lunes, 19 de noviembre de 2007

El frío me ha dejado helado (cuenta)

Hace un par de días que llegó el frío pero a diferencia de otros años su llegada no ha supuesto nada especial. En otros tiempos los primeros fríos me llenaban de alegría, pero, hoy, además de helado solo me he sentido indiferente. Casi decepcionado. Soy de esas personas (antes raras pero ahora cada vez más comunes) que abominan del calor, por mínimo que sea. El frío me alegra el ánimo, me da ideas y con ellas las ganas de ponerlas en práctica. Diría que casi me entusiasma si no fuera porque a mi edad ya hay muy pocas cosas que me entusiasmen realmente. Y también da alas a mi sentido del humor. De todos modos y para ser sincero también es verdad que ese sentido lo tengo siempre en una especie de duermevela. En stand by.

La cuestión es que con el advenimiento de los primeros fríos no se me ha alegrado el día. Aunque a decir verdad tampoco es que haya sufrido el efecto contrario, para qué engañarse, pero es que yo siempre aguardo el frío con cierta expectación y me ha sorprendido comprobar que en esta ocasión no he notado el cambio como solía. Quizá esto se explique porque ya no hacía calor y esa circunstancia me producía un bienestar ajeno a la costumbre. Una suerte de bienestar forastero, diría yo; por desacostumbrado. Calor en noviembre, sí. Bueno, en realidad de lo que se trata es de la ausencia de frío. ¿Es que ya nadie se acuerda de aquellas castañadas en mangas de camisa? ¿Ya hemos olvidado aquellas navidades con el abrigo en el brazo? Hace un par de años, por Bilbao y en plenas fiestas navideñas podías pasear a cualquier hora del día con un simple jersey y sin temor a un resfriado. La mayoría de la gente andaba contentísima y yo, sin embargo, iba más bien mosqueado. Mierda de tiempo, pensaba. Y es que ni hacía frío ni llovía. Era raro ver a todo el mundo paseando como si fuera un día cualquiera de septiembre, por calles iluminadas y salpicadas de árboles cargados de bolas de colores y papás noel por todos lados, yendo de tienda en tienda a cual más acicalada, de bar en bar... Era raro. Y lo mismo puedo decir de Londres el pasado año y por la misma época. Los abrigos estaban de más; tanto que más que una ayuda eran una carga. Las chicas paseaban mostrando sus ombligos, como en verano. Y los chavales en camiseta. Sobra insistir en que todo aquello era muy raro. Sin embargo allí si que llovió un poco, lo suficiente para normalizar algo el estado de cosas.

Pues bien, era precisamente por la extrañeza de la situación y por su persistencia año tras año, por lo que yo acogía con alegría el cambio. Pero como he dicho antes, este año el frío solo me ha dejado helado. De golpe y porrazo se ha presentado la normalidad; se ha atrevido a salir del agujero en el que se esconde desde hace tiempo. Ha vuelto la cordura otoñal y yo con estos pelos. Y nada. Debería estar más contento que de costumbre, pero nada. Yo lo achaco a la edad, a mi edad, claro. Bueno, a la edad y a que no llueve, que esa es otra, porque la conjunción perfecta es el día lluvioso y frío. ¿Cuándo fue la última vez que tuvimos un día frío y lluvioso? Ya ni me acuerdo. Quizá no haga tanto tiempo, pero, fíjate, yo pienso en ello y no puedo evitar remontarme a mi infancia. Por supuesto que todo esto es algo inconsciente porque seguro que el pasado invierno vivimos alguno de esos días. Y el anterior; y el otro. La edad. Seguro que es la edad. No es que me sienta viejo, no. Los que envejecen son mis recuerdos y a medida que envejecen se manifiestan con más nitidez. Cuanto más alejados en el tiempo más claros resultan sus perfiles. Por el contrario, el pasado reciente se desdibuja como tapado por una cortina de humo. Yo creo que el bueno de Einstein nos enredó un poco a todos. En realidad la teoría de la relatividad no es más que el sueño de un genio desmemoriado.