jueves, 11 de agosto de 2011

Haced sitio, que me tiro (cuenta)


Esta mañana he sido testigo de algo sorprendente. Un individuo ha cruzado la calle de manera inopinada y ha estado a punto de ser atropellado. Ha sucedido en la calle Santa Eugènia y no eran todavía ni las nueve. El idiota ha levantado la palma de la mano en dirección a una furgoneta y, ¡hala! Y todo esto a apenas cincuenta metros de un paso de peatones regulado por semáforo.

Como justificación y ante el escándalo que ha montado el conductor de la furgoneta ―cuyo corazón, imagino, debe haber estado a punto de escapársele por la boca a causa del shock―, el inconsciente gritaba que ya le había advertido previamente. Claaaro; por eso levantaba la mano. El muy estúpido decía que él siempre pasaba así y siempre le cedían el paso. Sí; ¡teníamos delante un caballero que para el tráfico cuando le apetece cruzar la calle! Ni más, ni menos. Y se vanagloriaba de su comportamiento como si fuera la cosa más natural del mundo.

No éramos más de tres o cuatro los que pasábamos por allí en ese momento pero todos, cada uno a nuestra manera, le hemos dicho que es un suicida y un gilipollas. Aunque mucho me temo, por su reacción, que el muy estúpido repetirá de nuevo.

Llevo un rato pensando en el asunto y francamente, no acierto a imaginar qué pueden tener en el cerebro los tipos como ese. Y es que siendo la estupidez crónica un hábito tan costoso, sorprende que esta conducta haya arraigado tan profundamente en determinados individuos y sean cada vez más los que perseveren en ello con un ahínco digno de mejor empresa.

¿Cómo se explica esta peculiar manera de proceder...? Y lo más importante, ¿tiene remedio?

Ante la primera pregunta no puedo sino remitirme a las Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana del profesor Carlo Cipolla, donde cualquiera hallará respuestas esclarecedoras. Por lo demás la experiencia me dice que buscar remedio a la estupidez debe ser tarea casi imposible, y esto a pesar de que la memez recalcitrante deja huellas tan profundas en el infeliz de turno que acaba determinando el signo de su vida.

También es verdad que hay meteduras de pata cuyas consecuencias no suelen resultar graves y que podrían ser incluso útiles si se hiciera una lectura apropiada de las mismas. Pero tampoco hay que llevarse a engaño porque los grandes errores son por lo general nefastos y sus secuelas acaban siendo irreparables. Y con más razón, claro está, si la causa está en la necedad de quien los perpetra.

Lo más sorprendente es que la mayoría de las veces los errores podrían evitarse si quien los comete estuviera en condiciones de sustraerse a las influencias de quienes les rodean pues, según dicen, el entorno puede llegar a influir sobre la persona hasta el punto de hacerle admitir como válidos patrones de comportamiento que en otras circunstancias consideraría inadecuados o incluso perversos. ¿Sería éste, el supuesto que nos ocupa? ¿Nos encontramos acaso ante una pobre víctima que vive y se desenvuelve en un mundo de descerebrados de cuya influencia le es imposible sustraerse? En cualquier caso debería ser un mundo el suyo, donde las visitas a los cementerios formen parte del día a día, supongo.

Quizá en su descargo podamos decir que al fin y al cabo todo el mundo se equivoca. Aunque..., si bien es verdad que todo el mundo se equivoca tampoco es menos cierto que hay gente que se equivoca mucho más que otra, ¿verdad?

Resulta difícil explicar porqué pero, algunas personas llegan a desenvolverse en su constante desatino con una naturalidad asombrosa, como si el desafuero formara parte de su manera de ser. Como..., como si  hubieran adquirido ese hábito tras dura y onerosa contienda y se sintieran orgullosos de la estupidez autodestructiva que les lleva a tomar decisiones erróneas, una tras otra. Tanto es así que el error llega a ser un estado de conciencia para esta clase de individuos y si en el mundo animal la terquedad en el yerro se paga con la vida, esa gente suele pagarlo con una vida salpicada de fracasos, algo que según cómo se mire acaba siendo un castigo mucho más cruel... Sólo es cuestión de tiempo.