jueves, 10 de enero de 2008

Accidente laboral (cuento)

Pasaron los siete días convenidos sin que llegara la menor noticia de su cliente. Siete días esperando una llamada piadosa, encerrado en aquel hotel de tercera de aquella ciudad provinciana perdida en el culo del mundo. Esto sólo significaba una cosa: debía empezar a trabajar. Así estaba acordado y así se haría... Vistas las cosas con la distancia que le permite ser un simple viajante, lamentaba que su cliente no hubiera pactado algo menos drástico, algo que pudiera exigirse por la razón, por la fuerza de la razón. O simplemente por la fuerza a pesar de que el recurso a la fuerza le repugnara profundamente... Apoyó sus manos en el borde del lavabo y se acercó al espejo para mirarse fijamente a los ojos. Estuvo así más de un minuto, el tiempo que tardaron dos o tres gotas de agua fría en serpentear lentamente por su espalda. Luego acabó de afeitarse y se vistió, y antes de salir de la habitación del hotel se cercioró de tenerlo todo en su lugar: la cartera, las llaves..., el cuchillo de caza. Adoraba el mes de febrero. El aire frío cortando la cara, el aguanieve a primera hora de la tarde..., pero sobretodo adoraba aquel viejo abrigo de lana gris. Su mirada vaga y extraviada no hacía el mínimo esfuerzo por escrutar más allá de las sucias ventanillas del taxi. Y algo parecido al pensamiento parecía puesto en mil cosas a la vez y en nada; evanescente, batido. Sus ojos, hartos de vagabundear sin mirar a ninguna parte se detuvieron incidentalmente en la calva del taxista y, de golpe, se aclararon. Era una calva irregular, anárquica, secular. No se parecía en nada a esas calvas eclesiásticas que lucen los secretarios de los obispos, tan nítidas y blancas. A esas calvas inmaculadas, ovaladas, rodeadas de pelo negro y tupido cuidadosamente cortado a navaja. A esas calvas perfectas. La del taxista en cambio era una verdadera mierda. Como el taxi. Como el propio taxista. «Venga, joder; que ya está verde... Mejor será esperar a la entrada del edificio. Cuando ese cabrón asome la cara le empujo puertas adentro y empiezo el trabajo. Más o menos como siempre». El taxi le dejó a varias manzanas de su destino. Aún era temprano y decidió hacer tiempo en una Starbucks que no lo parecía; las tazas no eran de plástico sino de loza y el aspecto del mobiliario era decente. Se tomó el cuidado de acomodarse en la barra confundido entre un puñado de sujetos vulgares y calcados el uno del otro. ¿Quién sabe? a lo mejor trabajan en el banco de al lado. Sí, probablemente. Trajes azulados o marrones; corbatas top manta. Los observó durante unos instantes, nada sorprendido de las gilipolleces que oía. Se les veía felices, farfullando lugares comunes. Cretinos. Finalmente se abstrajo y mientras apuraba el café empezó a repasar su plan. Era bastante sencillo. No permitirá que salga del portal, lo empujará contra la pared y con la mano izquierda lo agarrará por el cuello con la fuerza necesaria para que no pueda gritar ni respirar al tiempo que le sacude secamente el hígado con la derecha. Le mirará fijamente a los ojos para estar seguro de que escucha con claridad el nombre de su cliente, y no le dirá nada más. Esperará a que el miedo y el dolor desfiguren su cara y entonces, sólo entonces, lo alzará en el vacío para que su propio peso ayude a separarle las vértebras del cuello. Después, sin prisa, porque para el caso ya será prácticamente un fardo, lo agarrará con ambas manos para estrujarle el gaznate mientras le palpa la nuca con los dedos hasta notar el crac. Será fácil. Siempre fue fácil. Rumiando los detalles y sin reparar en el reloj dejó dos euros en la barra y salió de la cafetería. Pero aún era temprano; se dio cuenta demasiado tarde. «Joder; desde aquí a la casa de ese cabrón no hay más de seis o siete minutos y todavía queda casi media hora antes de que ese tipo salga a la calle. No puedo esperar tanto tiempo en la portería sin despertar el interés de alguien, y por la misma razón tampoco puedo merodear por los alrededores. Debí quedarme un poco más, ahí dentro. Bueno, qué más da; estiraré un poco las piernas, últimamente hago poco ejercicio. Por suerte comienza la hora punta y el gentío y el tráfico empiezan a inundarlo todo. El anonimato está garantizado...». Enfrascado en sus pensamientos y con la mirada fija en la acera no advirtió que el semáforo aún estaba en rojo. La gente gritó pero él ni siquiera tuvo tiempo de ver el autobús que se le echaba encima y lo reventaba como a una cucaracha.