viernes, 10 de noviembre de 2006

Sociedad anónima (cuenta)

Esta mañana, muy temprano, tuve ocasión de cruzar unas palabras con un viejo conocido. Ocurrió en el puente de Sant Agustí y no fueron más de tres o cuatro minutos que a pesar de todo me llenaron de una inesperada alegría. Al verlo a lo lejos, uno a cada lado del puente, mi primera intención fue ignorarlo pensando que él haría exactamente lo mismo; pasaríamos el uno junto al otro sin mirarnos, como habíamos hecho en ocasiones precedentes. Pero hoy ha sido diferente. De aquí mi alegría y sobretodo mi sorpresa.

Cuando caminas por una ciudad tan pequeña como Girona siempre ves la misma gente si es que quieres verla. Casi todo el mundo circula por el mismo sitio y ocupa los mismos espacios de manera que el factor tiempo es la variable que determina o condiciona cualquier posible encuentro. Unos madrugan más que otros a la hora de trabajar, de comprar, de comer, de divertirse... y esto es lo que influye verdaderamente en la regulación del tráfico de encuentros; y lo que los decide, claro. Cuando formas parte de un engranaje como este desarrollas un curioso mecanismo que permite ver o no ver las personas en función del interés que te mueve en aquel momento preciso, haciendo de esa práctica, que es colectiva, una peculiar virtud que pasa a formar parte de tu carácter, del carácter de la gente, sobretodo la que ha nacido y crecido en ciudades pequeñas. En resumen, que aquí uno solo ve por la calle a quien quiere ver y solo se ven los que quieren verse. Y esto cuenta hasta para la família. Mi problema es que yo vengo de Barcelona y veo a todo el mundo. No puedo evitarlo, o no sé; ves a saber. Hasta hoy mismo esta es la única actitud que ha contado en mi práctica cotidiana. Pero no me rindo, quiero aprender, mejorar, porque no puedo pasarme la vida disimulando y hacendo ver que no veo. Al final alguien se va a dar cuenta y se incomodará. ¿Qué hace ese, viéndome, cuando yo a él no lo veo? Difícil papeleta. ¡Qué complicado es eso del anonimato!

En las grandes ciudades cuando vas por la calle lo corriente es no ver a nadie ni aun queriendo; el anonimato es una cualidad que en esos lugares viene instalada por defecto y eso influye en la forma de ser de la gente y en manera de construir las relaciones sociales: por lo general más abiertas y menos intensas. Superficiales muchas veces, al mejor estilo americano. Mientras en Barcelona el anonimato crece solo y forma parte tanto del paisaje como del paisanaje urbanos, en Girona debe cultivarse con esmero y con tesón, y aun así el resultado parece estar lejos del pretendido. Lo digo después de observar el empeño que la gente pone en la empresa, a todas luces desproporcionado en vista de la ganancia. En Girona el deseo de anonimato nunca llega a ser satisfecho del todo y por eso es anhelado apasionadamente, a diferencia de Barcelona, donde no exige ningún esfuerzo y no se aprecia como debiera.

Ahora te veo, aunque no sé si te veré mañana. En esto se resume la cuestión, y claro, de buenas a primeras es muy posible que esta práctica social pueda parecer poco civilizada al forastero; pero aun así haría mal en juzgar precipitadamente porque si observa el asunto con detenimiento pronto descubrirá que se encuentra ante la sublimación de un sistema donde la dificultad para salvaguardar el anonimato hace que se confundan irremediablemente las relaciones sociales con los intereses sociales. A su vez, esto también explica la entrada en concurso de otro elemento que suele modular, y en ocasiones hasta el exceso, lo que comúnmente se conoce por buenas maneras: me refiero a la “conveniencia”. Por lo demás y a lo que parece, la conveniencia suele estar reñida con la apariencia. Aquí por lo menos.

Si de mi caso hablamos, las cosas resultan aún más complicadas si cabe. Soy asistente social y mi larga carrera profesional en Girona me ha dado oportunidad de “conocer” alrededor de dos mil personas con sus dos mil vicisitudes. Y estoy convencido de hacer una estimación bastante prudente. Esto, en potencia, nos sitúa ante un cuadro donde dos mil y un individuos con sus dos mil y una vicisitudes circulan por los mismos sitios discriminados tan solo por el factor tiempo. Quizá un reto fácil para un estadístico, pero yo soy de letras y además de Barcelona, y gestiono mal la situación por mi escasa destreza para manejarme en el complejo arte de la esgrima social que insinuaba hace un rato, al parecer solo apto para nativos y finos estilistas. Tan difícil que han sido muchas las veces que en torpe emulación socrática he cuestionado seriamente mi propia habilidad para desenvolverme con la soltura que exige un entorno tan particular, porque ¿qué sería lo conveniente en mi situación? Es más, ¿dónde se encuentra el punto de equilibrio entre la necesidad de salvaguardar la intimidad mental y emocional de los dos mil uno, obviamente vestida de anonimato, y la necesidad, tan importante como la primera, de relacionarse educadamente en lo que podríamos llamar, un entorno de civilidad? Y añado más, ¿pueden ignorarse mutuamente dos personas un día, saludarse y charlar como si nada al día siguiente e ignorarse de nuevo un día más tarde, sin que esta práctica ponga en solfa tus principios cívico-éticos? ¿Si? ¿Sin siquiera un… buenos días, para los días que toca ignorancia?

La respuesta, por sorprendente que parezca, solo puede ser afirmativa. Y en cuanto a la explicación, esta surgirá sola a poco que se piense en el asunto, aunque sea por breves minutos.