jueves, 11 de agosto de 2011

Haced sitio, que me tiro (cuenta)


Esta mañana he sido testigo de algo sorprendente. Un individuo ha cruzado la calle de manera inopinada y ha estado a punto de ser atropellado. Ha sucedido en la calle Santa Eugènia y no eran todavía ni las nueve. El idiota ha levantado la palma de la mano en dirección a una furgoneta y, ¡hala! Y todo esto a apenas cincuenta metros de un paso de peatones regulado por semáforo.

Como justificación y ante el escándalo que ha montado el conductor de la furgoneta ―cuyo corazón, imagino, debe haber estado a punto de escapársele por la boca a causa del shock―, el inconsciente gritaba que ya le había advertido previamente. Claaaro; por eso levantaba la mano. El muy estúpido decía que él siempre pasaba así y siempre le cedían el paso. Sí; ¡teníamos delante un caballero que para el tráfico cuando le apetece cruzar la calle! Ni más, ni menos. Y se vanagloriaba de su comportamiento como si fuera la cosa más natural del mundo.

No éramos más de tres o cuatro los que pasábamos por allí en ese momento pero todos, cada uno a nuestra manera, le hemos dicho que es un suicida y un gilipollas. Aunque mucho me temo, por su reacción, que el muy estúpido repetirá de nuevo.

Llevo un rato pensando en el asunto y francamente, no acierto a imaginar qué pueden tener en el cerebro los tipos como ese. Y es que siendo la estupidez crónica un hábito tan costoso, sorprende que esta conducta haya arraigado tan profundamente en determinados individuos y sean cada vez más los que perseveren en ello con un ahínco digno de mejor empresa.

¿Cómo se explica esta peculiar manera de proceder...? Y lo más importante, ¿tiene remedio?

Ante la primera pregunta no puedo sino remitirme a las Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana del profesor Carlo Cipolla, donde cualquiera hallará respuestas esclarecedoras. Por lo demás la experiencia me dice que buscar remedio a la estupidez debe ser tarea casi imposible, y esto a pesar de que la memez recalcitrante deja huellas tan profundas en el infeliz de turno que acaba determinando el signo de su vida.

También es verdad que hay meteduras de pata cuyas consecuencias no suelen resultar graves y que podrían ser incluso útiles si se hiciera una lectura apropiada de las mismas. Pero tampoco hay que llevarse a engaño porque los grandes errores son por lo general nefastos y sus secuelas acaban siendo irreparables. Y con más razón, claro está, si la causa está en la necedad de quien los perpetra.

Lo más sorprendente es que la mayoría de las veces los errores podrían evitarse si quien los comete estuviera en condiciones de sustraerse a las influencias de quienes les rodean pues, según dicen, el entorno puede llegar a influir sobre la persona hasta el punto de hacerle admitir como válidos patrones de comportamiento que en otras circunstancias consideraría inadecuados o incluso perversos. ¿Sería éste, el supuesto que nos ocupa? ¿Nos encontramos acaso ante una pobre víctima que vive y se desenvuelve en un mundo de descerebrados de cuya influencia le es imposible sustraerse? En cualquier caso debería ser un mundo el suyo, donde las visitas a los cementerios formen parte del día a día, supongo.

Quizá en su descargo podamos decir que al fin y al cabo todo el mundo se equivoca. Aunque..., si bien es verdad que todo el mundo se equivoca tampoco es menos cierto que hay gente que se equivoca mucho más que otra, ¿verdad?

Resulta difícil explicar porqué pero, algunas personas llegan a desenvolverse en su constante desatino con una naturalidad asombrosa, como si el desafuero formara parte de su manera de ser. Como..., como si  hubieran adquirido ese hábito tras dura y onerosa contienda y se sintieran orgullosos de la estupidez autodestructiva que les lleva a tomar decisiones erróneas, una tras otra. Tanto es así que el error llega a ser un estado de conciencia para esta clase de individuos y si en el mundo animal la terquedad en el yerro se paga con la vida, esa gente suele pagarlo con una vida salpicada de fracasos, algo que según cómo se mire acaba siendo un castigo mucho más cruel... Sólo es cuestión de tiempo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

El carnicero de Berga (cuento)

Olena vino a Barcelona sabiendo muy bien lo que quería. Fue hace unos años y llegó de la mano de una red de prostitución organizada desde la madre Rusia con una sola fijación entre ceja y ceja: trabajar duro por un tiempo y retirarse después con los medios suficientes para regresar a su país y poner una boutique de moda en Dubna, su ciudad natal, cerca de Moscú.

Desde entonces Olena ha aprendido algo más que las costumbres del lugar y su carrera ha atravesado episodios muy distintos antes de acabar culminándola como improvisada auxiliar de sicario.

A la mañana siguiente de aterrizar en el Prat la pusieron a hacer la autovía de Castelldefels, pero pronto la retiraron de la carretera para instalarla en el Copacabana, donde su fervor por el trabajo bien hecho y su entusiasmo al ejecutarlo tardó poco en llamar la atención.

Un día de san Valentín se encaprichó de la chica un acaudalado industrial de la carne afincado en Berga, asiduo del club, y tras eufórica y fugaz negociación acabó alquilándola a los mafiosos por un año a cambio de veinte mil euros, de los que algo menos de la mitad serían para ella. Su propósito: hacer uso privativo de la putita durante ese tiempo en el piso que arrendaría en Manresa para estos menesteres.

Durante las dos o tres primeras semanas Serafín, que así se llamaba el industrial, bajó de Berga a Manresa casi a diario, pero pronto tomó cuenta del exceso y con buen criterio espació sus encuentros hasta dejarlos en semanales. La alternativa resultaba obvia: o bien se decidía por visitar menos a Olena o no le quedaría más remedio que pedir cita al cardiólogo con tanta o más frecuencia. Poco resuello el suyo, para tantos kilos de humanidad.

Tanto tiempo libre dio pie a que la emprendedora Olena buscara alternativas para no aburrirse y después de valorar pros y contras y llamar en consulta al Copacabana, la chica decidió abrir negocio propio ocho horas al día de lunes a viernes, poniéndose al servicio de todo aquel que quisiera pagar cincuenta euros por media hora de alegría. Una ganga vista la cotización de la ternera rusa, algo que el Gordo, sobrenombre por el que Serafín era popularmente conocido en Berga, sabía de muy buena tinta.

Las cosas fueron bien durante unos meses; el amo ―al carnicero le encantaba que su muñequita le llamara de esa manera― se dejaba caer por allí los sábados o los domingos, de manera que los laborables Olena hacía y deshacía a su antojo.

Pasó, sin embargo, que el último día de todos los santos, jueves por más señas, al amo se le antojó dar una vuelta por Manresa para sorprender a su muñequita rusa y de paso regalarse una pequeña fiesta, antes de volver a Berga para hacer la obligada visita al cementerio en compañía de su venerable mamá; pero llegado a Manresa la sorpresa fue para él.

Al entrar en el pisito encontró el salón a reventar de gente variopinta llegada de cualquier rincón de la comarca, todos esperando turno ordenadamente y algunos, incluso, con los cincuenta euros en la mano. El Gordo, que quizá fuera algo obtuso pero no hasta el punto de ignorar que la saturación del mercado hace bajar inmediatamente de precio de la carne, agarró a Olena de la mano tal y como la encontró y con dos empujones la metió en el asiento de atrás de su Mercedes; y hecho esto puso la directa y se la llevó al Copacabana con intención de exigir que le fuera devuelto el dinero invertido bajo la ingenua promesa de exclusividad.

En el Club de alterne fue recibido por un tipo grande y tranquilo que le hizo pasar a un despacho de techo sorprendentemente alto y lo más llamativo, sin ventanas. El ruso le hizo acomodarse en un grasiento sillón negro situado justo delante de un bufete también negro, donde Serafín apenas encajaba. Luego, de uno de los cajones de un peculiar mueble cilíndrico, alto y estrecho... ―¡y con ruedas!― el anfitrión sacó un vaso azul de metacrilato y con una generosidad poco común, le sirvió un whisky de malta antes de acomodarse al otro lado de la mesa para escuchar sus quejas en respetuoso silencio.

Poco más tarde, tras haber oído atentamente todo cuanto su cliente tuvo a bien en decir, aquel tipo se quedó pensativo durante unos instantes y a continuación, sin perder la compostura, le miró fijamente a los ojos y le dijo: márchate de aquí si no quieirres que te meta dos tirros en tu boca de pueirco...

Tras concederle unos instantes, los necesarios para que pudiera recuperarse del shock, el oso se levantó con ademán que no admitía dudas y el Gordo comprendió que mejor salir pitando que arriesgarse a ofrecer una rebaja.  

