domingo, 4 de febrero de 2007

Viaje a la Arcadia

Tras una semana de solitaria y azarosa navegación Jardiel ha localizado en el horizonte el pequeño resquicio por el que la Arcadia se asoma al mar. Está entrada la tarde y el viento empopa suavemente la vieja balandra mientras el amago de bruma que ha sido su fiel compañera durante las dos últimas jornadas, por fin parece insinuar una intención real de desvanecerse. Lo que al principio no es más que un insignificante ramillete de puntos níveos y ocres abocados al mar, pronto comienza a hacerse más y más nítido; és Puerto Arcadia, despuntando blanco y apacible en vivo contraste con el fondo de colinas cenicientas y sombrías que le sirven de marco y el turquesa, donde parece reposar su afilado reflejo, apenas visible aun. La brisa no ha cesado de empujar por popa ni siquiera un instante y la mar permanece inusualmente adormecida desde el alba; tan solo algún escarceo en la superficie del agua es capaz de perturbar la monotonía dominante desde que, llegado al cabo de Buena Esperanza, Jardiel rindió la balandra una bordada para abrirse paso al mar de la Tranquilidad. Con Puerto Arcadia a la vista, dos millas tal vez, se decide a trincar el timón con una baderna tras encarar la proa en dirección al puerto. Quizás así pueda descansar unos minutos antes de tomar de nuevo el timón para afrontar las maniobras de entrada en el muelle y atraque. Piensa que un cuarto de hora recostado en la bancada puede ser más que suficiente para recuperar algunas fuerzas y desvelar el ánimo antes del encuentro con sus anfitriones. Y para serenar las ideas.

Puerto Arcadia es un lugar remoto y casi desconocido. Tan solo tienen noticia de su existencia algunos viejos pescadores de la región aunque ni siquiera lo conocen por su verdadero nombre. Para ellos no es más que Talos, un pequeño abrigo entre las escarpadas costas de la Alta Euria, la región más pobre y despoblada del Reino de los Tres Soles. La Alta Euria es una tierra baldía y sus escasas gentes son universalmente conocidas por su tozudo empeño en mantener formas de vida tan arcaicas como dañosas para la salud. Los altoeures son torpes e ignorantes hasta el extremo de no haber sido nunca capaces de gobernarse a si mismos. Quizá en esta circunstancia, más que en su primitivismo, se encuentre la razón por la cual han sido históricamente ninguneados por los demás pueblos del continente. Se dice, de la Alta Euria, que el Reino de los Tres Soles solo aceptó ejercer su dominio sobre este inmenso y casi despoblado pedazo de tierra yerma como contrapartida a la ocupación del rico Valle del Mury, legitimada tras largos años de enconados conflictos internacionales a raíz del Acuerdo de Santafé. Gracias a este pacto se establecieron las bases para que las grandes potencias consensuaran su autoridad sobre esta parte del mundo.

Talos no es más que es un minúsculo puerto en una región apartada de cualquier ruta comercial; y ni siquiera tiene valor estratégico. Apenas medio centenar de casitas blancas volcadas sobre una estrecha ensenada natural que ampara dos docenas de barcas de pesca, y una extraña torre pentagonal coronada por un tejado de reluciente cerámica verde que sobresale del conjunto indicando el lugar donde los pocos habitantes del asentamiento acuden cada mañana al culto. Y más al sur, separado del núcleo por unos centenares de metros, el faro, una esbelta torre circular construida con grandes sillares de piedra rosácea erigida sobre una abrupta y gigantesca roca negra que se adentra en el mar, desafiante, orgullosa. Nada hay en Talos que pueda atraer a nadie, y nadie tiene el mínimo interés en desplazarse a Talos si no es por necesidad, como a veces ocurre con algún pescador de las ricas islas Dede, el territorio civilizado más cercano y, aun así, a varias jornadas de navegación a través del siempre inquietante Mar de la Tranquilidad. Pero Talos solo es una imagen, un icono habitado por algo más de un centenar de individuos descendientes de los primitivos arcadios que un día dejaron sus rebaños para iniciar la aventura del mar. Los arcadios guardan tanto respeto y veneración por estas gentes como ellos mismos le profesan a Sanaa.

A Jardiel le aguarda una pequeña comitiva desde hace algunos días con la misión de conducirle a Ambroz, la capital de la Arcadia, donde confía en ser recibido por el venerable Borges, aquel que fuera su maestro hace una eternidad y que hoy preside el Consejo Senatorial. Desde Puerto Arcadia se llega a la Arcadia por un estrecho corredor encajado entre altas montañas que tras cuatro o cinco días de penosa marcha, desemboca en una extensa y ondulada llanura cuajada de prósperas ciudades moderadamente pobladas y unidas entre sí por una compleja red de vías, por donde circulan incesantemente largos y silenciosos trenes a gran velocidad. La plana, llamada Baja Arcadia, acaba abruptamente ante la cordillera Transversal, un sistema montañoso de tipo medio que atraviesa el país de este a oeste dividiéndolo en dos, la mencionada Baja Arcadia y la Meseta, una altiplanicie tan extensa como la llanura baja. En la Meseta se localizan las tres ciudades más importantes y pobladas de la Arcadia, entre las que curiosamente no se halla Ambroz. La capital se encuentra enclavada a los pies de la más alta estribación de la cordillera, justamente en el extremo oriental del país, junto a un ancho paso natural entre las dos regiones del mismo. Ambroz es una ciudad de apenas cincuenta mil habitantes, construída recientemente para albergar el aparato político y administrativo del estado, mientras los poderes económico y científico se hallan distribuidos equilibradamente entre los principales núcleos demográficos del país.

La Arcadia fue un país de pastores hasta que la llegada de los primeros laveganíes trajo consigo un cambio substancial en sus formas de vida. Los laveganíes procedían de los lugares más insospechados aunque eran originarios de Lávega, un enclave del Occidente Extremo hoy llamado Musurabia cuya población desciende de los curtos, un antiguo y belicoso pueblo nómada que con el despertar del pasado milenio invadió Lávega y masacró a todo aquel que no tuvo la fortuna de huir a tiempo de su propio país. El de los laveganíes fue el primer genocidio históricamente documentado, aunque no ha sido el último ni mucho menos. La diáspora llevó a los pocos supervivientes a extenderse por todos los rincones del mundo hasta que fueron expulsados de los Países Bajos primero y del resto de los países civilizados después; cuentan que por razones religiosas y de interés público. Y es que los laveganíes siempre se han resistido al influjo de cualquier creencia y destacan entre los demás pueblos porque guían sus actos y sus instituciones por el sentido común y por lo que llaman conocimiento científico, algo extremadamente subversivo que invariablemente les convertía en parias sospechosos allá donde se encontraran. Y así fue hasta que accidentalmente llegaron a la Arcadia, donde fueron bien recibidos por los primigenios habitantes del país. Tras el primer contacto llegaron unos cuantos miles, pero con los años casi todos los laveganíes del mundo fueron instalándose en la Arcadia fundiéndose armoniosamente con la población autóctona, cuya lengua y organización social han adoptado. El resultado es una sociedad equilibrada, justa y pacífica aunque no por ello totalmente exenta de conflictos.