jueves, 4 de agosto de 2011

Vida perra; perra vida (cuento)

Fermín Vélez es un hombre obtuso. Mira que había sido advertido... Y no una sino varias veces! Pues nada, a pesar de todo siguió jugueteando con el puñetero perrito hasta que sucedió lo inevitable y claro, el chucho acabó palmándola. El animal se llamaba Tristán y aunque era más inteligente que Fermín, el pobre nunca supo que padecía del corazón. De haberlo sabido quizá habría entendido porqué sus amos lo mantenían entre algodones desde que siendo un cachorrito, llegó a casa como regalo del séptimo cumpleaños de Marquitos, el más pequeño de los hijos de la familia Prado.

Marquitos era un niño asmático y carismático y no sabía lo que era el verdadero afecto hasta que le regalaron a Tristán, por entonces un proyecto de bóxer de apenas un par de meses que, eso sí, tuvo la virtud de enamorar a tirios y troyanos desde el primer momento. El perro nunca llegaría a adulto y aunque Fermín tuvo mucho que ver en el fatal desenlace del asunto, en realidad aquello era un final cantado.

A los pocos días de llegar, Tristán ya dejó a las claras que las cosas no andaban bien. El animal se agotaba en cuanto hacía un par de carreras y Marquitos se percató al instante, algo normal ya que a él le pasaba algo parecido. A ojos del pequeño la diferencia estaba en que el chucho no tosía; por lo demás... Pero Marquitos no dijo nada a nadie. Vio en Tristán un alma gemela, así de sencillo, alguien especial y diferente, como él mismo ante los otros niños.

Una mañana de domingo Marquitos y su papá salieron a dar una vuelta y de paso a comprar el pan y el periódico, y pensaron que Tristán estaba ya en condiciones de acompañarlos. De hecho, había que empezar cuanto antes con la educación cívica del perro y aunque sus patitas eran todavía cortas y la panzota casi le tocaba el suelo, lo cierto es que Tristán se movía con la agilidad suficiente para poderlos seguir al trotecillo sin demasiados problemas.

Y los hechos fueron dándoles la razón hasta que llegaron al parque y Marquitos decidió jugar con él, haciéndole ir y venir, saltar y correr... Entonces el corazón de Tristán dijo basta y decidió avisar, y el perro acabó una carrera en voltereta de la que ya no se levantó. Jadeante y por encima de todo perplejo, Tristán se quedó quieto, con los ojos abiertos, muy abiertos mientras emitía un leve, agudo e intermitente soplido que sorprendió a Marquitos y preocupó a su padre.

El animal hizo el trayecto de vuelta en brazos de Marquitos y nada más llegar a casa bebió agua hasta saciarse y se acurrucó en el sofá, de donde no ya se movió durante horas. Sin embargo, poco a poco y sin que nadie se diera cuenta Tristán volvió a las andadas y recuperó su trasteante conducta, meaditas incluidas a lo largo del pasillo. Y es que no había manera de hacerle entender que aquellas cosas se hacían en el jardín.

El lunes por la tarde a la salida del colegio, la mamá de Marquitos le estaba esperando con el sándwich de atún que tanto le gusta y con Tristán en un cesto; irían al veterinario; a la veterinaria, para decirlo con propiedad. La veterinaria, una mujer de gran simpatía que sabía conectar por igual con animales y gentiles, examinó a Tristán mientras la mamá de Marquitos y él mismo le explicaban lo que había sucedido el día antes. Le auscultó el pecho y descubrió lo que sospechó desde el principio: el cachorro tenía una arritmia en el corazón. Luego, para asegurar el tiro, le hicieron dos radiografías que no sólo confirmaron el diagnóstico sino que lo empeoró: Tristán tenía el corazón más grande de lo normal.

Desde aquel momento y sin que él tuviera la más remota idea, Tristán fue un perrito minusválido. Paseaba poco y mal, comía sin grasa y tomaba una medicación preventiva... A decir verdad era una broma de perro, pero era un encanto y si se le cuidaba como debía quizá podría tener una vida más o menos larga; un par o tres de años, según dijo la veterinaria.