Nunca más Serafín, se repetía una y otra vez el crápula aferrándose con rabia al volante de su Mercedes, ya de vuelta a su pueblo. Nuuuncaaa, nunca más... escupía el Gordo mientras El Fari ponía fondo a sus amargos lamentos...
 
«...Crusé lo brazos pa no matal-la, serré losojo por no llorar...
Temí ser débil y perdonarla y abrí laj puertas de parenpá...
Vete mujé mala, vete de mi vera, rueda lo mismito que una maldisión...,
Que Dios permita que el gachó que quieras pague tus quereres...,
Tus quereres pague con mala traisión».

Y desde aquel día se perdió la pista del Gordo en el Copacabana, donde Olena fue acogida de nuevo como una hija pródiga.

domingo, 7 de agosto de 2011

El tiempo y los tiempos... (cuenta)

El tiempo... Probablemente no haya nada más complicado, contradictorio e incluso inútil, que pretender comprender qué se esconde tras esa palabra. Todo aquel que lo intenta cae sin remedio en un pozo inacabable de paradojas y perplejidades; no en vano San Agustín decía saber lo que era el tiempo siempre y cuando nadie se lo preguntara, pues en caso contrario, añadía, no era más que un pobre ignorante.

Sin embargo sobre el tiempo hay dos o tres certezas o casi certezas al alcance de cualquiera. Baste reflexionar unos minutos y lo primero que se verá es su carácter direccional; y es que nadie puede negar que los fenómenos temporales se suceden según un orden que va de atrás hacia delante, es decir del pasado al futuro. Sin esa relación mental del antes y del después la vida se nos antojaría caótica y dejaría de tener sentido tal y como la concebimos.

Si se abunda un poco más en la cuestión, veremos que ese carácter direccional del tiempo va irremediablemente unido a una concepción lineal del mismo; por decirlo de manera gráfica, vendría a ser como circular sobre raíles a través de una recta sin fin. Y ya, para dejarlo aquí, otra obviedad...: el tiempo es irreversible. Stephen Hawkins dijo al respecto que la prueba más palpable de que los viajes en el tiempo son y serán una quimera es que no hemos sido invadidos por turistas del futuro y, según creo, este señor es toda una autoridad en la materia. Y no me refiero al turismo, claro está. Quien sabe si en un futuro más o menos próximo la llamada física cuántica podrá revelarnos novedades maravillosas, pero eso lo veremos, si lo vemos, en tiempos que aún están por llegar.

Desafortunadamente, y lo digo con la ingenua seguridad de quien cree estar ante asunto pacífico, no existe memoria alguna del futuro por lo que habremos de conformarnos, al menos de momento, con tener sólo recuerdos del pasado. Y es que en el fondo, puede que el tiempo no sea más que una representación mental, una especie de lienzo virtual sobre el que vamos dibujando nuestras experiencias subjetivas con mayor o menor acierto, trazo a trazo.

Todo esto nos lleva a un asunto tanto o más sugestivo que el propio tiempo, si cabe, al menos bajo mi punto de vista. Me refiero a la curiosa y nada boyante situación en la que viven instaladas determinadas personas a causa de su incapacidad para sacar nada provechoso del pasado, es decir de la experiencia, ya sea propia o de terceros.

Hablo de una clase de individuos, por desgracia cada vez más concurrida, que muestra una inexplicable propensión a la estupidez y que no deja de cometer errores y repetirlos una vez tras otra, incansablemente, hasta consumir física y moralmente a cuantos les rodean. De hecho, su apego a la estulticia llega hasta tal punto que en buena lógica debería dárseles por perdidos para cualquier causa de la razón.

El distintivo más característico de estas personas, decía, es la impericia para extraer cualquier enseñanza útil de la propia experiencia, una torpeza que se vuelve incapacidad absoluta cuando se trata de aprender de las experiencias ajenas. Y por si esto no fuera suficiente, a algunos de estos sujetos no les basta con ser idiotas y les fascina ir a más, sobre todo los que se sienten encantados de haberse conocido. Estos locos no dudan en proyectar su ineptitud hacia un futuro improbable que, si alguna vez llegara, en modo alguno respondería a sus expectativas.

Quienes se ajustan a este patrón de conducta tienden a no preguntarse jamás en qué se han equivocado. Muy al contrario, insisten en volver con estúpido empeño al punto donde se encontraban antes de meter la pata y recorren de nuevo el mismo camino, creyendo que pasando con tenacidad una y otra vez por el mismo sitio el obstáculo acabará apartándose por sí mismo. Quizá por esto nunca tuve muy claro que el error pueda formar parte del proceso de aprendizaje de nadie que no tenga por lo menos dos dedos de frente.

Quien sabe, a lo mejor es verdad y el tiempo no es más que un artificio de la mente, una simple puesta en escena para tomar conciencia de la realidad..., o para burlarnos de ella y como en el caso de los estúpidos, inmolarnos al mismo tiempo.  

jueves, 4 de agosto de 2011

Vida perra; perra vida (cuento)

Fermín Vélez es un hombre obtuso. Mira que había sido advertido... Y no una sino varias veces! Pues nada, a pesar de todo siguió jugueteando con el puñetero perrito hasta que sucedió lo inevitable y claro, el chucho acabó palmándola. El animal se llamaba Tristán y aunque era más inteligente que Fermín, el pobre nunca supo que padecía del corazón. De haberlo sabido quizá habría entendido porqué sus amos lo mantenían entre algodones desde que siendo un cachorrito, llegó a casa como regalo del séptimo cumpleaños de Marquitos, el más pequeño de los hijos de la familia Prado.

Marquitos era un niño asmático y carismático y no sabía lo que era el verdadero afecto hasta que le regalaron a Tristán, por entonces un proyecto de bóxer de apenas un par de meses que, eso sí, tuvo la virtud de enamorar a tirios y troyanos desde el primer momento. El perro nunca llegaría a adulto y aunque Fermín tuvo mucho que ver en el fatal desenlace del asunto, en realidad aquello era un final cantado.

A los pocos días de llegar, Tristán ya dejó a las claras que las cosas no andaban bien. El animal se agotaba en cuanto hacía un par de carreras y Marquitos se percató al instante, algo normal ya que a él le pasaba algo parecido. A ojos del pequeño la diferencia estaba en que el chucho no tosía; por lo demás... Pero Marquitos no dijo nada a nadie. Vio en Tristán un alma gemela, así de sencillo, alguien especial y diferente, como él mismo ante los otros niños.

Una mañana de domingo Marquitos y su papá salieron a dar una vuelta y de paso a comprar el pan y el periódico, y pensaron que Tristán estaba ya en condiciones de acompañarlos. De hecho, había que empezar cuanto antes con la educación cívica del perro y aunque sus patitas eran todavía cortas y la panzota casi le tocaba el suelo, lo cierto es que Tristán se movía con la agilidad suficiente para poderlos seguir al trotecillo sin demasiados problemas.

Y los hechos fueron dándoles la razón hasta que llegaron al parque y Marquitos decidió jugar con él, haciéndole ir y venir, saltar y correr... Entonces el corazón de Tristán dijo basta y decidió avisar, y el perro acabó una carrera en voltereta de la que ya no se levantó. Jadeante y por encima de todo perplejo, Tristán se quedó quieto, con los ojos abiertos, muy abiertos mientras emitía un leve, agudo e intermitente soplido que sorprendió a Marquitos y preocupó a su padre.

El animal hizo el trayecto de vuelta en brazos de Marquitos y nada más llegar a casa bebió agua hasta saciarse y se acurrucó en el sofá, de donde no ya se movió durante horas. Sin embargo, poco a poco y sin que nadie se diera cuenta Tristán volvió a las andadas y recuperó su trasteante conducta, meaditas incluidas a lo largo del pasillo. Y es que no había manera de hacerle entender que aquellas cosas se hacían en el jardín.

El lunes por la tarde a la salida del colegio, la mamá de Marquitos le estaba esperando con el sándwich de atún que tanto le gusta y con Tristán en un cesto; irían al veterinario; a la veterinaria, para decirlo con propiedad. La veterinaria, una mujer de gran simpatía que sabía conectar por igual con animales y gentiles, examinó a Tristán mientras la mamá de Marquitos y él mismo le explicaban lo que había sucedido el día antes. Le auscultó el pecho y descubrió lo que sospechó desde el principio: el cachorro tenía una arritmia en el corazón. Luego, para asegurar el tiro, le hicieron dos radiografías que no sólo confirmaron el diagnóstico sino que lo empeoró: Tristán tenía el corazón más grande de lo normal.

Desde aquel momento y sin que él tuviera la más remota idea, Tristán fue un perrito minusválido. Paseaba poco y mal, comía sin grasa y tomaba una medicación preventiva... A decir verdad era una broma de perro, pero era un encanto y si se le cuidaba como debía quizá podría tener una vida más o menos larga; un par o tres de años, según dijo la veterinaria.


