«Benjamín, grandísimo hijo de puta... Es pensar en ti y se me alegra el día... ¿Quién lo hubiera dicho después de tanto tiempo...? Justamente ahora que apenas eras una pesadilla que de tarde en tarde escapaba del infierno para torturar alguna de mis noches, el destino ha querido que nuestras vidas vuelvan a cruzarse camino de Rodez. ¿Cuántas probabilidades había, de que algo así pudiera ocurrir...?»
Preámbulo
Dicen algunos que el destino no existe. Dicen, que eso del destino no es más que una patraña cultivada con esmero por mentes soñadoras o simplemente estúpidas. Los hay, incluso, que sostienen que todo se reduce a un puñado de argucias propias de embaucadores de toda clase y condición...
¿Qué creerán saber esos pobres ingenuos...? ¡Por supuesto que existe! Guste o no guste el destino está ahí, modulando a su antojo el día a día de la gente. Y no es cuestión de marear el asunto sino de rendirse a las evidencias... Los descreídos y los que dudan no saben lo que dicen.
El destino viene a ser..., como un juego. Ahora bien, se trata de un juego con algunas peculiaridades que lo hacen incomparable a cualquier otro. Para empezar es el único que vale la pena de ser jugado y el único, quieras o no, del no podrás escapar una vez comenzado. Funciona como un mecanismo de relojería cuyo desenlace depende de fuerzas que inciden sobre un péndulo que, en cierto modo, oscila a imagen y semejanza del célebre péndulo de Foucault. En ambos casos realidad y apariencia se confunden en demostración de un principio inapelable: el principio de la inercia. Esta y no otra, es la clave.
La inercia, en el supuesto foucaltiano, hace oscilar un péndulo suspendido a una determinada altura y mientras esto sucede la trayectoria del mismo va experimentando cambios paulatinos que son atribuidos a la rotación de la tierra. Un engaño de los sentidos porque a decir verdad es la tierra la que se mueve bajo el péndulo, cuya trayectoria por lo demás permanece siempre inalterable.
En nuestro juego sucede algo muy parecido; apariencia y realidad se confunden y permiten experimentar el espejismo del libre albedrío. Sin embargo y por cautivadores que puedan llegar a ser los espejismos jamás hay que perder de vista el principio de realidad, aquel que permite constatar que sólo hay un hecho incontrovertible en toda existencia humana y que no es otro que el de ser una tozuda trayectoria hacia la muerte. El resto es pura amenidad, puro artificio.
En el primer aliento de vida de cada individuo el destino da el empujón inicial al péndulo y a partir de ese momento la inercia se encarga de mantener su oscilación en una trayectoria tan invariable como fatalista. Todo lo demás..., todo lo que pueda suceder bajo su inexorable rotación carece de interés y sólo es relevante en apariencia.
Pero hay más, porque en este juego secular todo el mundo tiene asignado un papel de predador o de presa que es mantenido oculto en un sobre cerrado y a trasmano. Esto, justamente esto es lo que hace de este juego algo especial y único, porque nunca se sabe el rol que acabaremos representando unos y otros sobre el inmenso escenario que es la vida hasta que los hados, el azar o, llámese como se quiera..., se encarga de revelar tu naturaleza y ponerte cara a cara contigo mismo, con tu destino... Entonces, sólo entonces se te ofrecerá la oportunidad de abrir el sobre..., porque sólo entonces el juego comenzará de veras.
1
«Benjamín... Jodido Benjamín; aún puedo verte cruzando la carretera al trote para acercarte como un chucho agradecido. Sólo te faltó jadear...»
Nunca olvidaré la cara que pusiste verme después de casi seis años. Tampoco olvidaré lo patético de la situación y aquella desgarradora imagen tuya que, quien sabe si en otras circunstancias hubiera podido romperme el corazón...
Sí, recuerdo todos y cada uno de los detalles del encuentro como si el tiempo hubiese transcurrido en vano...
La alegría de saberte rescatado te hizo cruzar la carretera dando pequeños brincos; gesticulando como un bufoncillo de feria...