 
Fermín Vélez había alquilado la casa de al lado apenas unos meses antes de lo acabado de relatar. La pareja que la compró y que vivió allí los primeros tres años se rompió y cada uno se fue por su lado; por lo visto no pudieron venderla por el precio que pretendían y al final decidieron arrendarla en espera de mejores tiempos para el ladrillo.

Fermín era un cuarentón de aspecto muy desmejorado; llevaba más de diez años divorciado y pertenecía a esa clase de hombres que sin mujer a su lado se deterioran rápidamente y sin remedio, como un edificio deshabitado. También hay que decir que Fermín no engañaba a nadie y que si bien dejaba pronto a las claras que no era demasiado listo, por contra resultaba ser un hombre simpático y agradable, sobre todo entre semana, cuando no bebía. Además, sería injusto decir que fuera un mal vecino; no se metía con nadie y si tenía problemas los ventilaba sólo, sin enredar ni enturbiar la convivencia del vecindario. Y tanto era así que de vez en cuando era invitado a una barbacoa aquí o allá, movidos los vecinos por su contagiosa simpatía, por su soledad o quien sabe, quizá por ambas cosas a la vez.

Marquitos y Fermín eran amigos de jardín, es decir, sólo se relacionaban a través de la valla que separaba los jardines de sus casas respectivas, que en el fondo eran la misma casa pues, en propiedad, no debería llamarse chalet adosado a lo que en realidad no pasa de ser la tercera parte de un edificio alargado y desprovisto de gracia, que alberga tres viviendas gemelas. La valla, en efecto, era punto de separación y de encuentro y al ser de caña y tan bajita y enclenque, resultaba ser una división más efectiva que impeditiva. Y lo mejor de todo, quedaba justo a la altura de Marquitos, un chicarrón que pese a sus escasos siete años medía ya un metro veinticuatro.

Las conversaciones entre Fermín y Marquitos eran frecuentes; tenían lugar antes de cenar y por lo general giraban alrededor de tres asuntos: el Barça, el Barça y Tristán, por supuesto. A veces también hablaban de la tos pero pocas, porque a Marquitos no le gustaba y se las arreglaba siempre para volver a Messi.

A Marquitos le encantaba explicar las aventuras de su perro y lo hacía con tanta pasión y suerte de detalles que más bien parecía relatar sus propias aventuras que las del pobre chucho, el minusválido. Y Fermín, por su lado, las escuchaba atento y participativo dando pábulo a que el chico se implicara aún más intensa y explosivamente en su propio relato.

Como buen cuentista, Marquitos vivía sus historias con entusiasmo contagioso, gesticulaba con aparatosidad y modulaba la voz con sorprendente maestría mientras, por ejemplo, dirigía el combate aéreo entre los buenos, comandados por el inefable Tristán, y las fuerzas del mal a las órdenes de Crápula, el perro de los Cáñamo, o los Caamaño, los vecinos de enfrente, un pastor alemán bravucón y pendenciero que tenía la costumbre de hacer imposible la siesta en el vecindario porque a primera hora de la tarde se volvía literalmente loco y le ladraba hasta al cubo de la basura. Había vecinos que llegaron a plantearse envenenarlo a la vista del escaso interés de los hermanos Cáñamo, Caamaño, o como coño se llamen, por hacer algo al respecto. Estos tres hermanos, dos hombres de mediana edad y una chica bastante más joven, eran tan faltos de agudeza cómo Fermín pero a diferencia de éste eran estúpidos de solemnidad, algo que está lejos de ser lo mismo. Y además, mala gente.

Hace unas semanas, una noche clara y estrellada como pocas veces se repite a lo largo del año, Fermín, cerveza en mano, salió al jardín y se despatarró en su tumbona dispuesto a disfrutar de lo que viniera porque sus pocas luces le hacían prosaico de infantería. Fermín deseaba tumbarse, mirar al cielo y gozar de la fresca, cómo se decía antiguamente en los pueblos con puta, aunque esto no lo entendería Fermín ni que se lo dibujaran...

¿Sueñan los perros...? Pues sí, los perros sueñan con guardar la casa fieramente y con lealtad; sueñan con hacer correr a los gatos o a las ovejas, aunque por esto les felicitan y por lo primero no; sueñan con hartarse de pollo frito y de melón, y sueñan con follar intensamente con la primera pantorrilla que cae a mano, aunque también les vale cualquier cosa que se mueva. Pues bien, aquella noche, acabada la película del Plus, Tristán estaba de guardia en su cestito en medio de un ensoñador y perruno duermevela, resguardado y calentito bajo el porche quiero-y-no-puedo, cuando algo llamó su atención al otro lado de la valla... ¿Intrusos...?

