domingo, 7 de agosto de 2011

El tiempo y los tiempos... (cuenta)

El tiempo... Probablemente no haya nada más complicado, contradictorio e incluso inútil, que pretender comprender qué se esconde tras esa palabra. Todo aquel que lo intenta cae sin remedio en un pozo inacabable de paradojas y perplejidades; no en vano San Agustín decía saber lo que era el tiempo siempre y cuando nadie se lo preguntara, pues en caso contrario, añadía, no era más que un pobre ignorante.

Sin embargo sobre el tiempo hay dos o tres certezas o casi certezas al alcance de cualquiera. Baste reflexionar unos minutos y lo primero que se verá es su carácter direccional; y es que nadie puede negar que los fenómenos temporales se suceden según un orden que va de atrás hacia delante, es decir del pasado al futuro. Sin esa relación mental del antes y del después la vida se nos antojaría caótica y dejaría de tener sentido tal y como la concebimos.

Si se abunda un poco más en la cuestión, veremos que ese carácter direccional del tiempo va irremediablemente unido a una concepción lineal del mismo; por decirlo de manera gráfica, vendría a ser como circular sobre raíles a través de una recta sin fin. Y ya, para dejarlo aquí, otra obviedad...: el tiempo es irreversible. Stephen Hawkins dijo al respecto que la prueba más palpable de que los viajes en el tiempo son y serán una quimera es que no hemos sido invadidos por turistas del futuro y, según creo, este señor es toda una autoridad en la materia. Y no me refiero al turismo, claro está. Quien sabe si en un futuro más o menos próximo la llamada física cuántica podrá revelarnos novedades maravillosas, pero eso lo veremos, si lo vemos, en tiempos que aún están por llegar.

Desafortunadamente, y lo digo con la ingenua seguridad de quien cree estar ante asunto pacífico, no existe memoria alguna del futuro por lo que habremos de conformarnos, al menos de momento, con tener sólo recuerdos del pasado. Y es que en el fondo, puede que el tiempo no sea más que una representación mental, una especie de lienzo virtual sobre el que vamos dibujando nuestras experiencias subjetivas con mayor o menor acierto, trazo a trazo.

Todo esto nos lleva a un asunto tanto o más sugestivo que el propio tiempo, si cabe, al menos bajo mi punto de vista. Me refiero a la curiosa y nada boyante situación en la que viven instaladas determinadas personas a causa de su incapacidad para sacar nada provechoso del pasado, es decir de la experiencia, ya sea propia o de terceros.

Hablo de una clase de individuos, por desgracia cada vez más concurrida, que muestra una inexplicable propensión a la estupidez y que no deja de cometer errores y repetirlos una vez tras otra, incansablemente, hasta consumir física y moralmente a cuantos les rodean. De hecho, su apego a la estulticia llega hasta tal punto que en buena lógica debería dárseles por perdidos para cualquier causa de la razón.

El distintivo más característico de estas personas, decía, es la impericia para extraer cualquier enseñanza útil de la propia experiencia, una torpeza que se vuelve incapacidad absoluta cuando se trata de aprender de las experiencias ajenas. Y por si esto no fuera suficiente, a algunos de estos sujetos no les basta con ser idiotas y les fascina ir a más, sobre todo los que se sienten encantados de haberse conocido. Estos locos no dudan en proyectar su ineptitud hacia un futuro improbable que, si alguna vez llegara, en modo alguno respondería a sus expectativas.

Quienes se ajustan a este patrón de conducta tienden a no preguntarse jamás en qué se han equivocado. Muy al contrario, insisten en volver con estúpido empeño al punto donde se encontraban antes de meter la pata y recorren de nuevo el mismo camino, creyendo que pasando con tenacidad una y otra vez por el mismo sitio el obstáculo acabará apartándose por sí mismo. Quizá por esto nunca tuve muy claro que el error pueda formar parte del proceso de aprendizaje de nadie que no tenga por lo menos dos dedos de frente.

Quien sabe, a lo mejor es verdad y el tiempo no es más que un artificio de la mente, una simple puesta en escena para tomar conciencia de la realidad..., o para burlarnos de ella y como en el caso de los estúpidos, inmolarnos al mismo tiempo.