 
Fermín Vélez había alquilado la casa de al lado apenas unos meses antes de lo acabado de relatar. La pareja que la compró y que vivió allí los primeros tres años se rompió y cada uno se fue por su lado; por lo visto no pudieron venderla por el precio que pretendían y al final decidieron arrendarla en espera de mejores tiempos para el ladrillo.

Fermín era un cuarentón de aspecto muy desmejorado; llevaba más de diez años divorciado y pertenecía a esa clase de hombres que sin mujer a su lado se deterioran rápidamente y sin remedio, como un edificio deshabitado. También hay que decir que Fermín no engañaba a nadie y que si bien dejaba pronto a las claras que no era demasiado listo, por contra resultaba ser un hombre simpático y agradable, sobre todo entre semana, cuando no bebía. Además, sería injusto decir que fuera un mal vecino; no se metía con nadie y si tenía problemas los ventilaba sólo, sin enredar ni enturbiar la convivencia del vecindario. Y tanto era así que de vez en cuando era invitado a una barbacoa aquí o allá, movidos los vecinos por su contagiosa simpatía, por su soledad o quien sabe, quizá por ambas cosas a la vez.

Marquitos y Fermín eran amigos de jardín, es decir, sólo se relacionaban a través de la valla que separaba los jardines de sus casas respectivas, que en el fondo eran la misma casa pues, en propiedad, no debería llamarse chalet adosado a lo que en realidad no pasa de ser la tercera parte de un edificio alargado y desprovisto de gracia, que alberga tres viviendas gemelas. La valla, en efecto, era punto de separación y de encuentro y al ser de caña y tan bajita y enclenque, resultaba ser una división más efectiva que impeditiva. Y lo mejor de todo, quedaba justo a la altura de Marquitos, un chicarrón que pese a sus escasos siete años medía ya un metro veinticuatro.

Las conversaciones entre Fermín y Marquitos eran frecuentes; tenían lugar antes de cenar y por lo general giraban alrededor de tres asuntos: el Barça, el Barça y Tristán, por supuesto. A veces también hablaban de la tos pero pocas, porque a Marquitos no le gustaba y se las arreglaba siempre para volver a Messi.

A Marquitos le encantaba explicar las aventuras de su perro y lo hacía con tanta pasión y suerte de detalles que más bien parecía relatar sus propias aventuras que las del pobre chucho, el minusválido. Y Fermín, por su lado, las escuchaba atento y participativo dando pábulo a que el chico se implicara aún más intensa y explosivamente en su propio relato.

Como buen cuentista, Marquitos vivía sus historias con entusiasmo contagioso, gesticulaba con aparatosidad y modulaba la voz con sorprendente maestría mientras, por ejemplo, dirigía el combate aéreo entre los buenos, comandados por el inefable Tristán, y las fuerzas del mal a las órdenes de Crápula, el perro de los Cáñamo, o los Caamaño, los vecinos de enfrente, un pastor alemán bravucón y pendenciero que tenía la costumbre de hacer imposible la siesta en el vecindario porque a primera hora de la tarde se volvía literalmente loco y le ladraba hasta al cubo de la basura. Había vecinos que llegaron a plantearse envenenarlo a la vista del escaso interés de los hermanos Cáñamo, Caamaño, o como coño se llamen, por hacer algo al respecto. Estos tres hermanos, dos hombres de mediana edad y una chica bastante más joven, eran tan faltos de agudeza cómo Fermín pero a diferencia de éste eran estúpidos de solemnidad, algo que está lejos de ser lo mismo. Y además, mala gente.

Hace unas semanas, una noche clara y estrellada como pocas veces se repite a lo largo del año, Fermín, cerveza en mano, salió al jardín y se despatarró en su tumbona dispuesto a disfrutar de lo que viniera porque sus pocas luces le hacían prosaico de infantería. Fermín deseaba tumbarse, mirar al cielo y gozar de la fresca, cómo se decía antiguamente en los pueblos con puta, aunque esto no lo entendería Fermín ni que se lo dibujaran...

¿Sueñan los perros...? Pues sí, los perros sueñan con guardar la casa fieramente y con lealtad; sueñan con hacer correr a los gatos o a las ovejas, aunque por esto les felicitan y por lo primero no; sueñan con hartarse de pollo frito y de melón, y sueñan con follar intensamente con la primera pantorrilla que cae a mano, aunque también les vale cualquier cosa que se mueva. Pues bien, aquella noche, acabada la película del Plus, Tristán estaba de guardia en su cestito en medio de un ensoñador y perruno duermevela, resguardado y calentito bajo el porche quiero-y-no-puedo, cuando algo llamó su atención al otro lado de la valla... ¿Intrusos...?

El chucho alzó las orejas, se puso tenso y allá que se fue, arrastrándose primero por el césped del jardín y luego entre los geranios hasta llegar a la linde de cañas, a su agujero favorito, por dónde solía meter el hocico para espiar lo que cayera a su alcance y soñar en su propio sueño de guardián, que acosaba el primer bicho que se presentara y se lo comía y lo escupía... Por aquel agujero secreto nuestro perrillo minusválido se abría a un mundo sorprendente lleno de hormigas y escarabajos, de los negros y de los verdes, se maravillaba con los gorrioncillos con boqueras y los estorninos, tan gordos, y oteaba abejas zumbonas y antipáticas hasta marearse o salir corriendo. Y a veces, incluso, descubría algún ratoncillo de campo que quizá, sí quizá fuera siempre el mismo...; Y claro está, encontraba a Fermín, su animalillo preferido.

Y es que había cosas que Tristán tenía muy claras; sabía muy bien que sus amos eran sus amos y tenía perfectamente asumido que Marquitos era el jefe, que Crápula era el demonio y que Fermín era de los suyos. Todos los demás eran intrusos, unos amables y otros menos pero intrusos al fin. Para Tristán, Fermín era especial, alguien casi, casi como él. Más grande, sí, y sin orejas ni rabo... Feo en resumidas cuentas, pero alguien como él; un colega vaya, un tipo de quien te puedes fiar.

Al escuchar ruiditos en la valla Fermín giró la cara sabiendo que sólo podía ser Tristán el ruidoso. Lo pensó un instante y tras despejar algunas dudas se levantó y decidió ir a buscarlo provisto de una pelotita de goma, la favorita del perro. Al llegar a la valla miró por encima y vio al torpe guardián refugiado bajo unas hojas de geranio, confiado en no ser visto. Sonriendo, Fermín alargó el brazo, agarró a Tristán como un conejo y se lo llevó a la tumbona...

¿Qué pasa, compadre...? Tú tampoco tienes sueño, ¿eh...? Mira que eres afortunado, cabroncete; todo el día a la pata la llana... No sé por qué la gente dice que lleva una vida perra para expresar que las pasa canutas, cuando debería ser al revés. ¡Menuda vida tienes...! A ver, petardo... mira la pelotita... ¡Mírala...! Anda, ¡búscala...!

Y diciendo esto Fermín lanzó la pelotita botando por el jardín mientras Tristán saltaba detrás, excitado, feliz como un regaliz. Luego, cuando la pelota dejó de botar, la mordió y se la llevó a Fermín, que de nuevo la lanzó. Y así una vez y otra, más fuerte en cada ocasión, con más impulso. Los brincos y las cabriolas de Tristán, el pequeño bóxer canguro, eran cada vez más altos, más acrobáticos... Hasta que en medio de una pirueta inverosímil, salvaje, su corazón reventó y cayó al suelo de cabeza, como un peso muerto, nunca mejor dicho; y al caer, hincó el hocico en el césped y quedó girado hacia atrás, panza arriba y con las patitas abiertas, como si fuera de trapo...

Al ver lo ocurrido Fermín quedo paralizado, mudo. Fueron instantes de desconcierto, de desesperación... El perro no se movía, ¿estaría...? Fermín se acercó y se quedó plantado ante el cuerpecillo inerte y roto de Tristán, en cuclillas, sin saber qué hacer. Y ahora, ¿qué les diría a los Prado...? ¿Cómo iba a explicarle a Marquitos que su perrito se había muerto, así, de aquella manera tan horrible? Además, ya le habían advertido que Tristán no debía hacer esfuerzos y a pesar de todo él... ¡Dios! ¿Qué podía hacer...?

¡Ya está...! Haría desaparecer el cadáver de Tristán y se haría el longui. Sí, vale..., los Prado se preocuparían bastante y seguro que el niño lloraría también, pero con el tiempo todo se acabaría olvidando; lo echarían en falta al principio pero el tiempo es la mejor medicina para las heridas. Así es la vida, después de todo...

