sábado, 14 de abril de 2007

Tiempo de ausencia

El escándalo que parecía tener lugar en la vecina plaza de los Escudos hizo que Penélope se precipitara hacia la balconada con curiosidad por saber qué ocurría. Desde el balcón pudo observar a unos doscientos metros poco más o menos, como una muchedumbre enardecida por dos o tres talentillos se dirigía por el bulevar de la Primera República hacia la puerta principal del Palacio Senatorial, el viejo y sencillo edificio de tres plantas que albergaba el aparato administrativo y político del Consejo de la República desde que fuera abolida la odiosa monarquía de los Carmines, pronto hará cincuenta años. Aunque no podía asegurarlo con absoluta certeza, Penélope creyó identificar a su hijo Elíades entre los que encabezaban el galimatías. Aquel joven se manejaba en medio del caos con una seguridad que le sorprendió, acostumbrada como estaba al carácter tímido, casi asustadizo, de su hijo menor. Y se preocupó. ¿En verdad era Elíades? Penélope intuía la causa de aquel alboroto e intentaba prestar atención a las consignas que se coreaban y al discurso de un individuo que había logrado encaramarse en el bloque cincelado de granito que soportó, hasta que fue derrocado, la pesada imagen en bronce del último tirano, abandonada desde entonces en un solar de las afueras anejo al depósito comunal, boca arriba, herrumbrosa, cubierta de excrementos de gallina y otros detritus inidentificables y olvidada a su suerte entre un millón de trastos inservibles. Pero, en la distancia, cualquier posibilidad de entender algo era ahogada por el creciente griterío de la multitud. Aquella confusión, aquel desorden, no podían presagiar nada bueno.

Elíades, apenas diecinueve años, sufrió un duro golpe tras la inopinada desaparición de su padre, justo al día siguiente de la fiesta del Ástaro, la fecha más señalada en el calendario de los adolescentes itaquianos porque, a partir de la ceremonia del investimiento (antiguamente llamada del noviciado), ascienden el último peldaño antes de llegar a ser considerados adultos. Alcanzado ese crucial momento todo joven itaquiano sabe que comienza el Trescenterio, un periodo de trescientos días naturales durante los cuales los iniciados llegan a ser tratados como divinidades menores. Tras pasar un único día celebrándolo en familia, los ungidos pasan a hospedarse en el Domiteón bajo la tutela de la Orden Sacerdotal, donde hacen expresión pública de castidad y silencio mientras dura el recogimiento, y dedican su tiempo al trabajo, la meditación y al estudio de la Ética y de las Sagradas Efemérides. El Trescenterio supone un punto de inflexión en la vida de cualquier muchacho o muchacha itaquianos. Todos saben que una vez instalados en las celdas del noviciado deben someterse a una férrea disciplina, y prueba de ello es que se alimentan exclusivamente de pan de mijo que ellos mismos deben preparar y de los frutos secos y verduras que cultivan en los huertos dominales que la Orden posee extramuros. Solo superando con éxito el Trescenterio se alcanza el estatus de ciudadano de la República con plenos derechos. Y no se conoce abandono alguno; no hay precedentes desde que se generalizó esta práctica tras la proclamación de la República, hasta entonces reservada exclusivamente a los aspirantes al desempeño de cargos de responsabilidad comunal o religiosa.

El joven Elíades estaba profundamente dolido. Siendo la jornada que sigue a la fiesta del Ástaro el único día que disponen los jóvenes para despedirse de los suyos antes de ingresar en el Domiteón, nunca pudo entender que su padre tuviera que partir esa misma madrugada cuando él aún dormía, como un vulgar ladrón que huye amparándose en la oscuridad de la noche. Aquel acto incomprensible supuso una humillación que enturbiaría su estancia en el monasterio. Por lo demás, era público y notorio que gestos de esa índole solían tener consecuencias ingratas en la progresión social de cualquier joven con aspiraciones. Su padre, a quien siempre había venerado, le abandonó en el peor momento, justo cuando le era más necesario, algo que difícilmente olvidaría. Ahora, pasados más de dos años desde que Jardiel desapareció, Elíades observaba con indignación como los valores que habían hecho de Ítaca una sociedad ejemplar se deterioraban progresivamente sin que nadie en el Consejo moviera un solo dedo por denunciarlo, por impedirlo. Avergonzado y hastiado de ver como los mismos integrantes del órgano supremo de la República parecían ser los más interesados en sembrar el desconcierto social y político que alimentaba la corrupción, que enmascaraba el enriquecimiento ilícito de los más altos funcionarios y de la élite económica y religiosa añorante de los tiempos del absolutismo, había llegado la hora de decir basta.

Elíades, el segundo hijo de Jardiel, era un joven poco comunicativo. Idealista, inteligente y observador, parecía muy diferente de su hermano Shaylo, doce años mayor que él y conocido por su naturaleza noble e impulsiva, y también un tanto ingenua. Cuando regresó al domicilio familiar tras abandonar el monasterio, Elíades notó que se le encogía el estómago; era una sensación de vacío que nunca había experimentado antes, cuando la figura de su padre lo llenaba todo. La casa, edificada alrededor de un patio en la más pura tradición itaquiana, parecía aún más grande que cuando se marchó, que cuando se marcharon ambos. En otros tiempos no se hubiera fijado en estos detalles pero ahora no pasó por alto que la fachada interior, la que rodeaba amplio el patio enjardinado, necesitaba ser encalada ¿Dónde estaba el buen Adorno, el asistente? ¿Y Segolena, su mujer y ayudante en las tareas domésticas? El fantasma de la ausencia no tuvo piedad con la vieja casa familiar. ¿Habían sido en verdad trescientos o tres mil, los días transcurridos? Elíades comprendió que la unidad de medida de la ausencia no eran los días de veinticuatro horas.