Sin embargo fue descubrir quién te ofrecía la mano y te paraste en seco echando la cara atrás, bruscamente, como si hubieras recibido una bofetada. Y no puedo negar que comprendí tu reacción, al menos hasta cierto punto…
Y te quedaste allí plantado, a un par de metros de mí, con la cabeza levemente torcida y la mandíbula descolgada. Sin duda preguntándote, ¿qué coño hace este por aquí, en el culo del mundo? Lo digo porque yo me había preguntado justamente lo mismo sólo media hora antes, al cruzarme por primera vez con tu coche.»
—Víctor Sis... te... lla..., ¿eres tú...?
—Ya lo ves amigo Benjamín, a los años mil vuelve la liebre a su cubil...
Pasada la sorpresa y la tensión de aquellos primeros instantes recuerdo que Benjamín y yo nos observamos durante un buen rato; él, inmóvil justo en medio de la carretera, tocado ya por el resplandor del alumbrado del coche y visiblemente consternado... Aún lo veo, mirándome con aquellos ojos de pez…
Dios..., ¿en qué estaría pensando el condenado? Me lo he preguntado tantas veces desde entonces... Sí, todavía puedo verlo... Aquel aspecto abatido, aquel desaliño... Todo él era una invitación al desaliento.
¡Y los brazos...! Aquellos brazos suyos de orangután colgando completamente rendidos a lado y lado de un torso a todas luces excesivo y vencido por las secuelas del accidente, por la sobreabundancia de kilos o por ambas cosas a la vez, ves a saber...
A contraluz, bajo el efecto del resplandor de las luces del coche, su estampa aparecía difusa y aun así no pasaba desapercibido el temblor de sus rodillas, insinuadas a través de los rotos de los pantalones, magulladas...
Sin embargo lo más estremecedor de aquélla espectral imagen era la mirada... Todavía la conservo grabada en la retina; entorno los ojos y puedo verla exactamente igual que en aquel instante... Había un brillo profundamente perturbador en ella...
Era obvio que aquel grotesco espantajo, que aquella ruina apenas tocada por la azulada aureola de los faros estaba muy lejos de ser el Benjamín que yo había conocido tiempo atrás; aquel cabrón sin alma cuya mezquindad debí sufrir a lo largo de cuatro largos años. Pero… ¿importaba eso en aquel momento? ¿Cambiaba algo las cosas...?
Por fortuna para él la carretera permanecía desierta; de otra manera lo habrían atropellado sin remedio porque ninguno de los dos hubiera movido un dedo para evitarlo, aunque eso sí, por razones radicalmente distintas: él estaba paralizado, como ausente y yo... Yo estaba encantado, ¡qué cojones!
No podría decir cuanto tiempo permanecimos en aquella extraña situación pero, para cuando quise darme cuenta el cielo había comenzado a abrirse por el horizonte, a la altura de Rodez. Aunque también es verdad que ya era demasiado tarde y sólo sirvió para dejar ver algunos retazos de estrellas aquí y allá sobre un fondo que a duras penas mantenía el recuerdo del azul.
El calabobos que todavía soportábamos, heredero de aquella lluvia torrencial, fantasmagórica, que menos de media hora antes había surgido del más negro y profundo abismo celestial para acentuar mis peores intenciones, cesó. Así, sin darnos cuenta. Y despachada la lluvia el primer aviso del mistral tardó menos de nada en meternos el frío en el cuerpo.
—Venga, hombre, acércate, no te quedes ahí plantado como una estaca...
—Pero, ¿qué haces tú por aquí...?
—Yo podría hacerte la misma pregunta Benjamín, pero anda, mejor lo dejamos por ahora.
Siguiendo mi costumbre aquel día había previsto hacer parada en Chez Manu para cenar pero, a la vista de las circunstancias decidí cambiar de planes. Por nada del mundo me habría presentado en casa de Luc en compañía de aquel desgraciado.
Un repentino y gélido golpe de viento me empujó a entrar en el coche a toda prisa y eso me dio la oportunidad de fijarme mejor en Benjamín, todavía a la intemperie y cargado de dudas. Pude observarlo entonces con la máxima atención y..., verlo en aquel infeliz estado..., tan desamparado, tan vulnerable..., me provocó una intensa e inexplicable explosión de felicidad, de alegría... De una alegría rara que nunca había experimentado antes.