Resuelto como pocas veces se había sentido en su vida Fermín agarró a Tristán por el rabo, oteó a su alrededor para cerciorarse de que no había miradas indiscretas y se fue adentro, a casa, donde no pudiera ser visto ni oído. Ya a salvo dejó al perrillo en la mesa de centro del salón y se sentó en el sofá, ante el cadáver, a meditar cómo deshacerse de aquella incomodidad peluda. Dio vueltas y más vueltas al asunto y lo primero que pensó fue en meter el perro en una bolsa de plástico y tirarlo al contenedor de basura... Pero el camión había pasado hacía un rato y ya no volvería hasta pasados dos días, como era costumbre en la urbanización. No puedo dejar esto allí tanto tiempo; el olor lo delatará y además, menudo es el Crápula de los cojones con los contenedores de basura...; seguro que el muy cabrón lo descubre... ¡Seguro...! Mejor otra cosa... Lo enterraré en el jardín; sí, esperaré un par de horas más a que todo el mundo duerma y en nada, lo entierro. Fermín, más tranquilo después del esfuerzo intelectual que le llevó a encontrar la solución, decidió esperar un tiempo prudente; lo que hiciera falta. Y puso la tele...

Humm, un clásico, no hay nada mejor para pasar el rato... Vamos a ver qué hacen en Cinemateca... ¡Dios, Rintintín! ¡A la mierda la tele...! Nada hombre, ¡déjalo! Un coñac, lo mejor un coñac y a esperar...

Pasado un buen tiempo Fermín salió al jardín a hurtadillas y en un rincón discreto, bajo el almendro, hizo un hoyo con su pala de jardinero. Fue fácil y rápido. Luego entró de nuevo para envolver a Tristán en el periódico del día y regresó al jardín, ahora para enterrarlo. Perfecto; dicho y hecho; cinco minutos en total... ¡Ni eso...!

Más tarde, ya en la cama, Fermín no dejaba de dar vueltas; su conciencia no le permitía dormir. Por suerte, para estos casos existe lo que llamamos mala conciencia. Fue una lucha sin cuartel que al final ganó la peor de las dos. Y casi se había dormido cuando los penetrantes ladridos de Crápula le volvieron a la realidad.

¿Y ahora qué le pasa a ese hijo de puta? ¿Por qué no se callará de una vez...? ¿No será que...? ¿Y si olisquea lo que ha pasado...? ¡Maldito sea, el perro de los cojones...!

Y diciendo esto Fermín se levantó de un brinco y bajó al jardín como un rayo, y con las manos, escarbó como un poseso hasta sacar del hoyo el maltrecho cadáver del perrillo. Luego, lo miró con aversión y lo agarró por el rabo, y con movimientos de autómata enloquecido se giró de lado para voltearlo con el brazo en remolino y lanzarlo al jardín de los Cáñamo, los Caamaño, o como quiera que se llamen esos desgraciados...

Tristán, emulando el spútnik, voló alto, muy alto y fue a caer sobre la cabeza de Crápula a peso... ¡Catacroc! El golpe, cráneo contra cráneo, fue de escalofrío y la fiera aulló y salió corriendo, el rabo entre las patas, para refugiarse entre matojos y no dar señales de vida hasta que a la mañana siguiente apareció el mayor de los Cáñamo, Caamaño o como coño se llamen, descubrió el pastel y sin el mínimo reparo lo agarró de un manotazo y lo tiró al contenedor antes de irse a desayunar y olvidarse del asunto.

Tristán, el perrito volador minusválido, murió en el aire persiguiendo una ilusión de goma. Tuvo la virtud de despedirse a lo grande, en la cumbre de una voltereta sin igual. Y fue enterrado y desenterrado, y a la manera del Cid acabó para siempre con la fiereza de Crápula, que desde entonces no volvió a ladrar nunca más a mayor gozo del vecindario. Y aquí no acabó la cosa porque el último servicio del valiente Tristán fue alimentar las ratas del vertedero, siempre tan necesitadas.

A Tristán le echarían de menos dos o tres días, los mismos que pasarían antes de que llegara Isolda, una preciosa perrita setter con una salud de hierro. Y es que ya se sabe, muerto el perro..., ¡viva la perra!

jueves, 24 de junio de 2010

Men of good fortune (fragmentos de "Rodez", cuento)

«Benjamín, grandísimo hijo de puta... Es pensar en ti y se me alegra el día... ¿Quién lo hubiera dicho después de tanto tiempo...? Justamente ahora que apenas eras una pesadilla que de tarde en tarde escapaba del infierno para torturar alguna de mis noches, el destino ha querido que nuestras vidas vuelvan a cruzarse camino de Rodez. ¿Cuántas probabilidades había, de que algo así pudiera ocurrir...?»

Preámbulo

Dicen algunos que el destino no existe. Dicen, que eso del destino no es más que una patraña cultivada con esmero por mentes soñadoras o simplemente estúpidas. Los hay, incluso, que sostienen que todo se reduce a un puñado de argucias propias de embaucadores de toda clase y condición...
¿Qué creerán saber esos pobres ingenuos...? ¡Por supuesto que existe! Guste o no guste el destino está ahí, modulando a su antojo el día a día de la gente. Y no es cuestión de marear el asunto sino de rendirse a las evidencias... Los descreídos y los que dudan no saben lo que dicen.
El destino viene a ser..., como un juego. Ahora bien, se trata de un juego con algunas peculiaridades que lo hacen incomparable a cualquier otro. Para empezar es el único que vale la pena de ser jugado y el único, quieras o no, del no podrás escapar una vez comenzado. Funciona como un mecanismo de relojería cuyo desenlace depende de fuerzas que inciden sobre un péndulo que, en cierto modo, oscila a imagen y semejanza del célebre péndulo de Foucault. En ambos casos realidad y apariencia se confunden en demostración de un principio inapelable: el principio de la inercia. Esta y no otra, es la clave.
La inercia, en el supuesto foucaltiano, hace oscilar un péndulo suspendido a una determinada altura y mientras esto sucede la trayectoria del mismo va experimentando cambios paulatinos que son atribuidos a la rotación de la tierra. Un engaño de los sentidos porque a decir verdad es la tierra la que se mueve bajo el péndulo, cuya trayectoria por lo demás permanece siempre inalterable.
En nuestro juego sucede algo muy parecido; apariencia y realidad se confunden y permiten experimentar el espejismo del libre albedrío. Sin embargo y por cautivadores que puedan llegar a ser los espejismos jamás hay que perder de vista el principio de realidad, aquel que permite constatar que sólo hay un hecho incontrovertible en toda existencia humana y que no es otro que el de ser una tozuda trayectoria hacia la muerte. El resto es pura amenidad, puro artificio.
En el primer aliento de vida de cada individuo el destino da el empujón inicial al péndulo y a partir de ese momento la inercia se encarga de mantener su oscilación en una trayectoria tan invariable como fatalista. Todo lo demás..., todo lo que pueda suceder bajo su inexorable rotación carece de interés y sólo es relevante en apariencia.
Pero hay más, porque en este juego secular todo el mundo tiene asignado un papel de predador o de presa que es mantenido oculto en un sobre cerrado y a trasmano. Esto, justamente esto es lo que hace de este juego algo especial y único, porque nunca se sabe el rol que acabaremos representando unos y otros sobre el inmenso escenario que es la vida hasta que los hados, el azar o, llámese como se quiera..., se encarga de revelar tu naturaleza y ponerte cara a cara contigo mismo, con tu destino... Entonces, sólo entonces se te ofrecerá la oportunidad de abrir el sobre..., porque sólo entonces el juego comenzará de veras.

1

«Benjamín... Jodido Benjamín; aún puedo verte cruzando la carretera al trote para acercarte como un chucho agradecido. Sólo te faltó jadear...»

