miércoles, 18 de junio de 2008

La imaginación (cuenta)

El ojo del hipnotizador no hace madurar las uvas. Esto lo sabe cualquiera que alcance a tener al menos un gramo de imaginación. Sin embargo, la imaginación, y aquí está lo inexplicable, es un bien escaso entre personas adultas a pesar de su insignificante coste. Es algo que se hace difícil de entender y quizá haya que buscar la explicación en la confusión existente sobre su verdadero valor. Sí, la imaginación está poco valorada porque a menudo es confundida con la ensoñación; con los sueños, en definitiva. Pero lo cierto es que ambas cosas están bastante lejos de ser lo mismo. Una persona soñadora pero pobre de imaginación puede pasarse la vida soñando estupideces. En cambio los sueños de una persona imaginativa no conocen límite.

Por alguna razón que se me escapa, nos han hecho creer que los sueños no pertenecen al mundo adulto. Al menos al mundo adulto respetable. Los adultos soñadores suelen obtener muy poco crédito y son generalmente tratados con condescendencia, cuando no con desprecio. Alguien peor pensado que yo me ha dicho que se trata de una confusión interesada y cultivada con esmero desde tiempo inmemorial. Y es que la imaginación arrastra mala fama por lo menos desde la Reforma, y mira que hay que tener imaginación para participar de determinados dogmas. Qué digo: de todos los dogmas, absolutamente de todos. A los individuos imaginativos ―y también a los soñadores, por supuesto―, se les suele relegar al limbo de los estúpidos. Así, simplemente, con la trivial e insufrible sonrisa que insinúan los más acerados defensores de lo correcto, de lo adecuado. Sobre todo si los pobres diablos tienen edad para trabajar y, en consecuencia, para dejarse de estupideces. Ante la gente con imaginación se suele decir: ¡déjate de payasadas, que aquí hacemos las cosas como dios manda! Que es como decir que las cosas deben hacerse como ellos quieren. Y claro, aunque duela reconocerlo algo de razón ya tienen, ya. Porque, dejémoslo claro, no puedes ir por la vida con el lirio en la mano y pretender que te cedan el asiento en el tranvía, ¿verdad que no? A no ser que estés de siete meses.

Ayer, un viejo amigo me preguntó si conocía la psicología de la imaginación. ¿Cómo? Sí, ¿sabías que hay toda una teoría sobre el asunto? me dijo entusiasmado. Me dispuse a escuchar, sorprendido y al mismo tiempo algo temeroso, lo admito. Pues.., mira, no sé qué decirte, respondí ante su interés por conocer mi opinión cuando ya me había dado unas primeras explicaciones que yo no acerté a comprender del todo. Pero él, haciendo caso omiso de mi evidente desinterés, continuó mareando la perdiz durante un buen rato y, entre pregunta y pregunta acerca de mi parecer sobre la cuestión, no dejaba de insistir en lo interesante que le resultaba tan curiosa e imaginativa teoría ―esto no lo decía él, por supuesto. Viendo la obstinación de mi amigo en hacerme partícipe de aquel peñazo, el enardecimiento que ponía en sus palabras y gestos, yo no podía sino hacer ver que le prestaba atención por el respeto que le profeso, que es mucho. Pues mira, no sé qué decirte; en serio. Es lo mejor que sabía responder cada vez que pedía mi opinión. También es verdad que tras escucharlo durante algunos minutos ―sin acertar a ver el fundamento de aquello por ningún sitio―, mi mente voló a otro lugar y se instaló allí hasta que decidió dar por acabada su (aburrida) perorata. Como es natural, después hablamos de muchas otras cosas y pasamos un buen rato, como siempre.

Mucho más tarde, ya en el coche y de vuelta a casa recuperé aquel descabellado asunto. Cuanta imaginación, la del autor o autores de aquella teoría, porque de eso se trataba. ¿Qué misterioso impulso −me dije− se encontrará tras ese tipo de cosas? ¿Qué hará que alguien, obviamente inteligente, invierta su tiempo en construir un discurso insustancial y absolutamente irrelevante? Luego pensé que esta clase de cosas son mucho más corrientes de lo que se suele creer. Sobre todo en el a menudo acerado mundo universitario. Recordé entonces unas palabras del que fue mi profesor de filosofía del derecho. Ferrer, se llamaba −se llama, corrijo. Sostenía que la psicología −y el psicoanálisis, muy en particular− no era más que humo. Humo de colores si ustedes prefieren, comentaba, pero humo al fin. Humo magnético, seguramente perfumado, añadía yo por entonces. A lo mejor entendí mal sus palabras pero decía que salvando distancias meramente formales, la psicología no era algo muy diferente de la astrología o la quiromancia. Movido por un irredento espíritu polemista Ferrer probablemente exagerara, pero, lo cierto es que cuando escucho algunas cosas no puedo evitar recordarlo y darle la razón. El profesor Ferrer no era un sabio −es posible que llegue a serlo algún día− pero no tengo duda alguna de que era un tipo largo y avezado. Guardo de él un vago y a pesar de todo buen recuerdo. En cualquier caso si el propio Einstein pensaba que la imaginación era la matriz del futuro debía ser por alguna razón. Einstein, de más está decirlo, debería estar fuera de toda duda, ¿verdad? Sin embargo, es posible que no llegara a ser tan largo como lo es Ferrer. Por lo demás, ¿qué es la imaginación de un adulto comparada con la de un niño que pretende hacer un ferrocarril con espárragos? En fin, mejor dejarlo aquí o llegaremos a Cajamarca. Además, me apetece escuchar a Paolo Conte. Max, era Max.., piu tranquilo que mai.