Sí; me sentí fascinado, lo admito. Fue una sensación absorbente, cautivadora... Reconozco que disfruté como nunca viéndolo rodear el coche con aquella dolorosa parsimonia, apoyándose sobre el capó, a veces con ambas manos mientras arrastraba la pierna derecha…, lentamente hasta alcanzar por fin la puerta lateral delantera del mismo... Inolvidable.
¿Cómo borrar de mi mente aquella excitación perversa y dulce por igual? ¿Cómo...?
Verlo entrar en el coche y experimentar una agitación como nunca había sentido antes, fue todo una. Allí estaba, tembloroso, desvalido... Y no me había recuperado aún de aquella borrachera de felicidad cuando un latigazo confusamente sexual estalló en mi cabeza al ser testigo privilegiado de aquel suspiro espasmódico, casi enternecedor que dejó escapar al cerrar la puerta.
Aaah... ¡Míralo...! Arrugado, derrotado...
Aquel jodido instante sometió mis sentidos, exaltó mis más bajas pasiones y desarmó las escasas inhibiciones que aún hubieran podido atenazarme... En aquel momento pasó algo... No sé, algo inquietante emergió desde lo más profundo de mí mismo. Y me emborraché de satisfacción, de placer... Sí, de placer, de un placer nuevo y embriagador del que ya no podría prescindir en adelante.
El destino se había encargado de poner en mis manos al desgraciado que años atrás me había hecho la vida imposible, al hijo de puta que truncó unas expectativas profesionales tan prometedoras como legítimas y me servía en bandeja de plata la oportunidad de hacer tabula rasa. Después de tanto tiempo... de tanto sufrimiento.
2
Pronto hará seis años de todo aquello. Ocurrió a principios de noviembre en un día típico de otoño, en uno de aquellos días que tanto me agradan y que a menudo echo de menos. Ahora resol, ahora cubierto y ventoso... Los cambios fueron constantes hasta que a las cinco y media o poco más, un aluvión de nubarrones negros encapotó definitivamente el cielo haciendo que el crepúsculo fuese aún más fugaz de lo que ya es habitual en esa época del año.
Apenas había tráfico y a primera hora de la mañana la radio ya había pronosticado lluvias indiscriminadas por toda la región que no tardarían en llegar. La gente aquí cena pronto, demasiado pronto para mi gusto y todo hacía pensar que yo debía ser la única excepción a la bucólica y desapacible quietud de aquella tarde. Cuando menos eso llegué a pensar… Pero me equivocaba.
Lo vi nada más encarar la recta que corta en dos mitades la plana de Lagardère y me pareció que esperaba algo, o a alguien... Estaba de pie, junto a la cuneta y apoyaba el culo en la puerta de su BMW. Aquel culo enorme... Pude reconocerlo al instante pese al siglo que había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Y eso que el tiempo no había sido clemente con él... El cabrón estaba aún más gordo que por entonces.
Más tarde me explicaría que había reventado una rueda y no se vio con fuerzas para sustituirla por la de emergencia... Y es que cuando tienes una mierda por cerebro aunque dispongas de diez manos todas se te antojan zocatas... ¿Habrá estadísticas sobre esta clase de sujetos…? Debería haberlas.
Han sido tantas, las veces que he reflexionado sobre este asunto desde aquel día... Y aun así no sé qué puñetas pasó por mi cabeza en aquel momento.
Pero me alegro de lo que hice; volvería a repetirlo sin ningún género de duda y sin amago de pesar. Me dejé llevar por las circunstancias. Simplemente; eso es todo. Sentí el empujón de una fuerza irresistible, salvaje... como si un mar de odio hubiera liberado una gigantesca ola de rencor que quitó de en medio cualquier mecanismo de contención emocional para dar vía libre a la barbarie que llevo dentro..., que todos llevamos dentro.
Recuerdo que sonaba Hope en el reproductor y que subí el volumen mientras pisaba a fondo el acelerador. Con el aliento contenido y la vista clavada en aquel miserable, busqué la raya lateral y me enganché a ella como una lapa... Trrrrrraaac... El traqueteo seco y acelerado de los neumáticos al rodar sobre las estrías complementaba el ritmo brutal de los violonchelos, ofreciendo a mis intenciones un marco sonoro entre maquinal y ronco... Irresistible.