Nunca olvidaré la cara que pusiste verme después de casi seis años. Tampoco olvidaré lo patético de la situación y aquella desgarradora imagen tuya que, quien sabe si en otras circunstancias hubiera podido romperme el corazón...
Sí, recuerdo todos y cada uno de los detalles del encuentro como si el tiempo hubiese transcurrido en vano...
La alegría de saberte rescatado te hizo cruzar la carretera dando pequeños brincos; gesticulando como un bufoncillo de feria...
Sin embargo fue descubrir quién te ofrecía la mano y te paraste en seco echando la cara atrás, bruscamente, como si hubieras recibido una bofetada. Y no puedo negar que comprendí tu reacción, al menos hasta cierto punto…
Y te quedaste allí plantado, a un par de metros de mí, con la cabeza levemente torcida y la mandíbula descolgada. Sin duda preguntándote, ¿qué coño hace este por aquí, en el culo del mundo? Lo digo porque yo me había preguntado justamente lo mismo sólo media hora antes, al cruzarme por primera vez con tu coche.»
—Víctor Sis... te... lla..., ¿eres tú...?
—Ya lo ves amigo Benjamín, a los años mil vuelve la liebre a su cubil...
Pasada la sorpresa y la tensión de aquellos primeros instantes recuerdo que Benjamín y yo nos observamos durante un buen rato; él, inmóvil justo en medio de la carretera, tocado ya por el resplandor del alumbrado del coche y visiblemente consternado... Aún lo veo, mirándome con aquellos ojos de pez…
Dios..., ¿en qué estaría pensando el condenado? Me lo he preguntado tantas veces desde entonces... Sí, todavía puedo verlo... Aquel aspecto abatido, aquel desaliño... Todo él era una invitación al desaliento.
¡Y los brazos...! Aquellos brazos suyos de orangután colgando completamente rendidos a lado y lado de un torso a todas luces excesivo y vencido por las secuelas del accidente, por la sobreabundancia de kilos o por ambas cosas a la vez, ves a saber...
A contraluz, bajo el efecto del resplandor de las luces del coche, su estampa aparecía difusa y aun así no pasaba desapercibido el temblor de sus rodillas, insinuadas a través de los rotos de los pantalones, magulladas...
Sin embargo lo más estremecedor de aquélla espectral imagen era la mirada... Todavía la conservo grabada en la retina; entorno los ojos y puedo verla exactamente igual que en aquel instante... Había un brillo profundamente perturbador en ella...
Era obvio que aquel grotesco espantajo, que aquella ruina apenas tocada por la azulada aureola de los faros estaba muy lejos de ser el Benjamín que yo había conocido tiempo atrás; aquel cabrón sin alma cuya mezquindad debí sufrir a lo largo de cuatro largos años. Pero… ¿importaba eso en aquel momento? ¿Cambiaba algo las cosas...?
Por fortuna para él la carretera permanecía desierta; de otra manera lo habrían atropellado sin remedio porque ninguno de los dos hubiera movido un dedo para evitarlo, aunque eso sí, por razones radicalmente distintas: él estaba paralizado, como ausente y yo... Yo estaba encantado, ¡qué cojones!
No podría decir cuanto tiempo permanecimos en aquella extraña situación pero, para cuando quise darme cuenta el cielo había comenzado a abrirse por el horizonte, a la altura de Rodez. Aunque también es verdad que ya era demasiado tarde y sólo sirvió para dejar ver algunos retazos de estrellas aquí y allá sobre un fondo que a duras penas mantenía el recuerdo del azul.
El calabobos que todavía soportábamos, heredero de aquella lluvia torrencial, fantasmagórica, que menos de media hora antes había surgido del más negro y profundo abismo celestial para acentuar mis peores intenciones, cesó. Así, sin darnos cuenta. Y despachada la lluvia el primer aviso del mistral tardó menos de nada en meternos el frío en el cuerpo.
—Venga, hombre, acércate, no te quedes ahí plantado como una estaca...
—Pero, ¿qué haces tú por aquí...?
—Yo podría hacerte la misma pregunta Benjamín, pero anda, mejor lo dejamos por ahora.
Siguiendo mi costumbre aquel día había previsto hacer parada en Chez Manu para cenar pero, a la vista de las circunstancias decidí cambiar de planes. Por nada del mundo me habría presentado en casa de Luc en compañía de aquel desgraciado.
Un repentino y gélido golpe de viento me empujó a entrar en el coche a toda prisa y eso me dio la oportunidad de fijarme mejor en Benjamín, todavía a la intemperie y cargado de dudas. Pude observarlo entonces con la máxima atención y..., verlo en aquel infeliz estado..., tan desamparado, tan vulnerable..., me provocó una intensa e inexplicable explosión de felicidad, de alegría... De una alegría rara que nunca había experimentado antes.
Sí; me sentí fascinado, lo admito. Fue una sensación absorbente, cautivadora... Reconozco que disfruté como nunca viéndolo rodear el coche con aquella dolorosa parsimonia, apoyándose sobre el capó, a veces con ambas manos mientras arrastraba la pierna derecha…, lentamente hasta alcanzar por fin la puerta lateral delantera del mismo... Inolvidable.
¿Cómo borrar de mi mente aquella excitación perversa y dulce por igual? ¿Cómo...?
Verlo entrar en el coche y experimentar una agitación como nunca había sentido antes, fue todo una. Allí estaba, tembloroso, desvalido... Y no me había recuperado aún de aquella borrachera de felicidad cuando un latigazo confusamente sexual estalló en mi cabeza al ser testigo privilegiado de aquel suspiro espasmódico, casi enternecedor que dejó escapar al cerrar la puerta.
Aaah... ¡Míralo...! Arrugado, derrotado...
Aquel jodido instante sometió mis sentidos, exaltó mis más bajas pasiones y desarmó las escasas inhibiciones que aún hubieran podido atenazarme... En aquel momento pasó algo... No sé, algo inquietante emergió desde lo más profundo de mí mismo. Y me emborraché de satisfacción, de placer... Sí, de placer, de un placer nuevo y embriagador del que ya no podría prescindir en adelante.
El destino se había encargado de poner en mis manos al desgraciado que años atrás me había hecho la vida imposible, al hijo de puta que truncó unas expectativas profesionales tan prometedoras como legítimas y me servía en bandeja de plata la oportunidad de hacer tabula rasa. Después de tanto tiempo... de tanto sufrimiento.

2

Pronto hará seis años de todo aquello. Ocurrió a principios de noviembre en un día típico de otoño, en uno de aquellos días que tanto me agradan y que a menudo echo de menos. Ahora resol, ahora cubierto y ventoso... Los cambios fueron constantes hasta que a las cinco y media o poco más, un aluvión de nubarrones negros encapotó definitivamente el cielo haciendo que el crepúsculo fuese aún más fugaz de lo que ya es habitual en esa época del año.
Apenas había tráfico y a primera hora de la mañana la radio ya había pronosticado lluvias indiscriminadas por toda la región que no tardarían en llegar. La gente aquí cena pronto, demasiado pronto para mi gusto y todo hacía pensar que yo debía ser la única excepción a la bucólica y desapacible quietud de aquella tarde. Cuando menos eso llegué a pensar… Pero me equivocaba.
Lo vi nada más encarar la recta que corta en dos mitades la plana de Lagardère y me pareció que esperaba algo, o a alguien... Estaba de pie, junto a la cuneta y apoyaba el culo en la puerta de su BMW. Aquel culo enorme... Pude reconocerlo al instante pese al siglo que había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Y eso que el tiempo no había sido clemente con él... El cabrón estaba aún más gordo que por entonces.
Más tarde me explicaría que había reventado una rueda y no se vio con fuerzas para sustituirla por la de emergencia... Y es que cuando tienes una mierda por cerebro aunque dispongas de diez manos todas se te antojan zocatas... ¿Habrá estadísticas sobre esta clase de sujetos…? Debería haberlas.
Han sido tantas, las veces que he reflexionado sobre este asunto desde aquel día... Y aun así no sé qué puñetas pasó por mi cabeza en aquel momento.
Pero me alegro de lo que hice; volvería a repetirlo sin ningún género de duda y sin amago de pesar. Me dejé llevar por las circunstancias. Simplemente; eso es todo. Sentí el empujón de una fuerza irresistible, salvaje... como si un mar de odio hubiera liberado una gigantesca ola de rencor que quitó de en medio cualquier mecanismo de contención emocional para dar vía libre a la barbarie que llevo dentro..., que todos llevamos dentro.
Recuerdo que sonaba Hope en el reproductor y que subí el volumen mientras pisaba a fondo el acelerador. Con el aliento contenido y la vista clavada en aquel miserable, busqué la raya lateral y me enganché a ella como una lapa... Trrrrrraaac... El traqueteo seco y acelerado de los neumáticos al rodar sobre las estrías complementaba el ritmo brutal de los violonchelos, ofreciendo a mis intenciones un marco sonoro entre maquinal y ronco... Irresistible.
Y me negué a aflojar hasta no ver el miedo en su cara con toda claridad. Entonces..., entonces... trrrrrraaac... un volantazo y… ¡Aah...!
Pasé a su lado como una exhalación, casi rozándolo mientras él se aculaba contra su coche y manoteaba como un niño aterrorizado... Y se cagaba en mis muertos... Bueno, esto me lo imagino porque quisiera pensar que incluso las ratas conservan algún rastro de dignidad... Más tarde supe que no me reconoció.

3

«Jódete cabrón, y ojalá comience a llover a cántaros antes de que muevas a compasión a alguna alma caritativa y se pare a recogerte».

