miércoles, 3 de enero de 2007

Vamos bien, Sherlock

Abandonada cualquier esperanza después de casi toda una vida con una única obsesión royéndole las entrañas, a Sherlock le sonrió inesperadamente la fortuna y se encontró con la llave del arca entre sus manos. ¡Dios! ¿Tan grande ha sido nuestra ofensa para merecer la peor de tus maldiciones? Ahora, superada la barrera que nos protegía y que hasta ayer mismo parecía insalvable, nada ni nadie le impedirá hurgar en la región más valiosa de la memoria y acceder a las recetas mágicas de los grandes maestros desaparecidos para manipularlas a su antojo. Me lo imagino con horror, modulando el humo de los pensamientos, congelando el vapor de las emociones con el leve y nada inocente chasquido de sus dedos. Un simple roce de esta idea por mi cabeza y mi consciencia no se reconoce, se marchita y enferma y pierde toda capacidad para discernir la compasión de la iniquidad. ¿Cómo admitir que aquello que no puede ni siquiera tocarse te derrumbe, sin más? ¿Qué hacer cuando tus sentidos se ven asaltados con total impunidad por el más abominable de los desasosiegos? Dime, ¿cómo reaccionarás cuando el viejo orden aparezca súbitamente desnudo tras perder su misticismo y su poder taumatúrgico, y ofrezca a la vista su estómago vacío y su negra expectativa? Cualquier oportunidad razonable de que algo suceda se esfumaría como agua prendida a puñados si no fuera por el rayo de esperanza que supone la mera posibilidad de un sueño mozartiano. Porque el calor de Sherlock es falso, te hiela; y su voz, aunque embriagadora, te conduce a la más letal de las impaciencias. No te dejes confundir por su sonrisa, siempre es engañosa. Y el brillo de sus ojos hipnotiza dejándote inerte ante su juego soez y perverso. Sherlock te aleja de la verdad, es enemigo fiero de la belleza y amante encarnizado de la perfección; y no conoce límites. Se adueñó hace tiempo de los colores mágicos que se ocultan tras el arco iris y desde entonces los administra con avaricia propia de míster Scruch. Sherlock es el más inteligente y tenaz adversario de la inteligencia, y no sabe lo que es el desaliento por lo que no cejará en su empeño demoledor hasta que la armonía, la seguridad y la tranquilidad de espíritu se ahoguen y se pierdan para siempre en un pozo pestilente y nauseabundo. En su mundo huérfano de cualquier ilusión, de afectos y fidelidades, una gigantesca marea de barro desborda cada muro y cubre cada fosa, y los cementerios de ideas crecen sin fin postergada definitivamente la quimera de un cielo infinito que nadie tocará jamás. Mientras, las abejas ya se olvidaron para siempre de hacer miel y los cipreses yacen abandonados en la inmensidad de un microcosmos perennemente amenazado por su bota. Sherlock, sin brizna de compasión ni arrepentimiento pretenderá hacernos experimentar por la fuerza la inalcanzable verticalidad de Nueva York. Con un vulgar clic. Hay ocasiones en que me esfuerzo por creer que si todo el horror fuera posible siempre nos quedaría París, pero cada vez son menos. No sé si vamos bien, Sherlock. No lo sé.