domingo, 21 de enero de 2007

La decisión de Jardiel

Transcurren desesperadamente las horas y en la misma medida se malogran las últimas oportunidades de enderezar la situación. ¿Quien hubiera podido imaginar hace solo unas semanas las desastrosas consecuencias de tan inexplicable conducta? La desaparición de Jardiel se dejó sentir entre todos aquellos que lo conocían, aunque nadie llegó a preocuparse más de lo justo por la razón que escondía un gesto en apariencia tan caprichoso. Y es que la inesperada y sorprendente ausencia de Jardiel quizá fue una tenue señal de alerta para los más prudentes pero apenas significó nada para el resto de los itaquianos. Si, es verdad que en determinados círculos pronto se le añoró por su gran habilidad para enaltecer incluso a los más propensos al abatimiento, pero poca cosa más porque solo algunos escogidos sabían que Jardiel jugaba en realidad un papel mucho más importante que ese y que su marcha habría de resultar fatal para todos. Pero, ¿porqué se marchó Jardiel? ¿Qué le impulsó a abandonar la república a su suerte? Sherlock no atinaba a comprender. De hecho, el desconcierto nublaba por completo su entendimiento y se veía incapaz de reaccionar con convicción ante la creciente inquietud del Consejo en pleno. Le urgía tiempo para reflexionar y poner en orden sus pensamientos antes de intentar hilvanar una estrategia tranquilizadora, pero todo se juzgaba precipitado e incluso los consejeros más viejos y respetados amenazaban con perder la calma. Necesitaba abstraerse, recogerse y meditar en silencio. Ansiaba un tiempo que no tenía.

Pero las horas se van y desde la atalaya de su ventana Sherlock observa el apacible transcurso de la vida en Ítaca con la mirada fija en un punto cualquiera del muelle, a estas horas casi vacío, percibiendo con absoluta claridad la calma que precede a la tormenta. De madrugada, cuando los barcos regresen de faenar quizá ya no reconozcan el puerto que hasta ayer los acogía y resguardaba de los temporales de levante. ¿Dónde estás Jardiel? ¿Tan grande es tu hastío y tan escasa tu paciencia? ¿Es que conmigo no has aprendido nada? Quizá la luz del faro no llegue a apagarse nunca, pero hace tiempo que su brillo no es el mismo; agoniza lentamente, con la intermitencia rítmica de un girar y girar sin fin que advierte a los iniciados y les grita con desesperación para que continúen su vagar por el horizonte a la espera de tiempos mejores. ¡No regreséis a Ítaca, arriad las velas y huid con prontitud! Buscad a Jardiel y decidle que desde que él no está la desdicha campa a sus anchas y la melancolía se adueña poco a poco de los espíritus más fuertes; decidle también que la oscuridad le ha perdido el respeto al sol y se engrandece, ufana, amenazando con envolver cada miembro y cada órgano de esta república con su manto negro y frío. Pero la oscuridad es lenta y pesada y todavía podemos combatir su amenaza con el fulgor de nuestras ideas e incluso con el fuego que anida en la mirada de nuestros más fieros guerreros, aunque no podrá ser por mucho tiempo porque hasta las ideas más lúcidas y afianzadas perecen cuando son aplastadas por el terrible peso de la barbarie, y aun el fuego del infierno necesita aliento que lo avive. ¡Dios, encontrad a Jardiel y rogadle que vuelva!

Las horas pasan, aciagas, y con el ocaso el sol desaparecerá en la lejanía dejando tras de si el débil rastro de una última certidumbre que sin el concurso de Jardiel nadie sabrá encontrar. Ítaca empieza a parecerse al mundo.