miércoles, 10 de agosto de 2011

El carnicero de Berga (cuento)

Olena vino a Barcelona sabiendo muy bien lo que quería. Fue hace unos años y llegó de la mano de una red de prostitución organizada desde la madre Rusia con una sola fijación entre ceja y ceja: trabajar duro por un tiempo y retirarse después con los medios suficientes para regresar a su país y poner una boutique de moda en Dubna, su ciudad natal, cerca de Moscú.

Desde entonces Olena ha aprendido algo más que las costumbres del lugar y su carrera ha atravesado episodios muy distintos antes de acabar culminándola como improvisada auxiliar de sicario.

A la mañana siguiente de aterrizar en el Prat la pusieron a hacer la autovía de Castelldefels, pero pronto la retiraron de la carretera para instalarla en el Copacabana, donde su fervor por el trabajo bien hecho y su entusiasmo al ejecutarlo tardó poco en llamar la atención.

Un día de san Valentín se encaprichó de la chica un acaudalado industrial de la carne afincado en Berga, asiduo del club, y tras eufórica y fugaz negociación acabó alquilándola a los mafiosos por un año a cambio de veinte mil euros, de los que algo menos de la mitad serían para ella. Su propósito: hacer uso privativo de la putita durante ese tiempo en el piso que arrendaría en Manresa para estos menesteres.

Durante las dos o tres primeras semanas Serafín, que así se llamaba el industrial, bajó de Berga a Manresa casi a diario, pero pronto tomó cuenta del exceso y con buen criterio espació sus encuentros hasta dejarlos en semanales. La alternativa resultaba obvia: o bien se decidía por visitar menos a Olena o no le quedaría más remedio que pedir cita al cardiólogo con tanta o más frecuencia. Poco resuello el suyo, para tantos kilos de humanidad.

Tanto tiempo libre dio pie a que la emprendedora Olena buscara alternativas para no aburrirse y después de valorar pros y contras y llamar en consulta al Copacabana, la chica decidió abrir negocio propio ocho horas al día de lunes a viernes, poniéndose al servicio de todo aquel que quisiera pagar cincuenta euros por media hora de alegría. Una ganga vista la cotización de la ternera rusa, algo que el Gordo, sobrenombre por el que Serafín era popularmente conocido en Berga, sabía de muy buena tinta.

Las cosas fueron bien durante unos meses; el amo ―al carnicero le encantaba que su muñequita le llamara de esa manera― se dejaba caer por allí los sábados o los domingos, de manera que los laborables Olena hacía y deshacía a su antojo.

Pasó, sin embargo, que el último día de todos los santos, jueves por más señas, al amo se le antojó dar una vuelta por Manresa para sorprender a su muñequita rusa y de paso regalarse una pequeña fiesta, antes de volver a Berga para hacer la obligada visita al cementerio en compañía de su venerable mamá; pero llegado a Manresa la sorpresa fue para él.

Al entrar en el pisito encontró el salón a reventar de gente variopinta llegada de cualquier rincón de la comarca, todos esperando turno ordenadamente y algunos, incluso, con los cincuenta euros en la mano. El Gordo, que quizá fuera algo obtuso pero no hasta el punto de ignorar que la saturación del mercado hace bajar inmediatamente de precio de la carne, agarró a Olena de la mano tal y como la encontró y con dos empujones la metió en el asiento de atrás de su Mercedes; y hecho esto puso la directa y se la llevó al Copacabana con intención de exigir que le fuera devuelto el dinero invertido bajo la ingenua promesa de exclusividad.

En el Club de alterne fue recibido por un tipo grande y tranquilo que le hizo pasar a un despacho de techo sorprendentemente alto y lo más llamativo, sin ventanas. El ruso le hizo acomodarse en un grasiento sillón negro situado justo delante de un bufete también negro, donde Serafín apenas encajaba. Luego, de uno de los cajones de un peculiar mueble cilíndrico, alto y estrecho... ―¡y con ruedas!― el anfitrión sacó un vaso azul de metacrilato y con una generosidad poco común, le sirvió un whisky de malta antes de acomodarse al otro lado de la mesa para escuchar sus quejas en respetuoso silencio.

Poco más tarde, tras haber oído atentamente todo cuanto su cliente tuvo a bien en decir, aquel tipo se quedó pensativo durante unos instantes y a continuación, sin perder la compostura, le miró fijamente a los ojos y le dijo: márchate de aquí si no quieirres que te meta dos tirros en tu boca de pueirco...

Tras concederle unos instantes, los necesarios para que pudiera recuperarse del shock, el oso se levantó con ademán que no admitía dudas y el Gordo comprendió que mejor salir pitando que arriesgarse a ofrecer una rebaja.  

Nunca más Serafín, se repetía una y otra vez el crápula aferrándose con rabia al volante de su Mercedes, ya de vuelta a su pueblo. Nuuuncaaa, nunca más... escupía el Gordo mientras El Fari ponía fondo a sus amargos lamentos...
 
«...Crusé lo brazos pa no matal-la, serré losojo por no llorar...
Temí ser débil y perdonarla y abrí laj puertas de parenpá...
Vete mujé mala, vete de mi vera, rueda lo mismito que una maldisión...,
Que Dios permita que el gachó que quieras pague tus quereres...,
Tus quereres pague con mala traisión».

Y desde aquel día se perdió la pista del Gordo en el Copacabana, donde Olena fue acogida de nuevo como una hija pródiga.