Exultante de satisfacción continué mi camino durante cuatro o cinco kilómetros más, gozando de aquel soplo de gloria con el gesto despavorido de aquél calamidad impreso en mi cabeza... Pero nada, poco más tarde, cuando ya comenzaba a olvidarme de aquella estúpida chiquillada y me centraba en otros asuntos, aquella media sonrisa, aquella fugaz complacencia, dieron paso a una explosiva revelación que habría de cambiar el rumbo de mi vida.
En aquel preciso instante, alentado por cincuenta embriagadores decibelios de Kaamos, se reveló ante mí algo más que una simple expectativa: era la ocasión de cerrar de una vez para siempre una vieja y dolorosa herida.
Noté que mis ojos se iluminaban…, que el alma me daba un vuelco... Y desde aquel día la música de Apocalyptica tiene un plus especial; con solo escuchar unos acordes se me eriza el vello de la nuca.
¿Por qué no? me pregunté una, varias veces. Sí, ¿por qué no? Ya hacía un buen rato que aparte de Benjamín, nadie, absolutamente nadie se había cruzado en mi camino… La necesidad de reflexionar sin distracciones me aconsejó hacer un alto en la cuneta.
Pensativo, con las manos sobre el volante, fijé entonces la mirada en las primeras casas de Laissac a tan sólo cuatro pasos de allí, y al instante, como flashes hirientes, estallaron en mi mente las imágenes de aquel hijo de puta haciéndome la vida imposible y, ¡dios! el ensañamiento con el que se empleaba hasta conseguir su propósito. Rememoré uno tras otro algunos de los peores momentos que recuerdo y el corazón se me encogió exactamente igual que en aquella desafortunada época, cuando debía conformarme con ser su víctima...
No se salió con la suya y no me echaron del bufete, pero entonces se volcó en boicotear mi trabajo, en ningunearlo hasta la náusea... No perdía oportunidad para difamarme el muy cabrón, y no dejó de ponerme palos en las ruedas hasta que no me quedó más remedio que largarme y despabilar por mi cuenta. Y es verdad que no me arrepiento, pero al marcharme juré que algún día me las pagaría.
Y mira... ¡Mira por dónde! El destino acababa de ponerlo en mi camino justamente allí y en aquel momento preciso...
Todo se aclaraba, todo parecía cobrar sentido. ¡Todas las piezas encajaban...!
A la mierda, me dije. Y puse en marcha el motor resuelto a volver… Ya lo creo que volví…

4

Antes, justo antes de dar media vuelta para saldar cuentas con aquel cabrón empezó a llover… Cuatro gotas que casi llegué a agradecer. Pero para cuando caí en la cuenta me encontré metido de lleno en medio de una tempestad de agua y viento y de tal calibre, que el diluvio bíblico habría palidecido a su lado.
¡Rediós...! La maldita lluvia llegó a ser tan intensa que hizo inservible la luz de carretera y la visibilidad con la corta y los antiniebla se redujo prácticamente a cero… Era completamente imposible distinguir nada a más de tres o cuatro metros por delante. Y aún era peor por detrás debido a la nube de polvo de agua que levantaban los neumáticos.
Con todo, las ganas de encontrarme con él para ajustar cuentas me hacían ir deprisa, muy deprisa, con menosprecio absoluto del riesgo que entrañaba… Pero me daba igual. Quería imaginármelo refugiado en su coche, asustado, repodrido; esperando una asistencia mecánica que no llegaba...
Un repentino roce sordo por el costado derecho del coche me hizo frenar y me obligó a mirar instintivamente por el retrovisor. Me pareció que alguna cosa buscaba refugio entre el herbazal de la cuneta. Tal vez un perro, por el gemido; o quizá un jabalí… Lo cierto es que reduje la velocidad hasta casi parar con la intención de ver de qué se trataba, pero la cortina de agua y la oscuridad sobrevenida me impedían ver nada más allá de mis narices. Y después de todo, pensé, no hay bicho que valga ni un minuto de mi tiempo.
Continué mi búsqueda y sólo un par de kilómetros más abajo localicé por fin el BMW de Benjamín. Lo dejé rápidamente atrás apretando el acelerador y no fue hasta quedar totalmente fuera de su alcance visual, al final ya de la recta, que no decidí levantar el pie y volver sobre mis pasos. Antes, sin embargo, tuve la precaución de apagar el alumbrado durante unos segundos; por si acaso.
Al acercarme de nuevo hice un par de ráfagas y frené suavemente hasta situarme unos metros detrás de su coche. Dejé el motor en marcha y las luces cortas y los pilotos de emergencia encendidos, y antes de salir busqué la linterna en la guantera. Y con ella en la mano me quedé sentado, totalmente inmóvil durante unos instantes, como esperando que la lluvia aplacase su furia... ¡Tonto del culo!
Un minuto más tarde y completamente resignado ante lo imposible, me armé de valor y con el cuello hundido entre los hombros salté a la intemperie. Lo primero que se me ocurrió fue ir a comprobar el flanco derecho de mi propio coche y por suerte allá no había señal alguna del empujón al jodido bicho. Después, más tranquilo ya pero también a toda prisa, me acerqué al suyo.
La sorpresa fue mayúscula: estaba cerrado a cal y canto y dentro no había nadie...
Caminé una veintena de metros bajo aquel temporal mirando aquí y allí, confuso, desconcertado, pero enseguida regresé para rodear su coche por segunda vez y escrutar nuevamente por las ventanillas. Quería encontrar alguna pista, algo que me revelase el porqué de aquella incógnita pero la falta de claridad y sobre todo aquella maldita lluvia hacían inútil cualquier esfuerzo.
Sorprendido, un poco alarmado y por encima de todo calado hasta los huesos, busqué refugio en mi automóvil. ¿Qué coño había pasado allí? Conocía muy bien aquella carretera y no recordaba nada por las cercanías, que pudiese servir de abrigo a nadie…
«¿Dónde se habrá metido este capullo, con la que está cayendo? No lo entiendo porque en estas circunstancias y si no tienes dónde ir, ¿qué mejor que tu propio coche…? Lo habrá socorrido alguien, supongo... Pero yo no he visto a nadie desde que nos cruzamos. Ni de bajada ni de subida… Entonces debería suponer que alguien que venía detrás de mí lo ha recogido y… ¿Y se ha vuelto por dónde había venido...? ¿Así, sin más? Eso es improbable, estúpido incluso, porque desde aquí hasta  Sévérac-le-Château no hay menos de veinte kilómetros y de camino sólo te encuentras un par o tres de puebluchos sin interés ni servicio alguno. Llegados hasta aquí lo más lógico cuando se viene de Sévérac-le-Château es continuar hasta Rodez, que está mucho más cerca. Y para más abundamiento la asistencia en carretera sólo puede venir de Rodez precisamente, de manera que yo me habría dado cuenta... Con este tiempo o te quedas en el coche o... Hostia, hostia, hostia... ¡No me jodas! Y sí... ¿Y si aquello no era precisamente un perro...?»

5

«...Debí pensarlo desde el primer momento... ¡Seguro que era él! Con aquel tiempo de mierda ¿quién si no, hubiera podido cometer una imprudencia tan grave...?»

Dudaba; pensé que si efectivamente se trataba de aquél idiota, tal vez había tenido tiempo de ver mi coche... Pero apenas había luz natural y además, bajo aquella condenada lluvia eso hubiera sido poco menos que imposible. ¡Fuera pues! Descarté rápidamente la idea y después de rumiarlo unos segundos decidí volver al escenario del accidente. Algo, no sé exactamente qué, me impulsaba a volver para comprobar qué puñetas había pasado allí; era absolutamente necesario, imperativo.
La cuestión era: ¿había atropellado a Benjamín...? Pero si no era así y lo que a fin de cuentas atropellé fue una alimaña como en un principio pensé, entonces..., ¿dónde se había metido aquel gilipollas?
Inicié la búsqueda circulando muy despacio, extremando al máximo la cautela y con los ojos bien abiertos para poder localizar el punto donde tuvo lugar el tropiezo; para no pasar de largo en definitiva.
Y es que la cosa estaba clara... No podía largarme con la duda, cómo si allí no hubiera sucedido nada. Debía verificar o descartar lo que hasta ese momento era una simple sospecha. Pero lo cierto es que iba a tientas y necesitaba alguna referencia, algo que me situase en medio de aquel galimatías... Entonces recordé que al frenar tras del atropello y mirar por el retrovisor, me pareció ver un panel informativo verde. Aunque tampoco estaba demasiado seguro… El atropello… Pero si sólo lo rocé... ¡Apenas eso!
Por fortuna la carretera continuaba absolutamente desierta y no había cubierto aún ni un kilómetro de busca cuando la lluvia —otra vez la mano del destino— cedió súbitamente en su furia hasta quedar en una inofensiva llovizna. E inmediatamente después, como si un maestro titiritero manejara el tempo de la acción oculto tras las bambalinas, un fuerte viento de tramontana limpió el cielo, que pasó del gris carbón al gris a secas. Y si bien es verdad que la visibilidad apenas mejoró, lo cierto es que a partir de aquel momento la situación mejoró y las cosas resultaron bastante más fáciles.
Todavía me cuesta entender porque suspiré de alivio cuando pocos minutos más tarde pude localizarlo medio-oculto en la penumbra, porque encontrarlo y confirmar mis sospechas venía a ser lo mismo.
Allí estaba... Por fin… Caminando vacilante a no más de un centenar de metros del panel informativo que recordaba...
No sé qué podía esperar yo en realidad pero al poco de verlo no pude evitar que me invadiera una profunda decepción. ¿Es que tal vez..., hubiera preferido encontrarlo muerto...?
He pensado largamente en esta posibilidad y no, no podía tratase de eso porque la última ratio de la venganza consiste en ser un acto consciente de voluntad en primer lugar, y en ser fuente o causa directa de infortunio, además.  De lo que no había duda es que este no era el caso porque allí fallaba la primera premisa.
No sé; a veces pienso que el desencanto me lo provocó descubrir que las cosas iban a ser demasiado fáciles porque la presa estaba ya vencida de antemano. Sí...; posiblemente fue eso.