Y me negué a aflojar hasta no ver el miedo en su cara con toda claridad. Entonces..., entonces... trrrrrraaac... un volantazo y… ¡Aah...!
Pasé a su lado como una exhalación, casi rozándolo mientras él se aculaba contra su coche y manoteaba como un niño aterrorizado... Y se cagaba en mis muertos... Bueno, esto me lo imagino porque quisiera pensar que incluso las ratas conservan algún rastro de dignidad... Más tarde supe que no me reconoció.
3
«Jódete cabrón, y ojalá comience a llover a cántaros antes de que muevas a compasión a alguna alma caritativa y se pare a recogerte».
Exultante de satisfacción continué mi camino durante cuatro o cinco kilómetros más, gozando de aquel soplo de gloria con el gesto despavorido de aquél calamidad impreso en mi cabeza... Pero nada, poco más tarde, cuando ya comenzaba a olvidarme de aquella estúpida chiquillada y me centraba en otros asuntos, aquella media sonrisa, aquella fugaz complacencia, dieron paso a una explosiva revelación que habría de cambiar el rumbo de mi vida.
En aquel preciso instante, alentado por cincuenta embriagadores decibelios de Kaamos, se reveló ante mí algo más que una simple expectativa: era la ocasión de cerrar de una vez para siempre una vieja y dolorosa herida.
Noté que mis ojos se iluminaban…, que el alma me daba un vuelco... Y desde aquel día la música de Apocalyptica tiene un plus especial; con solo escuchar unos acordes se me eriza el vello de la nuca.
¿Por qué no? me pregunté una, varias veces. Sí, ¿por qué no? Ya hacía un buen rato que aparte de Benjamín, nadie, absolutamente nadie se había cruzado en mi camino… La necesidad de reflexionar sin distracciones me aconsejó hacer un alto en la cuneta.
Pensativo, con las manos sobre el volante, fijé entonces la mirada en las primeras casas de Laissac a tan sólo cuatro pasos de allí, y al instante, como flashes hirientes, estallaron en mi mente las imágenes de aquel hijo de puta haciéndome la vida imposible y, ¡dios! el ensañamiento con el que se empleaba hasta conseguir su propósito. Rememoré uno tras otro algunos de los peores momentos que recuerdo y el corazón se me encogió exactamente igual que en aquella desafortunada época, cuando debía conformarme con ser su víctima...
No se salió con la suya y no me echaron del bufete, pero entonces se volcó en boicotear mi trabajo, en ningunearlo hasta la náusea... No perdía oportunidad para difamarme el muy cabrón, y no dejó de ponerme palos en las ruedas hasta que no me quedó más remedio que largarme y despabilar por mi cuenta. Y es verdad que no me arrepiento, pero al marcharme juré que algún día me las pagaría.
Y mira... ¡Mira por dónde! El destino acababa de ponerlo en mi camino justamente allí y en aquel momento preciso...
Todo se aclaraba, todo parecía cobrar sentido. ¡Todas las piezas encajaban...!
A la mierda, me dije. Y puse en marcha el motor resuelto a volver… Ya lo creo que volví…
4
Antes, justo antes de dar media vuelta para saldar cuentas con aquel cabrón empezó a llover… Cuatro gotas que casi llegué a agradecer. Pero para cuando caí en la cuenta me encontré metido de lleno en medio de una tempestad de agua y viento y de tal calibre, que el diluvio bíblico habría palidecido a su lado.
¡Rediós...! La maldita lluvia llegó a ser tan intensa que hizo inservible la luz de carretera y la visibilidad con la corta y los antiniebla se redujo prácticamente a cero… Era completamente imposible distinguir nada a más de tres o cuatro metros por delante. Y aún era peor por detrás debido a la nube de polvo de agua que levantaban los neumáticos.
Con todo, las ganas de encontrarme con él para ajustar cuentas me hacían ir deprisa, muy deprisa, con menosprecio absoluto del riesgo que entrañaba… Pero me daba igual. Quería imaginármelo refugiado en su coche, asustado, repodrido; esperando una asistencia mecánica que no llegaba...