El chucho alzó las orejas, se puso tenso y allá que se fue, arrastrándose primero por el césped del jardín y luego entre los geranios hasta llegar a la linde de cañas, a su agujero favorito, por dónde solía meter el hocico para espiar lo que cayera a su alcance y soñar en su propio sueño de guardián, que acosaba el primer bicho que se presentara y se lo comía y lo escupía... Por aquel agujero secreto nuestro perrillo minusválido se abría a un mundo sorprendente lleno de hormigas y escarabajos, de los negros y de los verdes, se maravillaba con los gorrioncillos con boqueras y los estorninos, tan gordos, y oteaba abejas zumbonas y antipáticas hasta marearse o salir corriendo. Y a veces, incluso, descubría algún ratoncillo de campo que quizá, sí quizá fuera siempre el mismo...; Y claro está, encontraba a Fermín, su animalillo preferido.

Y es que había cosas que Tristán tenía muy claras; sabía muy bien que sus amos eran sus amos y tenía perfectamente asumido que Marquitos era el jefe, que Crápula era el demonio y que Fermín era de los suyos. Todos los demás eran intrusos, unos amables y otros menos pero intrusos al fin. Para Tristán, Fermín era especial, alguien casi, casi como él. Más grande, sí, y sin orejas ni rabo... Feo en resumidas cuentas, pero alguien como él; un colega vaya, un tipo de quien te puedes fiar.

Al escuchar ruiditos en la valla Fermín giró la cara sabiendo que sólo podía ser Tristán el ruidoso. Lo pensó un instante y tras despejar algunas dudas se levantó y decidió ir a buscarlo provisto de una pelotita de goma, la favorita del perro. Al llegar a la valla miró por encima y vio al torpe guardián refugiado bajo unas hojas de geranio, confiado en no ser visto. Sonriendo, Fermín alargó el brazo, agarró a Tristán como un conejo y se lo llevó a la tumbona...

¿Qué pasa, compadre...? Tú tampoco tienes sueño, ¿eh...? Mira que eres afortunado, cabroncete; todo el día a la pata la llana... No sé por qué la gente dice que lleva una vida perra para expresar que las pasa canutas, cuando debería ser al revés. ¡Menuda vida tienes...! A ver, petardo... mira la pelotita... ¡Mírala...! Anda, ¡búscala...!

Y diciendo esto Fermín lanzó la pelotita botando por el jardín mientras Tristán saltaba detrás, excitado, feliz como un regaliz. Luego, cuando la pelota dejó de botar, la mordió y se la llevó a Fermín, que de nuevo la lanzó. Y así una vez y otra, más fuerte en cada ocasión, con más impulso. Los brincos y las cabriolas de Tristán, el pequeño bóxer canguro, eran cada vez más altos, más acrobáticos... Hasta que en medio de una pirueta inverosímil, salvaje, su corazón reventó y cayó al suelo de cabeza, como un peso muerto, nunca mejor dicho; y al caer, hincó el hocico en el césped y quedó girado hacia atrás, panza arriba y con las patitas abiertas, como si fuera de trapo...

Al ver lo ocurrido Fermín quedo paralizado, mudo. Fueron instantes de desconcierto, de desesperación... El perro no se movía, ¿estaría...? Fermín se acercó y se quedó plantado ante el cuerpecillo inerte y roto de Tristán, en cuclillas, sin saber qué hacer. Y ahora, ¿qué les diría a los Prado...? ¿Cómo iba a explicarle a Marquitos que su perrito se había muerto, así, de aquella manera tan horrible? Además, ya le habían advertido que Tristán no debía hacer esfuerzos y a pesar de todo él... ¡Dios! ¿Qué podía hacer...?

¡Ya está...! Haría desaparecer el cadáver de Tristán y se haría el longui. Sí, vale..., los Prado se preocuparían bastante y seguro que el niño lloraría también, pero con el tiempo todo se acabaría olvidando; lo echarían en falta al principio pero el tiempo es la mejor medicina para las heridas. Así es la vida, después de todo...

