Pero esto no siempre ha sido así. La rutina de los miércoles-café nació hace cinco o seis años entre un grupo de compañeros de trabajo que necesitábamos disponer de un espacio para compartir las calamidades propias de una profesión que nos obliga a meter las manos en las miserias ajenas demasiado a menudo. La idea era encontrarse durante un rato y dentro de lo posible pasarlo bien. Hablábamos de cine, de libros, a veces de música..., también de política de vez en cuando, porque del trabajo sólo estaba permitido hablar si era para reírnos a expensas de la institución que nos paga, de la clientela o de nuestras propias torpezas en un ejercicio d’autocrítica tan necesario como reparador.Pero de un tiempo aquí las cosas parecen ir a la deriva; se han vuelto algo prosaicas, qu’on dirait. Nuevas incorporaciones sumadas a las espantadas de algunos miembros con solera han desnaturalizado el miércoles-café para dejarlo en una aburrida reunión desprovista del mínimo interés. La prueba está en qué últimamente el hilo conductor del encuentro suele ser precisamente el trabajo, y no en clave d’ironía, desgraciadamente. Que horror. Y con el aburrimiento han aparecido los silencios, que son sepultados con sandeces propias de adolescentes. Todo hace indicar que el espíritu de la tertulia nos ha dejado definitivamente para buscar un lugar más acogedor, dónde sepan apreciarlo en lo que vale.
Cada miércoles llegadas las nueve me hago la misma pregunta, pero no falto. Y al concluir la reunión me juro que ya no vuelvo. Pero ahí se acaba todo; no hago nada más. La rutina.