Un repentino roce sordo por el costado derecho del coche me hizo frenar y me obligó a mirar instintivamente por el retrovisor. Me pareció que alguna cosa buscaba refugio entre el herbazal de la cuneta. Tal vez un perro, por el gemido; o quizá un jabalí… Lo cierto es que reduje la velocidad hasta casi parar con la intención de ver de qué se trataba, pero la cortina de agua y la oscuridad sobrevenida me impedían ver nada más allá de mis narices. Y después de todo, pensé, no hay bicho que valga ni un minuto de mi tiempo.
Continué mi búsqueda y sólo un par de kilómetros más abajo localicé por fin el BMW de Benjamín. Lo dejé rápidamente atrás apretando el acelerador y no fue hasta quedar totalmente fuera de su alcance visual, al final ya de la recta, que no decidí levantar el pie y volver sobre mis pasos. Antes, sin embargo, tuve la precaución de apagar el alumbrado durante unos segundos; por si acaso.
Al acercarme de nuevo hice un par de ráfagas y frené suavemente hasta situarme unos metros detrás de su coche. Dejé el motor en marcha y las luces cortas y los pilotos de emergencia encendidos, y antes de salir busqué la linterna en la guantera. Y con ella en la mano me quedé sentado, totalmente inmóvil durante unos instantes, como esperando que la lluvia aplacase su furia... ¡Tonto del culo!
Un minuto más tarde y completamente resignado ante lo imposible, me armé de valor y con el cuello hundido entre los hombros salté a la intemperie. Lo primero que se me ocurrió fue ir a comprobar el flanco derecho de mi propio coche y por suerte allá no había señal alguna del empujón al jodido bicho. Después, más tranquilo ya pero también a toda prisa, me acerqué al suyo.
La sorpresa fue mayúscula: estaba cerrado a cal y canto y dentro no había nadie...
Caminé una veintena de metros bajo aquel temporal mirando aquí y allí, confuso, desconcertado, pero enseguida regresé para rodear su coche por segunda vez y escrutar nuevamente por las ventanillas. Quería encontrar alguna pista, algo que me revelase el porqué de aquella incógnita pero la falta de claridad y sobre todo aquella maldita lluvia hacían inútil cualquier esfuerzo.
Sorprendido, un poco alarmado y por encima de todo calado hasta los huesos, busqué refugio en mi automóvil. ¿Qué coño había pasado allí? Conocía muy bien aquella carretera y no recordaba nada por las cercanías, que pudiese servir de abrigo a nadie…
«¿Dónde se habrá metido este capullo, con la que está cayendo? No lo entiendo porque en estas circunstancias y si no tienes dónde ir, ¿qué mejor que tu propio coche…? Lo habrá socorrido alguien, supongo... Pero yo no he visto a nadie desde que nos cruzamos. Ni de bajada ni de subida… Entonces debería suponer que alguien que venía detrás de mí lo ha recogido y… ¿Y se ha vuelto por dónde había venido...? ¿Así, sin más? Eso es improbable, estúpido incluso, porque desde aquí hasta Sévérac-le-Château no hay menos de veinte kilómetros y de camino sólo te encuentras un par o tres de puebluchos sin interés ni servicio alguno. Llegados hasta aquí lo más lógico cuando se viene de Sévérac-le-Château es continuar hasta Rodez, que está mucho más cerca. Y para más abundamiento la asistencia en carretera sólo puede venir de Rodez precisamente, de manera que yo me habría dado cuenta... Con este tiempo o te quedas en el coche o... Hostia, hostia, hostia... ¡No me jodas! Y sí... ¿Y si aquello no era precisamente un perro...?»
5
«...Debí pensarlo desde el primer momento... ¡Seguro que era él! Con aquel tiempo de mierda ¿quién si no, hubiera podido cometer una imprudencia tan grave...?»