Resuelto como pocas veces se había sentido en su vida Fermín agarró a Tristán por el rabo, oteó a su alrededor para cerciorarse de que no había miradas indiscretas y se fue adentro, a casa, donde no pudiera ser visto ni oído. Ya a salvo dejó al perrillo en la mesa de centro del salón y se sentó en el sofá, ante el cadáver, a meditar cómo deshacerse de aquella incomodidad peluda. Dio vueltas y más vueltas al asunto y lo primero que pensó fue en meter el perro en una bolsa de plástico y tirarlo al contenedor de basura... Pero el camión había pasado hacía un rato y ya no volvería hasta pasados dos días, como era costumbre en la urbanización. No puedo dejar esto allí tanto tiempo; el olor lo delatará y además, menudo es el Crápula de los cojones con los contenedores de basura...; seguro que el muy cabrón lo descubre... ¡Seguro...! Mejor otra cosa... Lo enterraré en el jardín; sí, esperaré un par de horas más a que todo el mundo duerma y en nada, lo entierro. Fermín, más tranquilo después del esfuerzo intelectual que le llevó a encontrar la solución, decidió esperar un tiempo prudente; lo que hiciera falta. Y puso la tele...

Humm, un clásico, no hay nada mejor para pasar el rato... Vamos a ver qué hacen en Cinemateca... ¡Dios, Rintintín! ¡A la mierda la tele...! Nada hombre, ¡déjalo! Un coñac, lo mejor un coñac y a esperar...

Pasado un buen tiempo Fermín salió al jardín a hurtadillas y en un rincón discreto, bajo el almendro, hizo un hoyo con su pala de jardinero. Fue fácil y rápido. Luego entró de nuevo para envolver a Tristán en el periódico del día y regresó al jardín, ahora para enterrarlo. Perfecto; dicho y hecho; cinco minutos en total... ¡Ni eso...!

Más tarde, ya en la cama, Fermín no dejaba de dar vueltas; su conciencia no le permitía dormir. Por suerte, para estos casos existe lo que llamamos mala conciencia. Fue una lucha sin cuartel que al final ganó la peor de las dos. Y casi se había dormido cuando los penetrantes ladridos de Crápula le volvieron a la realidad.

¿Y ahora qué le pasa a ese hijo de puta? ¿Por qué no se callará de una vez...? ¿No será que...? ¿Y si olisquea lo que ha pasado...? ¡Maldito sea, el perro de los cojones...!

Y diciendo esto Fermín se levantó de un brinco y bajó al jardín como un rayo, y con las manos, escarbó como un poseso hasta sacar del hoyo el maltrecho cadáver del perrillo. Luego, lo miró con aversión y lo agarró por el rabo, y con movimientos de autómata enloquecido se giró de lado para voltearlo con el brazo en remolino y lanzarlo al jardín de los Cáñamo, los Caamaño, o como quiera que se llamen esos desgraciados...

Tristán, emulando el spútnik, voló alto, muy alto y fue a caer sobre la cabeza de Crápula a peso... ¡Catacroc! El golpe, cráneo contra cráneo, fue de escalofrío y la fiera aulló y salió corriendo, el rabo entre las patas, para refugiarse entre matojos y no dar señales de vida hasta que a la mañana siguiente apareció el mayor de los Cáñamo, Caamaño o como coño se llamen, descubrió el pastel y sin el mínimo reparo lo agarró de un manotazo y lo tiró al contenedor antes de irse a desayunar y olvidarse del asunto.

Tristán, el perrito volador minusválido, murió en el aire persiguiendo una ilusión de goma. Tuvo la virtud de despedirse a lo grande, en la cumbre de una voltereta sin igual. Y fue enterrado y desenterrado, y a la manera del Cid acabó para siempre con la fiereza de Crápula, que desde entonces no volvió a ladrar nunca más a mayor gozo del vecindario. Y aquí no acabó la cosa porque el último servicio del valiente Tristán fue alimentar las ratas del vertedero, siempre tan necesitadas.

A Tristán le echarían de menos dos o tres días, los mismos que pasarían antes de que llegara Isolda, una preciosa perrita setter con una salud de hierro. Y es que ya se sabe, muerto el perro..., ¡viva la perra!