6

El resplandor de las luces hizo que Benjamín se girara excitado y comenzara a hacer aspavientos nerviosos con un brazo. Era obvio que se alegraba, pero el muy lerdo no tuvo otra ocurrencia que demostrarlo brincando todo lo torpemente que pudo, ofreciendo una imagen cómica y patética a la vez. Dios mío…, ¡parecía un espantapájaros! Avancé suavemente, sin perderlo de vista en ningún momento hasta detenerme poco antes de llegar a su altura, al otro lado de la carretera; y con los faros encendidos y los pilotos de emergencia parpadeando salí del coche con la primera intención de socorrerlo... Pero me quedé plantado junto a la puerta sin saber porqué…
En aquel momento crucial de mi vida aún ignoraba que la venganza..., no el anhelo de venganza ni tampoco la causa que le sirve de alimento sino el hecho vengativo en sí..., puede llegar a ser el catalizador de un complejo proceso de transformación que se produce sólo en contadas ocasiones y que exige algo más que determinación en todo aquél que lo experimenta. Aquella pulsión fue sólo el primer paso de un camino difícil, retorcido, que no todo el mundo está en situación de poder recorrer hasta el final. Sin embargo, en aquel instante y con Benjamín mudo y cabizbajo delante de mí, aún estaba lejos de sospechar hasta dónde podría llevarme.
Y no fue una lucha fácil, no. No olvido las dudas, las objeciones morales, los temores que se abalanzaron sobre mí como bestias salvajes con el único propósito de apocarme, de debilitar mi ansia de venganza, de emborronarla en definitiva...
Pero al fin vencí a los demonios interiores, aquéllos que se nutren con lo mejor de tu dignidad y que no cesan de roer los cimientos de tu orgullo hasta conseguir demolerlo por completo. Era mi derecho, un derecho natural, genuino...
Aquello me abrió los ojos de una sacudida; descubrí que hay romper con todos y cada uno de los estándares morales perversos que como una pesada losa, aplastan la libertad de los individuos. ¡Absolutamente con todos!
Se nos ha educado secularmente para soportar con docilidad los pisotones de los poderosos, sus escupitajos; para tolerar sumisamente los abusos y el daño que nos infringen día sí y día también; para aceptar con resignación las crueldades más salvajes ya sea en cabeza ajena o en costillar propio, que lo mismo da. La resignación..., esa criminal entelequia que algunos interesados adjetivan de las más variadas formas, ¿qué es en realidad, sino el narcótico de la conciencia de los débiles, el veneno de su dignidad?
Desde la más tierna infancia no dejan de estrujarnos el cerebro sin misericordia y no cesan de pervertirnos la razón hasta conseguir que ofrezcamos sistemáticamente la otra mejilla. Y es que no les basta con clavárnosla hasta la empuñadura..., además exigen que perdonemos primero y que olvidemos después.
Perdonar, sí señor, ésta es la palabra, la idea taumatúrgica, el engaño cósmico. Pon la otra mejilla chico..., te cuchichean al oído una y mil veces los santones del orden instituido, aquellas almas miserables en cuyas manos confían tu educación cuando eres niño. Y si dejas de hacer caso porque la vida se ha encargado ya de mostrarte el camino y has aprendido a correr como un perro apaleado que huye con sólo ver la zapatilla, no te preocupes, tampoco pasa nada porque el tiempo lo cura todo. El tiempo, claro; el tiempo…
Cuatro años de tortura bajo la bota de aquel cabrón y seis años de amargo resentimiento, de rencor, a veces de locura... Demasiado tiempo. Demasiada amargura. ¿Debía renunciar a aquella oportunidad, así, simplemente por las buenas…? ¿Para acallar la conciencia de quién? ¿La mía...? Y yo me pregunto… ¿qué es mi conciencia, sino mi conveniencia?
La impunidad; ésta es la piedra angular sobre la que se construye cualquier sistema de relaciones sociales en nuestros días; de relaciones verticales en realidad. La fortaleza y el éxito social de los individuos se miden por su capacidad para transgredir los códigos y salir impunes, airosos. ¡Siempre triunfantes!
Los miserables, los llamados pobres de espíritu, los mansos, los que lloran y los que tienen hambre... aquella legión de bienaventurados para quienes el botarate de Mateo reclamaba ni más ni menos que el reino de los cielos, no tienen posibilidad alguna de salir adelante. Y menos aún de vivir con dignidad o de conocer siquiera lo que eso significa. Son meras piezas sin valor, peones en el gran juego de la vida al servicio de torres y alfiles... Y todos ellos prescindibles a capricho de la reina. Eso sí, todos buenos cristianos..., por si las moscas.
Bueno... ¿Y qué decir del hijo de puta que empapaba el asiento y las alfombrillas del mi Audi...? Pues que no era más un triste caballo en mis manos, un caballo negro desamparado cuando allí y en aquel glorioso momento yo era la poderosa reina blanca. Un caballo... ¿Qué digo? Una mula calva con un culo descomunal...

7

Era mi derecho; haría un uso legítimo y en mi pequeño universo las cosas volverían por fin a su lugar. El destino había querido que la inercia vital de Benjamín se desvaneciera esa misma noche. Las reglas del juego son así y, cómo decíamos al principio, ¿qué razón hay para darle más vueltas al asunto? Muchas veces, que las obras más importantes no queden empantanadas depende de una minúscula esquirla en el zapato del más insignificante de los jornaleros.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Gente que te cagas (cuento?)


Wenceslao tiene la culpa. No le deis más vueltas al asunto porque es perder el tiempo. Él, justamente él estuvo un buen rato junto al banco donde la vieron por última vez. Él estaba allí mientras esperaba el autobús; me lo dijo el propio Wenceslao. Me dijo que la niña jugaba en el banco con el osito de trapo, el osito que encontraron en la papelera... Ya sabéis... el osito. El muy cabrón la vio sola y no hizo nada. Llegó su autobús y hala... Sí, me lo comentó él mismo, el propio Wenceslao y me lo soltó como si hiciera una gracia. Ya os digo, la vio y no hizo nada...

Sí... para mí un café con leche y un croissant... Y con la leche muy cliente por favor...  Como si hiciera una gracia, ¿podéis creerlo? Yo no puedo con la gente así. Los tipos como Wenceslao me revientan; es que no los soporto...

¿A estas horas y pides una cerveza...? Pero hombre, Jaime... En fin, tú mismo... Aquella mañana supe que pasaba algo nada más verlo entrar. Con verlo tuve bastante. Tenía esa cara..., esa sonrisita... Bueno, ¿que os voy a explicar a vosotros...? Sabéis muy bien lo que quiero decir. Todo el mundo conoce la cara que pone Wenceslao cuando la caga, ¿verdad? Estoy seguro que en cuanto lo sepa la policía lo interrogarán. Es cuestión de tiempo. Sé muy bien de lo que hablo. Eso si no lo detienen porque lo de Wenceslao no tiene nombre.

Porque..., vamos a ver... ¿Qué hubiera hecho cualquiera de nosotros si se encuentra con una cosa así? ¿Eh...? ¿Tengo o no tengo razón...? Pero es que la gente es la hostia; nadie mueve un dedo si no es en su propio beneficio, ¡nadie! ¿No os pasa lo mismo a vosotros...? ¿No sentís vergüenza ajena...?

¡Joder, que asco! ¡Esto está tibio...! ¡Camarero...! Por favor... Es el café con leche...; lo he pedido muy caliente y está templado. Me gusta muy caliente, ¿lo podrían calentar un poco, por favor? Gracias...