Dudaba; pensé que si efectivamente se trataba de aquél idiota, tal vez había tenido tiempo de ver mi coche... Pero apenas había luz natural y además, bajo aquella condenada lluvia eso hubiera sido poco menos que imposible. ¡Fuera pues! Descarté rápidamente la idea y después de rumiarlo unos segundos decidí volver al escenario del accidente. Algo, no sé exactamente qué, me impulsaba a volver para comprobar qué puñetas había pasado allí; era absolutamente necesario, imperativo.
La cuestión era: ¿había atropellado a Benjamín...? Pero si no era así y lo que a fin de cuentas atropellé fue una alimaña como en un principio pensé, entonces..., ¿dónde se había metido aquel gilipollas?
Inicié la búsqueda circulando muy despacio, extremando al máximo la cautela y con los ojos bien abiertos para poder localizar el punto donde tuvo lugar el tropiezo; para no pasar de largo en definitiva.
Y es que la cosa estaba clara... No podía largarme con la duda, cómo si allí no hubiera sucedido nada. Debía verificar o descartar lo que hasta ese momento era una simple sospecha. Pero lo cierto es que iba a tientas y necesitaba alguna referencia, algo que me situase en medio de aquel galimatías... Entonces recordé que al frenar tras del atropello y mirar por el retrovisor, me pareció ver un panel informativo verde. Aunque tampoco estaba demasiado seguro… El atropello… Pero si sólo lo rocé... ¡Apenas eso!
Por fortuna la carretera continuaba absolutamente desierta y no había cubierto aún ni un kilómetro de busca cuando la lluvia —otra vez la mano del destino— cedió súbitamente en su furia hasta quedar en una inofensiva llovizna. E inmediatamente después, como si un maestro titiritero manejara el tempo de la acción oculto tras las bambalinas, un fuerte viento de tramontana limpió el cielo, que pasó del gris carbón al gris a secas. Y si bien es verdad que la visibilidad apenas mejoró, lo cierto es que a partir de aquel momento la situación mejoró y las cosas resultaron bastante más fáciles.
Todavía me cuesta entender porque suspiré de alivio cuando pocos minutos más tarde pude localizarlo medio-oculto en la penumbra, porque encontrarlo y confirmar mis sospechas venía a ser lo mismo.
Allí estaba... Por fin… Caminando vacilante a no más de un centenar de metros del panel informativo que recordaba...
No sé qué podía esperar yo en realidad pero al poco de verlo no pude evitar que me invadiera una profunda decepción. ¿Es que tal vez..., hubiera preferido encontrarlo muerto...?
He pensado largamente en esta posibilidad y no, no podía tratase de eso porque la última ratio de la venganza consiste en ser un acto consciente de voluntad en primer lugar, y en ser fuente o causa directa de infortunio, además. De lo que no había duda es que este no era el caso porque allí fallaba la primera premisa.
No sé; a veces pienso que el desencanto me lo provocó descubrir que las cosas iban a ser demasiado fáciles porque la presa estaba ya vencida de antemano. Sí...; posiblemente fue eso.
6
El resplandor de las luces hizo que Benjamín se girara excitado y comenzara a hacer aspavientos nerviosos con un brazo. Era obvio que se alegraba, pero el muy lerdo no tuvo otra ocurrencia que demostrarlo brincando todo lo torpemente que pudo, ofreciendo una imagen cómica y patética a la vez. Dios mío…, ¡parecía un espantapájaros! Avancé suavemente, sin perderlo de vista en ningún momento hasta detenerme poco antes de llegar a su altura, al otro lado de la carretera; y con los faros encendidos y los pilotos de emergencia parpadeando salí del coche con la primera intención de socorrerlo... Pero me quedé plantado junto a la puerta sin saber porqué…
En aquel momento crucial de mi vida aún ignoraba que la venganza..., no el anhelo de venganza ni tampoco la causa que le sirve de alimento sino el hecho vengativo en sí..., puede llegar a ser el catalizador de un complejo proceso de transformación que se produce sólo en contadas ocasiones y que exige algo más que determinación en todo aquél que lo experimenta. Aquella pulsión fue sólo el primer paso de un camino difícil, retorcido, que no todo el mundo está en situación de poder recorrer hasta el final. Sin embargo, en aquel instante y con Benjamín mudo y cabizbajo delante de mí, aún estaba lejos de sospechar hasta dónde podría llevarme.
