

Echo la vista atrás y me invade la nostalgia. Y es que, cuando lo pienso... Hace unos años, algún barman avispado comprobó que añadiendo un poquito de espuma al café con leche, a imagen y semejanza de lo que hacen en Italia con los capuchinos, le quedaba un cafelito de lo más apañado. Aquel individuo no descubrió la sopa de ajo pero tuvo la ocasión de experimentar el éxito cafetero en sus carnes. Supo, lo que era eso. Obtuvo un producto resultón; el boca a boca funcionando y la cafetería llena. ¿Qué más podía desear? El aditamento no podía sustituir la espumita del café bien hecho, eso por supuesto, pero ejecutada la artimaña con moderación contribuía a realzar la cremita propia del café. Muy bien. El resultado era interesante, arregladito, y en lo esencial no desvirtuaba el café con leche. El secreto estaba en añadir solo un poquito, lo necesario para conseguir ese efecto-crema que tanto parece gustar a la gente.
¡Pero no! Como todo el mundo sabe el éxito de uno es la envidia de muchos. A partir de aquí y con la progresiva extensión de esta oprobiosa práctica, aumentada y corregida a manos de insensatos, de delincuentes diría yo, surgió el disparate, el fin del mundo, el armagedón cafetero, el rien ne va plus espumero. Y no; no exagero lo más mínimo. No tengo la menor duda de que la pérdida, el dispendio cultural que ha supuesto tal innovación y su grosera y criminal generalización será objeto de estudio por los antropólogos del mañana. Incluso por los criminólogos. La extinción del buen café con leche será abordada como la del león del atlas. El Discovery Channel hará documentales que servirán de fondo perfecto para echar la siesta, tal y como ahora consiguen con sus documentales sobre los pingüinos patagónicos, los ñus del Serengueti o los monjes tibetanos.
Ahora, en lugar de un café con leche te sirven una mousse con fondo -poco, además- de café con leche. Y además tibia, ¡jódete! Y no te libras ni en el Rex, aunque aquí cuando te conocen te sirven el café como tú quieres y no al gusto del barman o del descerebrado de turno. Al gusto del camarero, mejor dicho. Rectifico: de la camarera.
Ayer, por narices, claro, no me quedó más remedio que entrar en otro lugar -omitiré el nombre por pudor- y ponerme en manos de la providencia. Con humildad no exenta de determinación solicité un café con leche, por favor, con la leche bien caliente, gracias. Y un croissant, por supuesto. Y claro, me sirvieron un brebaje de los que ahora se llevan. La taza, más bien pequeña, contenía un café con leche postmoderno, con su dedito de espumita por encima, blanca, blanquísima, con un borde marrón alrededor y un toquecito en el centro; muy bonito la verdad. ¿Y el croissant? Pues pequeño y seco, de los que no se hunden al presionar sino que se rompen en mil miguitas aplanadas que se quedan enganchadas a los dedos y se escampan por el periódico, y lo manchan todo de grasa y... Y de gusto áspero, lejos de cualquier amago de dulzor. Era como un pedacito de pan seco -por el sabor, lo digo- que a la mínima se desintegraba entre mis manos. ¿Y las puntas? Mejor no me extiendo sobre este asunto. Solamente diré que evocaban segmentitos marronosos de carbón. Y lo dejaremos en carbón, ¿vale? Por aquello del pudor al que me refería antes.
Pero, volvamos al café con leche, volvamos. Al café con leche postmoderno, para ser exactos. Al ver la taza tan pequeña puse solo un sobrecito de azúcar cuando normalmente añado un sobre y medio. El azúcar, horror, tardó un siglo en penetrar la capa de exoespuma bicolor y llegar a su líquido destino; tanta y tan espesa era la espuma. Pero, ¿cómo? ¡No me lo podía creer! ¡Si aquí no hay café! Con la curiosidad del explorador vocacional metí la cucharilla para remover y, en efecto, solo había un culito de café con leche. Removí y removí. Sí; al fondo, de vez en cuando, luchando con la porquería espumosa se dejaba ver un líquido marrón oscuro. Oscurísimo. Costaba verlo, pero allí estaba.
A la vista de lo visto me levanté, cogí la tacita y me dirigí a la barra. Por favor, sería tan amable de retirar la espuma, es que a mí no me gusta el café con leche con tanta espuma, ¿sabe? Muchas gracias, muy amable. La camarera cogió el platito con su tacita y se alejó hasta el fregadero metálico, a un par de metros de donde yo me encontraba; quizá tres. Luego, con una cucharilla, extrajo toda la espuma de la taza y antes de que me diera cuanta, zas, procedió a rellenarla con más leche. Con leche tibia, casi fría para más inri. A continuación me plantó el cuerpo del delito en la barra con una sonrisa. Aquí tiene.
Yo solo había pedido que me retirara la espuma, pero la chica, al ver que la taza quedaba prácticamente vacía no se le ocurrió otra cosa que añadir leche hasta los bordes. El resultado fue una tacita llena hasta arriba de un líquido lechoso del color de las natillas. ¡Joder! Esto debería estar penado, pensé.
Oiga; perdone. Es que yo prefiero un café con leche, ¿sabe? Y si es posible un café con leche sin adiciones espumosas. Vaya, una taza de café con un poco de leche. Mitad y mitad, más o menos. Y bien caliente, por cierto. Un café con leche como los de antes. Y caliente, no lo olvide.
¿Un café con leche sin qué? Es que aquí solo ponemos café y leche. Sin espuma mujer; quería decir sin espuma. ¿Ah? Pues claro que sí. Ahora mismo. Sin perder la sonrisa en ningún momento, la chica retiró diligentemente aquella porquería y me preparó un café con leche a la antigua -supongo que después de perpetrar su hazaña fue consciente del error y debió sentirse súbitamente arrepentida; o a lo mejor es que a ella también le gusta el café, vaya usted a saber-, y cuando me lo sirvió me pregunto, ¿y por qué no le gusta a usted la espuma? Yo no contesté. Cogí mi café con leche y sonriendo volví a mi mesa mientras me señalaba el bigote con el dedo. Para qué entrar en detalles, pensé. Al menos esta chica tuvo una actitud cordial y respetuosa en todo momento. Y lo digo porque en una ocasión parecida una estúpida casi me vuelca su brebaje encima. No hace falta decir que tuvimos un serio altercado.
Hoy he probado el café de otro sitio. No estaba mal, pero también le sobraba espuma. Qué le vamos a hacer. Paciencia.