que le propongan renovar con una renta que no pueda pagar. Y dudas, inquietudes y miedos, como casi todo el mundo.

Pero hoy, con solo verlo, he sabido que nuestro encuentro sería diferente. Nada más entrar en el despacho Conrad ha desvelado lo que ocultaba bajo la gruesa chaqueta de punto: era una copa de cava. Observo, tomo nota mental y procedemos como de costumbre. Él se sienta al otro lado de la mesa y esparce ordenadamente sus cosas: el pen drive donde guarda sus escritos y otros archivos, la carpeta de plástico transparente con papeles diversos y algun folleto, su walkman, su teléfono de última generación... y hoy, claro está, su copa de cava. Por mi parte coloco la pantalla del ordenador en situación visible para ambos - está muy interesado en internet y en ocasiones buscamos reseñas de libros, alguna traducción, recursos educativos o formativos... La entrevista sigue los cánones establecidos por la costumbre; una primera y breve conversación sobre asuntos banales nos lleva al curso de informática: Conrad esperaba algo distinto y se siente un poco decepcionado, pero es un hombre acostumbrado a la disciplina y asiste puntualmente cada día de clase. Y son tres horas por sesión. Mientras los demás ensayan el excel o el powerpoint bajo la supervisión del profesor él se evade y viaja mentalmente; o machaca el word, que es su alternativa a la huída mental. Conrad acude siempre a clase y allí se queda, sentado ante la pantalla las tres horas con el intervalo de un cuarto. Aunque lo cierto es que va y viene y su mente entra y sale constantemente. A pesar de todo esta experiencia le está resultando extremadamente provechosa. Me cuenta que aprende por igual cuando atiende las indicaciones del profesor que cuando no es así, es decir cuando vuela; y lo explica con detalle y con el sentido común que solo puede tener alguien muy inteligente. Y yo estoy de acuerdo con él. Aprende cosas distintas desde luego, pero aprende.

Después del obligado entremés informático - Conrad necesita ponerme al corriente - suelo imprimir un giro a la conversación para dirigirla hacia aspectos más prosaicos de su vida cotidiana, pero hoy no podía ser así. "Oye, Conrad, ¿donde vas con la copa? Me tienes intrigado". Y me lo ha explicado.

Conrad se ha propuesto crear su propia tarjeta de felicitación navideña. Me indica qué archivo del pen drive debo abrir y una vez abierto el documento la pantalla nos muestra una composición en tres partes: la primera es un icono navideño que representa el pesebre bajo un cielo estrellado acompañado del título de un cuento; la segunda es el propio cuento, la conocida historia de dos ranas debatiéndose entre la nata (creo intuir por algún lado al charlatán de Bucay); y la tercera debe ser una foto, su propia foto brindando por la navidad, por el nuevo año, o por otra cosa diferente porque Conrad aún no ha tomado una decisión sobre el asunto.

El debe ser; esa era la cuestión. Conrad había pedido una copa prestada en el Boira - al oírlo concluyo, algo avergonzado al recordar mi propia experiencia, que ni siquiera la madre de todas las estulticias disfrazada de camarera podría con él - con la intención de hacerse una foto brindando y trasladarla después a su tarjeta de felicitación. Y aquí es donde entro yo en sus planes. Conrad baja un poco la voz y me pregunta si puedo hacerle una foto con la cámara de su teléfono móvil. Dos segundos de perplejidad y... ¡claro que si! Me pareció genial, así que salimos del despacho de las entrevistas y pasamos al de trabajo, justo al lado, donde tengo una lámpara halógena que por potencia pasaría por un foco de estudio. Pero no teníamos cava. Disponíamos tan solo de una triste copa vacía y para hacer convincente el brindis necesitábamos algo con que brindar. Quizá agua con algo más. Con cocacola, si; la proporción justa hasta llegar al tono freixenet adecuado. Perfecto. Ya teníamos luz, cámara y cocacola con agua. Lo suficiente.

Y mira por donde me encuentro haciéndole un book a Conrad. De pie, sonriendo mientras levantaba la copa: foto de medio cuerpo. Ahora casi de perfil y algo más serio: perfecto. A ver; sentado, con la misma sonrisa de antes..., eso es. Levanta más la copa, hombre. No tanto, no tanto. Muy bien. Y una más; y otra... Ambos lo pasamos estupendamente. Conrad resulta muy fotogénico; siempre sale bien el bandido. Que suerte tiene. Y que suerte la mía, desde luego. A veces trabajar es un placer, y eso en mi profesión es algo de lo que no puedo ufanarme cada día. Que más querría yo.