A ver; yo me pregunto... ¿Cómo pudo estar junto a la niña y no hacer nada? Porque la cosa estaba muy clara. Imaginaos que sois vosotros, los que os encontráis en aquella situación..., ¿qué hacéis, eh? ¿Qué hacéis...?

No Andrés, no digas nada, es una pregunta retórica, tío. Es cómo afirmar algo, Andrés; se dice así porque sabes que los que te escuchan están más o menos en tu onda. ¡Que te entienden, vaya...! Bueno, calla y déjame acabar... ¿Por dónde iba...? Ah, sí, ya sé...

Ahora todo el mundo piensa en la madre de la niña. Que si fue negligente, que si patatín, que si patatán... Yo soy padre; y tú, y tú también... Tú no, Andrés, pero en cuanto lo seas sabrás de lo que hablo.

¿Es que vosotros no habéis perdido de vista a vuestros hijos alguna vez cuando los lleváis de paseo? En el parque, por ejemplo... ¿No os ha pasado alguna vez que levantáis los ojos del periódico y veis que vuestro hijo se ha salido del corralito? Es que hay que ver cómo son esos cabroncillos; no se están quietos ni un momento. Hay que estar en ellos, claro, pero lo hagas como lo hagas alguna vez se te escabullen. Son como anguilas, ¿tengo o no tengo razón?

Ahora todo el mundo apunta a la madre. Es lo más fácil, lo más cómodo, pero nadie piensa que la pobre ya tiene su calvario. Señalarla con el dedo es injusto. ¿La habéis visto por televisión? Habéis visto cómo lloraba, la desdichada? Ponía los pelos de punta...

Aunque..., si lo miras bien... También es verdad que esta gente... Porque la madre es rumana, ¿verdad? Yo no soy racista, que conste, pero todo el mundo sabe que no te puedes fiar de los rumanos; a la que pueden te la juegan. Son como gitanos. Vamos, ¡es que son gitanos!

Esa gente tiene otros valores; no han tenido una educación... De acuerdo, de auerdo...; la madre tenía que cuidar otros tres hijos pequeños, pero... ¿Y el padre, eh...? ¿Dónde estaba el padre mientras su hija se extraviaba y caía en las manos de esos pedófilos, o de lo que sea que le haya podido pasar a la pobre niñita? ¡Hombreee!

Es que ya no sé donde iremos a parar con tanto maricón suelto y tanto pedófilo por las calles. Vamos a tener que llevar amarrados a nuestros hijos y ni así estarán nunca seguros. ¿Dónde está la policía cuando la necesitas, dónde...? Se pasan el día poniéndote multas en lugar de perseguir a los delincuentes como es su obligación.

Y es que en estos últimos años nos está llegando una gente que te cagas... Las carreteras llenas de putas y hay barrios dónde ya no puedes ni acercarte con tanto moro y tanto negro. Y ahora, además, los chinos... ¿Y qué me decís de todos esos indios cabezones y retacos que nos llegan de Bolivia o de Colombia, o ves a saber de dónde...?

La culpa la tiene el Gobierno, que no hace nada. Y es que este país ya no es serio. Dicen que no podemos estirar más el brazo que la manga, que la Seguridad Social se arruina... Y mientras tanto venga a llegar gente y el Gobierno mirando hacia otro lado. Y en cuanto llegan, no falla, ¡todos al médico! ¿Habéis visto cómo están la consultas en los ambulatorios? ¿Lo habéis visto...? Y es que ya no puedes ni ponerte enfermo. Vas el médico y la consulta está llena de marroquíes y sudacas. ¡Sieeempre están enfermos! ¿Os habéis dado cuenta? Siempre enfermos. Claro; ¿así cómo queréis que la Seguridad Social aguante...?

Y mirad, mirad los colegios... Allí dónde hay emigrantes la educación se va a la mierda y los padres tenemos que sacar a nuestros hijos si queremos que reciban una educación como Dios manda. Todo se va a la mierda y el Gobierno de brazos cruzados. ¡Mierda de Gobierno!

Pero..., ¿no es Wenceslao, el que acaba de entrar? ¡Joder, son casi las diez...! Me vais a tener que perdonar pero es que debo acabar un asunto antes de las once y se me hace tarde. Oye Jaime, majo, págame el café y hacemos cuentas arriba, ¿vale? Hazme ese favor hombre. Venga; hasta luego. Ya me diréis algo para ir a comer.

viernes, 30 de octubre de 2009

Aurora, a pesar de todo (cuento)


Pasadas las diez y media de la noche y completamente agotada, Aurora abandona la escuela municipal dónde cada día cumple media jornada laboral como limpiadora. Aunque trabaja en este centro desde hace varios años, Aurora no es empleada municipal; lo es de una empresa de servicios subcontratada por otra empresa de servicios cuya gerente no es otra que la mujer del concejal de participación ciudadana del Ayuntamiento. Por las mañanas hace algunas casas y por la tarde la escuela. Esa y poco más es su vida y entre todo apenas llega a los mil euros a final de mes.

Aurora es medio gitana y al ser hija de paya nunca le hicieron mucho caso ni unos, ni otros. Tiene ya 46 años aunque aparenta bastantes más y hace una eternidad que se encuentra sola; su hombre la dejó por otra cuando no había cumplido aún los 25. Con la depresión que siguió al abandono perdió más de treinta quilos, pero ni por estas volvió su Ramón del alma, del que no ha vuelto a saber nada desde entonces. A pesar de todo en el corazón de Aurora nunca hubo hueco para otro ni pensamiento que no fuera para él. Ni en su cama…, donde cada noche ahoga su soledad en lágrimas hasta rendirse al sueño de puro agotamiento. Aurora..., las fantasías más humildes y las más profundas amarguras te acunan hasta el alba sin que tú lo sepas.

Aurora tiene un hijo, Jonás, Jonasito de su vida, que hace mucho tiempo que la ignora; 27 años tiene el chico y está como todos los jóvenes del barrio: sin trabajo y sin expectativas. De hecho, Jonasito no ha trabajado nunca más allá de dos meses seguidos. Es un chico particular, Jonasito; le cuesta adaptarse y no tolera estar entre cuatro paredes: se ahoga. Ha intentado trabajar en la construcción, lo ha intentado pero es muy duro y la disciplina nunca fue lo suyo. Ni la paciencia. El muchacho no suele aparecer por casa sino de vez en cuando y además tiene por costumbre entrar y salir a deshoras, de forma que su madre ni siquiera tiene ocasión de verlo si no es durante un suspiro y siempre, qué le vamos a hacer, para soltarle algunos euros que Jonás, pobre chico, suele agradecer con un, “¿y qué quieres que haga yo con esto?” Pero no hay problema porque Jonasito se busca la vida y no parece que la penuria de su madre le afecte lo más mínimo.

Las once a punto de caer y Aurora camina de vuelta a casa con paso lento y cansino; las plantas de los pies ardiendo y las piernas hinchadas, su pan de cada día. Y la mente…, abatida, emborronada, ausente... Aurora, corazón vacante, ojos azules, hermosos y siempre brillantes. A este paso no llegarás antes de media hora pero, qué importa: nadie te espera. En cuanto pongas el pie en casa encenderás la estufa de butano, luego abrirás una lata de atún o quizá aproveches los restos de la verdura de ayer; después te sentarás sonámbula ante la tele. El ritual antes del vaso de leche y la cama. Aurora...

Ya falta poco... Aurora ha dejado atrás la Devesa e inicia la travesía del puente sobre el Ter. El camino ahora está despejado y a lo lejos puede ver el edificio de seis plantas del Patronato, donde vive hace más de quince años. Las noches de invierno siempre sopla un aire frío y cortante por aquí y hoy no es la excepción; los coches son escasos, huidizos, fantasmales... La desolación se deja notar en este lugar más que en ningún otro rincón de la ciudad y Aurora camina cada vez más lentamente hasta detenerse por fin a medio camino sobre el puente. ¿Estás cansada, verdad...?

Pero no, Aurora no está cansada sino harta y harta se girará cara al viento y apoyará los codos en la barandilla y se llevará las manos primero a la frente y después a los ojos y... El tiempo de un callado lamento antes de encaramarse por la baranda y precipitarse puente abajo. Pero el golpe no será fatal; se romperá el cuello e inconsciente y malherida acabará ahogándose de madrugada en las raquíticas aguas del río. Nadie, ni en el trabajo ni en casa la va a echar en falta y semioculta entre agua turbia y maleza su cuerpo probablemente no sea descubierto hasta pasados varios días. Pero, ¿qué más da? Es el sueño eterno, Aurora, y hay que aprovecharlo.