Y no fue una lucha fácil, no. No olvido las dudas, las objeciones morales, los temores que se abalanzaron sobre mí como bestias salvajes con el único propósito de apocarme, de debilitar mi ansia de venganza, de emborronarla en definitiva...
Pero al fin vencí a los demonios interiores, aquéllos que se nutren con lo mejor de tu dignidad y que no cesan de roer los cimientos de tu orgullo hasta conseguir demolerlo por completo. Era mi derecho, un derecho natural, genuino...
Aquello me abrió los ojos de una sacudida; descubrí que hay romper con todos y cada uno de los estándares morales perversos que como una pesada losa, aplastan la libertad de los individuos. ¡Absolutamente con todos!
Se nos ha educado secularmente para soportar con docilidad los pisotones de los poderosos, sus escupitajos; para tolerar sumisamente los abusos y el daño que nos infringen día sí y día también; para aceptar con resignación las crueldades más salvajes ya sea en cabeza ajena o en costillar propio, que lo mismo da. La resignación..., esa criminal entelequia que algunos interesados adjetivan de las más variadas formas, ¿qué es en realidad, sino el narcótico de la conciencia de los débiles, el veneno de su dignidad?
Desde la más tierna infancia no dejan de estrujarnos el cerebro sin misericordia y no cesan de pervertirnos la razón hasta conseguir que ofrezcamos sistemáticamente la otra mejilla. Y es que no les basta con clavárnosla hasta la empuñadura..., además exigen que perdonemos primero y que olvidemos después.
Perdonar, sí señor, ésta es la palabra, la idea taumatúrgica, el engaño cósmico. Pon la otra mejilla chico..., te cuchichean al oído una y mil veces los santones del orden instituido, aquellas almas miserables en cuyas manos confían tu educación cuando eres niño. Y si dejas de hacer caso porque la vida se ha encargado ya de mostrarte el camino y has aprendido a correr como un perro apaleado que huye con sólo ver la zapatilla, no te preocupes, tampoco pasa nada porque el tiempo lo cura todo. El tiempo, claro; el tiempo…
Cuatro años de tortura bajo la bota de aquel cabrón y seis años de amargo resentimiento, de rencor, a veces de locura... Demasiado tiempo. Demasiada amargura. ¿Debía renunciar a aquella oportunidad, así, simplemente por las buenas…? ¿Para acallar la conciencia de quién? ¿La mía...? Y yo me pregunto… ¿qué es mi conciencia, sino mi conveniencia?
La impunidad; ésta es la piedra angular sobre la que se construye cualquier sistema de relaciones sociales en nuestros días; de relaciones verticales en realidad. La fortaleza y el éxito social de los individuos se miden por su capacidad para transgredir los códigos y salir impunes, airosos. ¡Siempre triunfantes!
Los miserables, los llamados pobres de espíritu, los mansos, los que lloran y los que tienen hambre... aquella legión de bienaventurados para quienes el botarate de Mateo reclamaba ni más ni menos que el reino de los cielos, no tienen posibilidad alguna de salir adelante. Y menos aún de vivir con dignidad o de conocer siquiera lo que eso significa. Son meras piezas sin valor, peones en el gran juego de la vida al servicio de torres y alfiles... Y todos ellos prescindibles a capricho de la reina. Eso sí, todos buenos cristianos..., por si las moscas.
Bueno... ¿Y qué decir del hijo de puta que empapaba el asiento y las alfombrillas del mi Audi...? Pues que no era más un triste caballo en mis manos, un caballo negro desamparado cuando allí y en aquel glorioso momento yo era la poderosa reina blanca. Un caballo... ¿Qué digo? Una mula calva con un culo descomunal...
7
Era mi derecho; haría un uso legítimo y en mi pequeño universo las cosas volverían por fin a su lugar. El destino había querido que la inercia vital de Benjamín se desvaneciera esa misma noche. Las reglas del juego son así y, cómo decíamos al principio, ¿qué razón hay para darle más vueltas al asunto? Muchas veces, que las obras más importantes no queden empantanadas depende de una minúscula esquirla en el zapato del más insignificante de los jornaleros.